CULTURA
Apuntes en viaje

Gaucho

Antonio Gil era un bandolero rural del tipo Robin Hood, robaba a los ricos para darles a los pobres, defendía a la peonada, se hacía eco de las injusticias.

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Gaucho. | marta toledo

Hace unos años ya había ido a los esteros. No a Colonia Pellegrini, el portal más antiguo, si no a uno de los últimos que se abrieron. Me gusta que les llamen “portal” como si la entrada fuera una hendija en el tiempo y el espacio que se abre a otra dimensión. Del grupo de amigos con el que fui esta vez, era la única que “ya conocía”, esto me convertía en una especie de referente antes de emprender el viaje: qué ropa llevar, la temperatura, si habría o no mosquitos, víboras.

Antes de llegar pasamos la noche en Mercedes. Mis evocaciones de la ciudad eran espeluznantes: el crimen de Ramoncito, hace unos quince años, un asesinato en el marco de un ritual satánico. Cuando estacionamos en la plaza principal y caminamos unas cuadras hasta el comedor donde cenamos, nada en ese calma chicha nocturna podría haber hecho sospechar algo tan espantoso. El restorán era una casona de principios del siglo XX, la fachada estaba intacta, al parecer hay una ley municipal que preserva los frentes de los edificios. Adentro un par de habitaciones con mesas, varios adolescentes tomando cerveza y jugando al pool. Un patio y en el patio unas gallinas sueltas.

A la mañana fuimos al Gauchito Gil, el famoso santuario está en las afueras de la ciudad, al borde de la ruta 123. Recuerdo haber pasado por allí varias veces antes de la pandemia y siempre se veía una romería de gente desde la ventanilla. Ahora los pasillos de puestitos techados (muchos vacíos) están casi desiertos, la cumbia resuena entre las chapas, el viento caliente mueve las cintitas rojas, los banderines, las medallitas colgadas en los puestos o de las manos de los vendedores.

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Ponemos una vela roja en uno de los altares: la cera derretida de otras cientos de velas encendidas y consumidas antes forma una superficie de estalagmitas, un paisaje lunar iluminado por las llamitas de las promesas recién encendidas.

En una esquina hay un tronco con ramas pintado de rojo que representa el árbol del que fue colgado el Gauchito, de los tobillos, antes de ser degollado por quien se convertiría en su primer devoto y fundaría el mito. Antonio Gil era un bandolero rural del tipo Robin Hood, robaba a los ricos para darles a los pobres, defendía a la peonada, se hacía eco de las injusticias. Los soldados que lo capturaron no se atrevían a ejecutarlo, lo tuvieron colgado de los pies hasta que uno se decidió, el coronel Velázquez. Dicen que las últimas palabras del Gauchito fueron: “Con la sangre de un inocente se curará a otro inocente”. Cuando Velázquez le cortó la garganta, una catarata de sangre cayó sobre la tierra. Al regresar a su casa, el verdugo encontró a su hijo muy enfermo, volvió, tomó un poco de la tierra humedecida por la sangre de Gil, la frotó en la frente del nene que se curó milagrosamente.

El altar mayor está debajo de un tinglado. Hay una familia de promeseros sentados tomando gaseosa en vasos de plástico; una pareja de unos sesenta años, curiosos como nosotros, turistas de santuarios. Un cuidador deambula por ahí, aunque no hay nada que cuidar. Le preguntamos cómo es todo el día de la fiesta del Gauchito, los 8 de enero. El hombre se entusiasma, los ojos se le encienden: “Viera lo que es esto, gente así apiñada, no se puede ni caminar, música. Viera lo lindo que se pone. Familias enteras vienen para las fiestas, Navidad, Año Nuevo, y ya se quedan acampando acá para tener lugar. Viera lo lindo”, repite y extiende los brazos y la vista por el predio vacío, lleno de yuyos.