Este texto tendría que titularse La historia de una imposibilidad, porque desde hace por lo menos treinta años que deseo escribir algo sobre Leonor Vassena y, hasta ahora, todo fue impedimento.
Cuando, en los años 80, siendo muy amiga de Alberto Girri le pedí que me hablara un poco sobre ella, que había sido su mujer durante seis años (se habían casado en Ginebra, eso me lo había comentado una vez él mismo), sonriendo me dijo: “Yo no te voy a contar nada. Buscá información donde te parezca y escribí lo que quieras”.
Yo sabía que Leonor había sido una pintora original, muy dotada, que había hecho ilustraciones y diseños para tapas de libros y también dibujos para periódicos. Me habían comentado que, junto a otras dos amigas, había fundado una galería de arte ingenuo. Pero, lo que más me intrigaba, eran las historias que circulaban acerca de su muerte, calificada de “dudosa”. Se murmuraba que Alberto la había encontrado sin vida en la bañadera donde, supuestamente, se estaba dando un baño de inmersión. Que eso habría sucedido por un paro cardíaco, era una de las versiones (la versión de Girri, alguna vez) y que se habría suicidado allí ( era la otra versión, que se rumoreaba a la par). Leonor tenía en aquel entonces tan sólo 40 años.
“Una chica del siglo XX es una chica de departamento, ilustradora o publicista, que aplica a la industria su capacidad para dibujar” (Claudio Iglesias)
Pasó un tiempo después de la pregunta que yo le hiciera a Girri, no investigué nada, posponiendo siempre mi trabajo y llegó un momento, poco antes de la cruenta enfermedad de Alberto en 1990, cuando un día nos invitó –a mi marido y a mí– a su casa, y me preguntó si quería elegir un cuadro de Leonor Vassena entre las pocas telas que le quedaban de ella.
En realidad, había sólo tres óleos: dos, abstractos, en blanco y amarillo, que parecían reflejar una extraña luz de una palidez extrema y unos círculos solares tenues y descoloridos (“estos –me dijo Alberto–, son los últimos, cuando Leonor estaba ya muy perturbada, muy loca”), y había otro óleo, grande, con un lindo marco dorado, que era todo lo contrario: una pintura prácticamente negra en su totalidad. Sólo aparecían allí dos figuras humanas grises, apoyadas en un muro, también gris. Un cuadro abrumador, lúgubre, pero muy interesante, que me conmovió. “Elijo éste”, le dije. “Te parece? –me preguntó, con una cara perpleja–. Es muy sombrío”. “Me gusta” –le respondí–. “Lo pintó en el Asilo de ancianos de La Recoleta” –me aclaró.
Ese día, Girri también me regaló un catálogo de una muestra de Leonor Vassena en la Galería Viau o Galatea, no lo recuerdo.
Entre mi marido y yo nos llevamos el cuadro, lo colgamos en nuestro living y me sentí muy honrada de tener en mi casa esa pintura de Leonor Vassena, cuya personalidad me atraía sobremanera por los enigmas que ocultaba y que parecían difíciles de descifrar.
Tuve mucho tiempo colgado sobre la pared principal de mi living esa pintura. Cuando uno entraba, era prácticamente la primera imagen con la cual se topaba. Pasaron años… un montón. Hasta que un día sentí que el cuadro no me hacía bien. Su negrura me agobiaba. No tenía espacio para guardarlo y le pedí al encargado que lo colocara en un depósito que había en un cuartito del último piso del edificio. Le rogué que estuviese allí hasta que lo yo se lo pidiese.
En el interín, en 1991 Alberto Girri se nos fue, y mi marido unos años después. Ocurrieron mil y una cosas. Hasta que, hace poco, ante una pregunta de Augusto Munaro acerca de Leonor Vassena, creí tener algo escrito sobre ella y, de buena fe, le comenté que lo iba a buscar. Pero no, habían sido tan sólo mis viejas ganas de hacerlo; en realidad, nunca había redactado nada sobre ella.
Siempre trato de rescatar a mujeres de la cultura relegadas, desvalorizadas u olvidadas, que por su talento se merecen un lugar y un reconocimiento. Entonces, decidí volver a esa vieja idea de dedicarle un texto a esa artista tan misteriosa. Quería recuperar también mi cuadro, ese “asilo” negro, volver a observarlo en detalle. Cuando lo reclamé, me informaron que la pintura ya no estaba, había desaparecido... El “mea culpa” me golpeó y, con toda razón. ¿Cómo pude abandonar así esa obra? Era imposible pensar que alguien hubiese robado una tela tan lóbrega, prácticamente negra, con un par de figuras grises. Y llegué a la conclusión de que seguramente se la habían llevado para robar el gran marco dorado y que luego se deshicieron de la tela.
Había perdido así lo único que tenía de Leonor Vassena y el gran regalo de Alberto. No tenía consuelo. Desesperada, me puse a buscar el catálogo de la exposición que había guardado entre unos libros de arte que tengo apilados debajo de la mesa ratona del salón. Saqué todos los tomos, varias veces. El catálogo tampoco estaba.
Me pasé unos cuantos días, revisando, además, toda mi biblioteca, libro por libro, revista por revista, por si lo había puesto en otro lugar… Nada.
Leonor no quiere que yo me inmiscuya en su vida, pensé, ya agotada y descorazonada. Y Alberto, tampoco. Es lo que me dije. Todas eran piedras en el camino. Imposibilidad tras imposibilidad.
Parecía el final de una novela mía, fantástica: Avatar.
Sin embargo, no me di por vencida. Comencé a hojear viejos álbumes de fotos de la época, cuando yo hacía reuniones en mi casa y el cuadro de Leonor estaba colgado en el living. Así encontré un par de fotos, donde la pintura aparece a medias o tapada por muebles o por las caras de mis invitados. Las rescaté. Eran y son la única prueba de que ese cuadro existió y de que fue mío por un tiempo, compartiendo mi vida y decorando nuestra casa.
Llamé a la galería Van Riel para ver si tenían archivados catálogos de las muestras de los años 60. Me dijeron que no, que entregaban todos los catálogos a los artistas de las respectivas exposiciones.
Me acordé entonces que una de las socias de Leonor Vassena en la galería El Taller era Nina Rivero, que había sido vecina mía aquí en San Telmo. Con Nina y Josefina Robirosa habíamos tenido una misma profesora de gimnasia con la que tomábamos clases las tres en el Parque Lezama en los años 80. Pero ella se mudó de aquí hace décadas y le perdí para siempre la pista.
En mis actuales pesquisas, hallé unas interesantes palabras que Nina había pronunciado tras la muerte de su amiga y socia: “Leonor salió de la pintura sin frustraciones y sin culpa. Directamente, no la necesitaba más. Así, entregada a una experiencia que no precisaba de manifestaciones, transcurrió casi los últimos cuatro años de su vida. Pocos meses antes de morir, volvió a pintar: pero entonces no pintó sino la luz”. A esa serie de cuadros pertenecían –no había dudas– las dos telas blancas y amarillas que me había ofrecido Alberto Girri y que yo descarté. Y esa época era la última, la que Alberto atribuyó a la supuesta perturbación mental de Leonor.
Para saber más, se me ocurrió llamar a gente que podía haberla conocido a la pintora. Le hablé a Guillermo Roux. Había visto algunas obras expuestas, pero no la había conocido. Me dijo que a Girri lo veía siempre solo. Claro, Leonor ya había muerto en 1964. Cuando le conté un poco lo que yo sabía de ella y de sus obras, Guillermo me dijo: “Es una pintora fantasma”. Excelente definición para este relato mío.
Como soy tenaz, seguí llamando a periodistas que podían acordarse de ella o de sus obras. Hablé con Jorge Cruz. Jorge sí me contó algo que para mí fue importante. Me dijo que la recordaba. Que era una mujer muy agradable, pero extraña. Que era como si escondiera algo. La había visto una sola vez tirándose a la pileta, en la casa de unos amigos . Que era interesante, atractiva, que guardaba en su memoria esa visión de su figura esbelta arrojándose a la piscina. Que había en ella “ algo parecido a Alejandra Pizarnik, algo similar, como si perteneciese a esos seres que podrían ser llamados los raros: es decir, sombríos por dentro, con algo un poco ausente”.
Asimismo, Cruz se acordaba que Leonor había ilustrado libro de poemas de Héctor Murena, Relámpago de la duración. También me enteré después de que había realizado ilustraciones para libros de Alfonsina Storni, Manuel Mujica Láinez e Italo Calvino.
Me puse a investigar un poco más, a bucear por todos lados, a recorrer librerías, y encontré un catálogo titulado Ilustres desconocidas, de una muestra en el Museo Provincial de Buenos Aires Emilio Petorutti de La Plata. Y también un libro de Claudio Iglesias, Genios pobres, editado por Mansalva, que le dedica un capítulo a Leonor Vassena.
En ese libro, unas líneas la retratan a la pintora y coinciden con la opinión de Cruz. Dice Iglesias: “Una chica del siglo XX es una chica de departamento, ilustradora o publicista, que aplica a la industria su capacidad para dibujar. Pero además es una chica casada, que comparte el departamento con un marido que la eclipsa, y que al fondo de todo, detrás de la ilustradora y de su trajín de esposa, mantiene entreabierta la vocación del arte. Leonor Vassena era una chica así: una chica con un secreto. Llegó del arrabal como una sombra para hacerse amiga de la intelectualidad de la metrópoli. Había nacido en 1924: un año moderno para nacer”.
De este modo logré juntar ciertas piezas del rompecabezas y armar un borrador de biografía que trataré de compartir aquí.
Leonor Vassena nació en Buenos Aires en 1924 (un misterio más: se desconocen el día y el mes; no podemos saber, por ende, el signo de su horóscopo, para deducir algún rasgo de su personalidad). Estudió Bellas Artes en Buenos Aires y luego fue alumna de Spilimbergo, quien la llevó a la provincia de Tucumán en 1946. Alli, en el Instituto Superior de Artes conoció a Gómez Cornet. En 1953 volvió a Buenos Aires.
La muerte de Leonor Vassena se produjo el domingo 16 de agosto de 1964. Fue velada en la Sociedad Argentina de Artistas Plásticos.
Aquí expuso ese año en la galería Viau; poco después una de sus obras participó en la Bienal de Venecia y en 1958 se va a Italia con una beca. Allí estudió en la Academia de Brera y tomó clases con Lucio Fontana en Milán. Luego aprovechó para viajar a París, donde quedó fascinada y marcada por la pintura del Aduanero Rousseau, que se suma así a su influencia anterior, la de Horacio Butler. Se casó con Alberto Girri ese mismo año (lo cual, según dicen las biografías, sucede en Buenos Aires a su regreso, pero según me lo contó Alberto personalmente, fue en Ginebra, durante esa estadía en Europa). A su regreso, sí, ambos se van a vivir al departamento de Viamonte 349 que yo conocí décadas más tarde: un dos ambientes interno, pequeño y austero. Leonor comenzó a hacer ilustraciones para la revista martinfierrista del crítico de arte Cayetano Córdova Iturburu. Simultáneamente, diseñó tapas para Ediciones Culturales Argentinas.
Al departamento de la calle Viamonte concurrían con frecuencia Susana Thénon, Alejandra Pizarnik, Julio Cortázar.
En sus comienzos, las pinturas de Leonor son sumamente interesantes con sus lunas, su vegetación tipo Rousseau, pero luego cambia completamente su estilo y empieza a pintar figuras diminutas en medio de grandes espacios que son también muy originales. En 1961, Romero Brest le otorga el premio Ver y Estimar.
Su amiga Susana Thénon, en su libro Edad sin tregua publica un poema “Tango”, escrito, como lo dice su epígrafe, “Ante un cuadro de Leonor Vassena”. El poema se refiere a la profunda impresión que le produce a la poeta una obra de Leonor que gira alrededor de la estética del movimiento y de la danza.
El 25 de mayo de 1963 , junto a otras dos amigas ( Niní Gómez Errázuriz de Paz y Nina Rivero), Leonor abre en la calle 25 de Mayo 758 “El Taller”, esa galería destinada a promover el arte ingenuo o naif. En dicha galería, expusieron juntos Manucho, Alejandra Pizarnik y Cortázar, también Cecilio Madanes (collages y juguetes), Roberto Plate, María Laura Schiavoni, Garabito. Una de las primeras expositoras de esa galería fue la peluquera-pintora ucraniana Ana Sokol, cuyo pequeñísimo local quedaba en las cercanías y a quien tuve el gusto de conocer en los años 60, llevada allí por un gran amigo mío, fotógrafo. Para una de las muestras de pintura de Ana Sokol en El Taller, Mujica Láinez escribió el prólogo al catálogo.
Hace horas, cayó también entre mis manos un texto de Daniela Rodi, museóloga, que escribió un ensayo acerca de Leonor Vassena después de trabajar en la organización de la pinacoteca del Museo Provincial de Bellas Artes Rosa Galisteo de Rodríguez de la ciudad de Santa Fe. Fue allí donde descubrió, en una sala de reserva, un cuadro de Leonor Vassena, titulado El hurón, que había sido donado por el Fondo Nacional de las Artes. A Rodi la atrae esa pintura y quiere darle un lugar. “Vassena fue una artista argentina vinculada a la pintura metafísica de los años 50 en la ciudad de Buenos Aires. Mi intriga crecía mientras la obra seguía sin tener una ubicación definitiva dentro de la pinacoteca. Admito que esta situación me estimuló a seguir buscando. De algún modo siento a El hurón muy cercano a la historia de muchos otros objetos que han sido desplazados de la historia”. Pasa el tiempo, pero al igual que yo, la búsqueda no la hace avanzar. Dice: “Deseo que El hurón se muestre. Comienzo a recolectar información sobre la artista. Consulto a varios amigos artistas por ella, si la conocen, si saben de su obra, si conocen a alguien que pueda brindarme más datos. Ninguno la conoce, pero todos se entusiasman por saber quién fue.” La museóloga asegura de que ante tanta incógnita seguirá indagando.
La muerte de Leonor Vassena se produjo el Domingo 16 de Agosto de 1964. Fue velada en la Sociedad Argentina de Artistas Plásticos, frente al Jardín de las Estatuas, rodeada de sus pinturas. Un año más tarde se le tributa un homenaje en la galería Van Riel con una muestra retrospectiva y la creación de un Premio con su nombre. A raíz de esa muestra, en la revista Primera Plana, aparece el siguiente texto: “No más de una docena de exposiciones alcanzó a presentar Leonor Vassena de su obra: desde la primera, en la galería Viau en 1953 hasta la que iba a ser la última, en Guernica, en el año mismo de su muerte. En Tucumán aprendió a dibujar seres aislados, a expresar en pintura las calidades del silencio y la densidad de la luz, esa búsqueda de algo que estaba más allá de la pintura y que ni siquiera su color (misterioso, alucinado) lograba alcanzar(…) La retrospectiva de Van Riel incluye, precisamente, las última piezas que pintó Leonor: acaso cumbres de inaccesibles montañas que se han vuelto pura luminosidad; acaso cristales en cuya glacial pureza arde, sin embargo, una llama apasionada”.
En un prefacio del catálogo de la exposición, D.J. Vogelman manifestó: “Que el designio del Premio Leonor Vassena no sea sino señalar un camino, el de proponer una apertura. Que la pintora ( con su curioso rostro triangular, sus ojos rasgados, su mentón inquisitivo) haya transitado por la plástica en esa dirección, es una inquietante sugerencia”.
Estaba por cerrar esta nota cuando se me ocurrió hablar con Sara Facio. Albricias. Sara sí la conoció personalmente y como artista. No fueron amigas, pero la veía casi todos los días en su galería El Taller, un subsuelo que quedaba cerca de la casa de la fotógrafa. Sara me cuenta que Leonor Vassena era una mujer cerrada, nada sociable, que no hablaba mucho con nadie. “Una persona secreta”, me dice (coincidencia total con otras opiniones). Cuando le pregunto por su aspecto, me dice que era femenina, que tenía cierto atractivo, no era linda, pero sí interesante, que parecía mayor que la edad que tenía. Que se vestía de una manera muy clásica y nada llamativa: pantalones y blusa o falda y blusa. Que con sus dos socias tenían un programa de televisión de la Galería El Taller y que una vez Sara Facio fue invitada al programa, como “fotógrafa de escritores”. Si bien Leonor era muy poco dada, parece que a Sara le demostró simpatía desde que se vieron en su galería y que siempre fue muy amable con ella.
“Yo me acuerdo de algunos de sus cuadros, no de ella” –me había dicho la última vez que hablamos Guillermo Roux–. “Había en esos cuadros no muerte, sino ausencia de vida”.
Sentí que esas conversaciones con Sara Facio, Guillermo Roux y Jorge Cruz me regalaron algunas frases, como chispas esenciales para aproximarnos a una mujer y a una obra extrañas, envueltas en el misterio, pero dignas de ser redescubiertas.
*Escritora y columnista argentina, nacida en Bucarest, Rumania. Autora de veintiún libros, editados en el país, los más recientes Alberto Girri: El asceta de la Poesía y Rosas del desierto (Vinciguerra, 2019). En estos días se acaba de publicar en Milán su libro en versión italiana Querido Cioran.Cronaca di un’amicizia (Criterion Editrice).