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Locura, amor y flores | Cómo comienza la novela que Yasunari Kawabata estaba escribiendo cuando se suicidó

Se publica por primera vez en castellano Dientes de león, la novela póstuma que el Premio Nobel de literatura estaba escribiendo al momento de morir.

Yasunari Kawabata
Yasunari Kawabata | Cedoc Perfil

El 16 de abril de 1972 se suicidó el escritor japonés y Premio Nobel de Literatura de 1968 Yasunari Kawabata, en un pequeño departamento, donde había abierto una perilla de gas, deprimido por la muerte de su amigo y colega Yukio Mishima, que había cometido seppuku menos de dos años antes. Dejaba atrás una obra literaria extraordinaria, con novelas como Lo bello y lo triste, El sonido de la montaña y Mil grullas, entre otras.

A la hora de morir, el premiado escritor estaba en la plenitud de sus capacidades literarias, al punto que estaba publicando por entregas, la hermosa novela Dientes de león, que quedó inconclusa y se editó póstumamente. Otra de las particularidades de la historia es que retoma el tema del amor y la locura, que el autor había trabajado también en su primer trabajo, el guión de una película muda llamada Una página de locura. Más de medio siglo después, la novela se publica por primera vez en castellano y con traducción directa del japonés. Aquí adelantamos las primeras páginas.

Yasunari Kawabata
Dientes de león, de Yasunari Kawabata.

Había muchos dientes de león a orillas del río Ikuta. Que hubiera tantos en la ribera decía mucho del carácter del pueblo: Ikuta era así, como una primavera llena de dientes de león. De sus 35.000 habitantes, 394 eran ancianos de más de 80 años.

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Solo había una cosa fuera de lugar en Ikuta: el manicomio. Pero quizá era lo propio de un psiquiátrico desencajar así con el entorno. Quien eligió construirlo ahí, en ese pueblo tranquilo, silencioso y gastado, debió de ser un genio, aunque, bien pensado, los males del espíritu no se curan solo porque el entorno sea pacífico. El loco vive en su propio mundo, distinto al real y específico a su locura, y eso no va a cambiar por mucho que cambie de paisaje. Era poco probable que el manicomio fuera tan eficaz como esperaban los familiares que ingresaban ahí a sus locos. La locura está más determinada por el individuo de lo que lo está la cordura, y no hay un remedio único para todos.

Los años tristes de Kawabata

Sin embargo, el encanto del pueblo, tan luminoso y cálido como los dientes de león, sí ayudaba a que los 20 familiares y allegados de los locos no sintieran que los habían abandonado y encerrado en uno de esos lugares tristes y crueles que tanto abundan. Cuando, después de haberlos dejado en el hospital en lo alto de una colina, bajaban por el camino que llevaba al pueblo bordeando el río, oían a lo lejos la campana de un templo. Era la voz de despedida de los locos que quedaron allá arriba en el hospital. Era el sonido del adiós que atravesaba el pueblo y el mar entero. Triste, pero no desquiciado. No sonaba como si fueran unos locos quienes tocaban la campana.

Así les había dicho el médico antes de que la madre de Ineko Kizaki y su novio Kuno salieran del hospital aquel día después de ingresarla:

—Cuando oiga la campana en el camino de vuelta, piense que es su hija quien la toca.

—¿Cómo? —preguntó la madre de Ineko sin entender nada.

—Las campanadas de las tres las dará hoy su hija.

—Ah…

—A los pacientes les encanta tocar la campana. Los llena de alegría. La tocan todos los días, tantas veces que no damos abasto. Aquellos que mejoran piden tocarla una última vez el día en que les damos el alta. A los que llegan nuevos les invitamos a que la toquen el primer día, si su enfermedad lo permite. Van acompañados de un enfermero, claro está, y en general es raro que estén tan graves como para verse físicamente incapacitados. En el caso de su hija, los síntomas son leves.

—Sí.

—También pensamos que quizá el hecho de tocar la campana pueda tener algún efecto terapéutico. Es algo que no podemos demostrar, porque a diferencia de los médicos de cabecera o los internistas, nosotros nos encontramos con pacientes que mejoran y después empeoran súbitamente sin que podamos saber por qué. Pero algunos de nuestros especialistas jóvenes creen poder identificar el estado de los pacientes según su forma de tocar la campana.

—Ah…

—Lo que sí sabemos con certeza es que los pacientes expresan algo a través de las campanadas, como si estas fueran su voz. Quizá sea un eco que viene de las profundidades de su corazón.

—Hmmm… —Kuno asintió y miró al médico sin demasiada convicción.

—Los pacientes ingresados aquí están aislados del mundo exterior. Pero las campanadas que dan traspasan las paredes del hospital y llegan hasta el pueblo de Ikuta. Sean ellos conscientes o no, lo cierto es que se comunican con el pueblo a través del sonido de la campana. Dicho de otra manera, transmiten así su existencia.

—Qué triste —dijo la madre de Ineko.

—¿Triste? No, no tiene por qué serlo —respondió el médico—. Los habitantes de Ikuta no saben quién toca la campana, ni creo que se lo pregunten. Para ellos, las campanadas simplemente dan la hora, y como es algo que ocurre todos los días, seguramente hayan incluso olvidado que quienes la tocan están mal de la cabeza. Nadie se detiene a escuchar las fluctuaciones en las campanadas o cómo a través de ellas los pacientes intentan expresar 22 lo que guardan en sus corazones. Al fin y al cabo, es solo un sonido que marca el tiempo. Eso sí, todo el mundo sabe que aquellas son las campanadas del Hospital Ikuta; forman parte del pueblo.

—…

—Antes, en el templo, daban las campanadas dos veces al día, a las seis de la mañana y a las seis de la tarde. Como los pacientes disfrutaban tanto tocando la campana, le pedimos al ayuntamiento permiso para tocarla cinco veces al día: a las seis y a las diez de la mañana, a las tres y a las seis de la tarde, y por último a las nueve de la noche. No creo que haya muchos pueblos en los que se dé la hora cinco veces al día. Hubo gente que se opuso a las de las nueve de la noche, pero comprendieron que no es más que una reverberación sosegada y pacífica que ayuda a los pacientes a dormir, de modo que nos lo perdonaron.

La madre y el novio de Ineko otearon el pueblo desde la entrada del hospital.

—¡Qué pueblo más tranquilo y agradable! Seguro que de un lugar así no surge nadie con esa enfermedad tan rara como es la ceguera de cuerpo —dijo la madre.

—Ciertamente, su hija tiene una enfermedad muy atípica —respondió el médico—. Es la primera vez que recibimos a una paciente con ceguera de cuerpo en este hospital.

Crónica de una lealtad imprevisible

El Hospital Ikuta estaba en el recinto del templo Jōkōji, un templo modesto y bastante envejecido que si permitió que construyeran un sanatorio en su terreno debió de ser por pura desesperación. Ahora parecía más 23 bien que el templo formaba parte del hospital y no al revés. Los pacientes no solo tocaban su campana; aquellos que no eran propensos a la violencia o a escapar también se paseaban por sus jardines libremente y se adentraban a su antojo en el pabellón principal para hacer manualidades o cosas por el estilo.

Por ejemplo, el anciano Nishiyama, que se comportaba como si fuera el dueño del hospital, extendía a menudo un papel sobre el tatami del pabellón principal del templo y escribía en él unas letras grandes. Como no era fácil conseguir papel de caligrafía en ese lugar, utilizaba periódicos viejos. Casi siempre escribía los mismos ocho kanji:

仏界易入 魔界難入*

Y a continuación, los leía: «Entrar en el mundo de Buda es fácil. Entrar en el mundo de los demonios, no».