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En la vida política de Alejandro Tullio se encierra la última parábola de la democracia argentina.

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En la vida política de Alejandro Tullio se encierra la última parábola de la democracia argentina.
En 1983, a los 20 años, se conmovió cuando Alfonsín declamaba que con la democracia se come, se cura, se educa. Era el punto más alto del entusiasmo colectivo por la política y Tullio se sintió arrastrado, como tantos otros, a la militancia.
En el sombrío 1989 en que se deshizo el sueño alfonsinista, Tullio se recibió de abogado e inició una carrera académica que lo llevaría a decano de Derecho en Lomas de Zamora.
Al terminar la década, la UCR volvió al gobierno con la Alianza. A Tullio le tocó en suerte la misión ambicionada por todo radical que se precie: custodiar el gran instrumento de la democracia, las elecciones. Asumió como director nacional Electoral en mayo de 2001. Eran las vísperas de otro año sombrío.
En sus primeras elecciones, ese octubre, una avalancha de votos en blanco y anulados batió el récord histórico de desinterés ciudadano. Pronto, Fernando de la Rúa renunció a la presidencia, entre saqueos y cacerolazos, y multitudes exigieron a los políticos que se fueran a sus casas.
Pero Tullio sobrevivió al torbellino que se tragó cinco presidentes en los últimos diez días del año. El último, Eduardo Duhalde, lo ratificó en el cargo. Néstor Kirch-ner lo confirmó en mayo de 2003.
La democracia celebraba 20 años; Tullio cumplía 40, la edad de la crisis y la mutación. La UCR estaba en agonía y él se había transformado en miembro de una nueva especie: los radicales K.
El país avanzó hacia las siguientes presidenciales. Tullio oficiaría, al fin, como custodio del gran ritual en tiempos normales. Convocó a una conferencia para periodistas en la que, previendo los apuros de la noche electoral, explicaría el complejo sistema. Lo sorprendió la escasa asistencia.
Se aseguró de que las tareas del presidente de mesa se explicaran en un programa de TV, en cursos por Internet, en publicaciones que se repartieron en las provincias. Pocos parecían interesados.
Cuatro días antes de la fecha, el 92 por ciento de los porteños elegidos como presidentes de mesa se negó a aceptar la tarea, que en 1983 se consideraba sagrada, pese a la amenaza de sanciones. Hubo una convocatoria de emergencia a empleados judiciales, pero el domingo 28 de octubre la mayoría de las mesas se llenó con los primeros ciudadanos que llegaron a votar (llegaban tarde, porque nadie quería ser atrapado en la tarea, lamentó la jueza Servini de Cubría).
Desde temprano, los periodistas reportaron demoras y falta de boletas de la oposición. Poder Ciudadano recibió una avalancha de protestas: faltaban boletas y los presidentes de mesa no sabían qué decir, o mandaban elegir entre las boletas disponibles, u ordenaban votar en blanco porque “ya habían sellado” el DNI. Al final del día, Poder Ciudadano, que en elecciones anteriores no recibió más de 15 llamados, anotaba 485 quejas.
También la oficina de Tullio se llenaba de relatos sobre presidentes de mesa que entraban en pánico ante planillas que les resultaban incomprensibles; que no lograban encontrar un nombre en el padrón ni después de varias horas; que no tenían respuestas para las quejas o tenían las respuestas equivocadas. Los fiscales, que en el pasado ayudaban a presidentes novatos y proveían las boletas de sus partidos, no estaban, o tampoco sabían.
Por la noche, Tullio contestó preguntas de periodistas que no entendían cómo funcionaba el operativo. Entretanto, llegaban los telegramas con los resultados provisionales. El 3,6 por ciento estaba mal hecho; el porcentaje de error nunca había superado el 1,2.
Varios candidatos denunciaron un plan del Gobierno para robarse la elección y la sombra del fraude sobrevoló, por primera vez en siete décadas, una presidencial. Entre los denunciantes había muchos ex correligionarios de Tullio.
Este lunes, con los resultados definitivos, Tullio anunció que las denuncias no habían llegado a la Justicia: la elección no estaba cuestionada. Lo que estaba en cuestión era el sistema electoral, el corazón mismo de la democracia. La ley, que en su momento dio por sentado que cualquiera podía llenar una planilla, completar actas, decidir si anular un voto, tomar huellas dactilares a votantes con DNI sospechosos, confeccionar telegramas y ordenar arrestos, ya no se ajustaba al país actual. Un país en el que cada vez menos personas leen con velocidad y comprenden lo que leen, en el que cada vez más personas encuentran imposible llenar una planilla con cifras o recordar el orden alfabético. Un país en el que reina la apatía ciudadana.
Tullio sueña ahora con cambiar la ley para que las autoridades de mesa se elijan entre maestros, bancarios, universitarios, empleados de compañías de seguros. No sabe si podrá: sólo si la presidenta electa lo confirma en el cargo. A los radicales K no les tocó nada en el nuevo gabinete, se sabe, pero Tullio ya no es eso. Se mudó de la provincia a Capital y así dio de baja, en los hechos, su afiliación al partido.