Unificar en una misma propuesta las firmas de la CGT y de la Sociedad Rural llamaba al asombro y nos permitía diferentes lecturas. El momento implicaba un triunfo indiscutible de Perón, y en torno a su persona y su mensaje se estaba en condiciones de articular la unidad nacional. Para los de la izquierda resentida el objetivo era socializar las riquezas; para nosotros, los peronistas, lograr que todos los sectores impulsaran un proyecto común. Inolvidables cruces de opiniones en los que nosotros éramos los reformistas y ellos, los revolucionarios. Como siempre sucede, los logros son de los reformistas, las revoluciones nunca llegan y, en consecuencia, sólo lastiman a la sociedad en el intento de imponerlas. Para ellos primero había que socializar la tierra y luego expulsar a la burocracia sindical. Claro que ellos opinaban que la derecha cedía por miedo a la violencia y no por el genio de Perón, y para nosotros estaba claro que, después de años, Perón les había demostrado que resultaba imposible gobernar sin la participación de los humildes. Horas de discusiones terminando a los gritos, pero tocando el nervio de nuestras diferencias, nosotros como reformistas queríamos un capitalismo que integrara a todos, un remedo de la socialdemocracia, y ellos, un capitalismo de Estado (...).
El lunes 14 de mayo llegó al país para la transmisión del mando el presidente de Cuba, Osvaldo Dorticós, al mismo tiempo que se anunciaba que también lo haría Salvador Allende y que comenzaban los contactos entre Cámpora y Balbín, de los que surgió que el radicalismo no aceptaba participar de un gobierno de coalición pero sí que podría sumar a algunos de sus dirigentes en el gobierno. El comandante de la Fuerza Aérea, Carlos Alberto Rey, consideró los cinco puntos de Cámpora como un aporte constructivo. Eustaquio Tolosa, de Portuarios, advirtió que existía un plan para asesinar a varios gremialistas. El jueves 17 se hizo público que diputados del Frejuli viajaban a Trelew para interesarse por los presos, y se publicaban algunos de los nombres de los legisladores de ese grupo. La ola de secuestros no paraba: en pocos días se conocieron al menos cinco nuevos casos. La Alianza Libertadora Nacionalista reiniciaba sus actividades con una conferencia de prensa de su fundador, Juan Queraltó. La convivencia entre la dictadura y la democracia en esos días se fue aflojando, como si se hiciera más fácil, al menos en esa etapa de transición. En ese marco, Cámpora se reunió con Lanusse y también con los jefes de la Marina y la Aeronáutica, y la UCR emitió un comunicado en el que expresaba que la colaboración con el oficialismo debía darse sólo a nivel legislativo. El sábado 19 Cámpora se reunió con Arturo Frondizi y con Oscar Alende, en una cita a la que había sido invitado Ricardo Balbín, que no pudo ir pero envió un telegrama de apoyo. Al día siguiente, se produjo un sangriento tiroteo en Merlo luego de que un grupo extremista intentara copar el Comando Radioeléctrico. En esos días previos a su asunción, Cámpora terminó de definir la que sería la política petrolera de su gestión. Decía que las empresas privadas tendrían que aceptar las nuevas reglas de juego y que pondría en vigencia el artículo 40 de la Constitución Nacional, que establece que los recursos naturales son propiedad inalienable del Estado. Pero la violencia continuaba: el martes 22 era asesinado el secretario general de Smata en La Plata, Dirk Henry Kloosterman, motivo por el que el gremio declaró un paro. Estas muertes siempre quedarán en el espacio de la duda: las de Rogelio Coria, de la Unión Obrera de la Construcción (Uocra); Adolfo Cavalli, del Sindicato Unico de Petroleros del Estado (SUPE), y finalmente Augusto Timoteo Vandor, de la Unión Obrera Metalúrgica (UOM). El ERP siempre aclaró que no habría de asesinar sindicalistas, cualquiera fuera su conducta, y los troscos siempre fueron fieles a sus principios. Queda la duda de si no existía una violencia sindical heredada de otros conflictos. (...)
El miércoles 23 el presidente Lanusse recibió a Allende, y al levantarse el estado de sitio recuperaron su libertad los primeros detenidos, cerca de un centenar, beneficiados por la medida. El hecho tuvo una gran repercusión política y acompañaron Diego Muñiz Barreto con Nilda Garré, Rodolfo Ortega Peña y Julio Mera Figueroa. Además, se hizo público el texto para la Ley de Amnistía. También se producía la despedida de Lanusse de los periodistas y su último mensaje por radio y televisión: “Hombres y mujeres de mi patria: a ustedes mi eterna gratitud, en nombre de un gobierno que no eligieron pero que les ofreció la posibilidad de elegir”. Siempre opiné que Lanusse fue el último jefe militar en serio, porque pertenecía a la clase alta y en consecuencia tenía sus principios. Luego, los personajes menores, hijos de inmigrantes en desesperado ascenso social, habrían de ser instrumentos de los más oscuros designios. Si en lugar de un Videla y su banda hubiera estado Lanusse, se me ocurre que no hubiera permitido la demencia que generó una masacre.
Yo me había enganchado demasiado con el tema Trelew y me quedé allá con el objetivo de trasladar a los liberados el mismo 25 o, si las cosas se hacían bien, después de votar la Ley de Amnistía. La tensión entre los sectores se agudizaba, en la movilización los grupos guerrilleros encontraban el espacio para sus sueños revolucionarios, la idea de la pueblada, de todos a la calle a tomar el poder, para hacer realidad aquellas lecturas que tomaban el Palacio de Invierno en Rusia o la Sierra Maestra en Cuba. La democracia para ellos era la puerta de ingreso al poder revolucionario, a ese que siempre nombraban como solitario habitante de la boca del fusil. Lo masivo era tan sólo para el festejo del retorno de la democracia; ellos intentaban que la gente o el pueblo se quedara en las calles para derrocar para siempre a la derecha del poder. Y las pertenencias y las lealtades, entre los que esperaban el regreso del General contra una nutrida juventud que se adscribía a la propuesta revolucionaria. Esos días sí que eran intensos, como si la ebullición popular no necesitara del descanso o el sueño, como si el día durara las 24 horas sin necesidad de detenerse.
De Trelew me volví para que nos asignaran un avión de Austral sólo para los detenidos. Todo era fácil, los empresarios se amontonaban para ofrecer favores. Los de Austral eran los Reynal, que estaban cercanos a algunos sectores del nuevo gobierno. Fuimos en coches y colectivos, los guardias de las cárceles se habían ido retirando de a poco y al llegar la democracia toda aquella montaña de controles armados se fue convirtiendo en tierra de nadie. Algunos salían dominando la emoción, otros no terminaban de separarse de ese horror, muchos intentaban liberar sus broncas escupiendo sobre el edificio.
Era un vuelo surrealista, la emoción atravesando a la totalidad de los viajeros, entre apurados por disfrutar la libertad y lentos por el impacto de aceptarla, asumirla, entender la dimensión del momento. Pocos habían imaginado que la democracia los iba a liberar, para la mayoría no existiría suficiente poder para hacerlo. Me acuerdo de dos de ellos, que llevaban como diez años presos y que estaban entre los mitos del peronismo; eran parte de los primeros grupos guerrilleros, aquellos muy anteriores al fenómeno masivo. Creo recordar que eran Federico Méndez y Héctor Jouvet y se merecían el respeto de los nuevos, de los que se creían los dueños del futuro. El avión carreteó con el silencio de todos y a los pocos minutos la jefa de azafatas se dirigió al pasaje diciendo algo así como “Austral Líneas Aéreas saluda a los militantes populares liberados en esta nueva etapa de la patria que ellos tanto han ayudado a construir con su sacrificio, y les desea un futuro que acompañe el que merece nuestra patria”. Se cortaba el aire con la tensión, un aplauso cerrado que duró varios minutos festejó aquel saludo. La mujer nos llevó aparte y nos dijo: “Las chicas no saben si tienen o no que quitarse el tapado, hacerlo frente a hombres que hace años no ven a una mujer puede resultar una provocación, y dejárselos puestos, una muestra de cobardía”. Me acuerdo de que llamé a los dos jefes, el de Montoneros y el del ERP, quienes sonriendo me dijeron que se los podían sacar tranquilas. Eran tiempos de azafatas seleccionadas por su belleza, y todas se sentían afines a la causa y disfrutaban el momento que la Historia nos había regalado. Aparecieron con las enormes bandejas de sándwiches y bebidas y aquellos militantes largaron un aplauso que era mezcla y síntesis de emoción, alegría, festejo de la vida, un momento feliz después de tanto sufrimiento.
*Ex diputado nacional.