Este lunes iniciaremos un nuevo semestre en la Graduate School of Political Management (GSPM), la facultad conocida en Estados Unidos como la West Point de la política. Lo hacemos cuando el caos de la democracia representativa en América Latina pone en crisis el paradigma que, hasta hace pocos años, permitía analizar la política práctica.
Hasta el fin de la Guerra Fría funcionaron axiomas que surgieron de la experiencia norteamericana, sistematizados por los fundadores de la consultoría política, entre quienes estuvieron Joseph Napolitan y Tony Schwartz. En el siglo de las ideologías se impuso la idea de que la democracia funciona cuando existen partidos políticos sólidos, ideologías, programas de gobierno.
En el continente había partidos nacidos al calor del enfrentamiento entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, cercanos a las dos grandes potencias y a variantes intermedias. Una de ellas fue la Socialdemocracia, y la otra la Democracia Cristiana, creada por la Iglesia Católica para enfrentar al Partido Comunista en Italia.
Alemania fomentó esas ideologías, fundó institutos, auspició publicaciones y armó seminarios de formación ideológica, principalmente en Venezuela. No se podía entender la política mexicana sin el PRI y el PAN, la venezolana sin el AD y el Copei, la Argentina sin peronismo y radicalismo, la colombiana sin el Partido Liberal y el Conservador, la chilena sin socialistas, comunistas y democratacristianos, y así sucesivamente.
Todo eso desapareció.
Los consultores profesionales evitamos actuar como creyentes. Hacemos investigaciones
Hasta avanzado el siglo XX, la sociedad occidental era vertical. Los hijos obedecían a los padres, los alumnos a los maestros, los feligreses a los curas, los ciudadanos a caudillos iluminados que por lo general, eran oradores. Aunque eran menos informados que cualquier estudiante de secundaria actual, eran tenidos por sabios y tratados de manera reverencial.
Las comunicaciones eran lentas. Todo estaba lejos. Se necesitaba un gentío para distribuir hojas, panfletos y vivar a los candidatos que recorrían el país a pie o en camioneta. La vida era aburrida. Hasta la aparición de la televisión, no había mucho que hacer. La política y la religión eran los espectáculos a los que se podía asistir para participar en procesiones o manifestaciones que rompieran la monotonía de la cotidianidad.
La política se hacía con técnicas propias de la edad de la palabra y de la máquina de escribir. Ese conocimiento fue sistematizado por la GSPM, fundada en 1987 en Nueva York por Christopher Arterton. Las actividades financieras de la Gran Manzana no dieron espacio para una institución que estudiaba política. En 1991 se trasladó a la sede de Foggy Bottom de la Universidad George Washington, a pocas cuadras de la Casa Blanca. Actualmente la facultad prepara directores de campaña, encuestadores, redactores de discursos, comunicadores, candidatos, lobbistas y expertos en nuevos medios.
Se aprende a elaborar estrategias que ayuden a ganar eleciones y a gobernar, dos momentos del mismo proceso de comunicacion entre líderes y ciudadanos que nunca se detiene. Nos gusta que nuestros graduados tengan problemas de gobernabilidad porque ganan las elecciones, y no que se cuenten entre quienes siempre pierden y comentan que “es fácil ganar, lo difícil es gobernar”.
Hasta hoy se han graduado en la GSPM más de mil alumnos en el programa en inglés y más de doscientos hispanoparlantes en el posgrado en español. Si, como es probable, Daniel Noboa gana dentro de pocos días las elecciones ecuatorianas, será el cuarto estudiante de la facultad elegido presidente en un país latinoamericano.
En la actualidad, como en el siglo pasado, hay políticos, consultores y analistas que defienden ideologías. En 1990, Mario Vargas Llosa pudo ganar las elecciones presidenciales de Perú, pero se dedicó a predicar su verdad y perdió frente a Fujimori. Escritor genial, adoptó la nacionalidad española y siguió con su carrera meteórica como literato. Otros políticos que siguieron sus consejos perdieron las elecciones, y sin su pluma genial se hundieron en el anonimato.
Cuando alguien repite su experiencia, ofrece subir impuestos y anuncia que en su gobierno habrá que sufrir porque la situación es mala, pierde las elecciones. A los profetas no los eligen, generalmente los crucifican. Los electores no buscan un presidente que les amargue la vida, sino líderes que sepan hacer algo para que su vida sea mejor. Si un candidato no sabe cómo hacerlo, que se ponga un convento. Esto disgusta a quienes pretenden recuperar viejos valores, como el ahorro y la autoridad, pero los niños no creen más en la cigüeña.
Se trata de entender lo que siente la gente común y que los candidatos se conecten con ella
Cuando se escribe una estrategia de campaña, lo primero que se debe aclarar es cuál es el fin de esa campaña: ganar las elecciones, posicionar al candidato para el futuro o difundir creencias, sabiendo que se va a perder. Si usted toma la tercera opción, siéntase feliz cuando sale último, pero hay más gente que cree en sus supersticiones. Los consultores profesionales evitamos actuar como creyentes. Estudiamos, hacemos investigaciones para diseñar la mejor ruta para que nuestro asesorado consiga su meta. Como consultor me da lo mismo que el candidato sea católico, islámico, budista, izquierdista, derechista o terraplanista. Mis límites para asesorar a un personaje tienen que ver con pocos principios. No ayudo a quienes no respetan las normas democráticas, discriminan a mujeres, minorías, o manejan fondos vinculados a actividades ilícitas. El resto no es mi asunto.
Los políticos hacen coaliciones, las deshacen, pertenecen a partidos, van a misa. El consultor simplemente trata de comprender lo que siente la gente común, para que ciertos candidatos y presidentes se conecten con ella y puedan promover sus ideas.
Los treinta años de vida de la facultad coincidieron con el ocaso del Homo sapiens. Todo ha cambiado radicalmente, las cosas son distintas, nos vinculamos de otra manera con los objetos y con los otros humanos. Pero sobre todo somos diferentes.
El proceso de cambio que se venía dando desde la década de 1960 se profundizó con la aparición de internet, y se exacerbó con el covid-19. Buena parte de la especie permaneció presa por más de un año en su casa, forzada a seguir un curso intensivo de internet.
La fluidez y la imprevisibilidad de la sociedad de la que habló Zygmunt Bauman rebasó todo límite. La constante presencia de la muerte y la percepción de su horror y banalidad alteraron nuestra psicología. Estudios de asociaciones de psicólogos brasileños, norteamericanos y argentinos dicen que las psicopatías y la agresividad se han incrementado mucho.
Las creencias son cada vez más frágiles, efímeras. La ciencia y la tecnología entraron en una espiral de desarrollo que invalida las verdades a una velocidad exponencial.
Tenemos cada vez más acceso a más información. Cuando era adolescente conseguía un par de libros por año para estudiar astronomía. Actualmente, dedico todas las semanas algunas horas para ver, en tiempo real, lo que existe en la frontera de nuestro universo visible, gracias al telescopio espacial James Webb. Cuando no entiendo lo que veo, consulto en el sitio de la NASA y de otras instituciones que estudian el cosmos, tengo una comprensión rudimentaria, pero valiosa de lo que existe.
Lo mismo me ocurre con decenas de publicaciones y papers académicos de las principales universidades del mundo, que consulto para comprender la psicología de los seres humanos y su similitud con otros seres vivos. Algunos estudios acerca de la lucha por el poder entre los gibones me sirven mejor para comprender las peleas por el poder en las campañas que los textos de Rousseau.
Como afirmó Ray Kurzweil en su texto clásico, la singularidad está entre nosotros. La revolución tecnológica habita en nuestros celulares, en el GPS del coche, en las conversaciones de nuestros hijos, en la música, en la inteligencia artificial que maneja nuestra casa, en la crisis masiva de los valores de la sociedad tradicional.
Esta semana, Carlos Pagni se quedó corto cuando, en un interesante editorial, dijo que hay semanas en las que pasan décadas. La verdad es que hay segundos en los que pasan siglos. Las categorías con las que juzgábamos la realidad están obsoletas. Mientras algunos analistas las sigan usando, están condenados a la sorpresa en un mundo que cambia permanentemente.
Existen abismos tecnológicos que nos separan. Pertenecemos a distintas especies que conviven, sin percatarse de las diferencias, usando unas computadoras cuánticas, mientras otras siguen escribiendo en máquinas de escribir. Algunos candidatos compran una camioneta para buscar votos por el país caminando, mientras otros usan la tecnología para lograr en pocas horas hacerse conocer por noventa millones de japoneses. ¿Qué herramientas le habrían permitido a Massa comunicar que había bajado los impuestos a los argentinos con la misma velocidad con la que 350 millones de personas vieron la entrevista de Milei?
Las campañas electorales austeras aburren a miembros de una sociedad lúdica a los que les gusta divertirse. Las campañas que protagonizó el PRO durante más de una década tenían gente bailando, moviéndose, jugando con globitos, ilusionada por un futuro que parecía aproximarse con cada triunfo. Los protagonistas de las campañas eran mujeres y hombres que se parecían a la gente común, eran optimistas, querían cambiar lo existente. Se parecían a los actuales seguidores de Milei.
Se equivocan los que suponen que los partidarios de Milei están desesperados por la inflación y quieren suicidarse. Son argentinos cuyo lenguaje corporal, vestimenta, actitudes, comunican futuro, esperanza. Tienen una actitud picaresca, de broma y juego, distinta a la de los sufridos burócratas sindicales que acompañaron a Massa en el Congreso.
Incorporaré estos cambios en el curso que iniciaré el martes acerca de la agonía de la democracia. Uso la palabra agonía, como lo hizo Miguel de Unamuno en La agonía del cristianismo: momento de crisis intensa que anuncia un renacer.
*Profesor de la GWU. Miembro del Club Político Argentino.