Desde que la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano los puso de moda, los talleres de crónica periodística enseñan que las mejores armas para construir un relato se encuentran en la ficción. Cómo contar una historia es un saber propio de la literatura, pero el qué, el asunto de la narración, parece encontrarse en el campo del periodismo: desde Los suicidas (1969), de Antonio Di Benedetto, a Titanes del coco (2015), de Fabián Casas, y desde Diario de la Argentina (1984), de Jorge Asís, a Redacciones cautivas (2014), de Horacio González, la literatura argentina contemporánea explora al periodismo como tema de ficción y reelabora circunstancias tan problemáticas como su desempeño durante la última dictadura o el impacto de la digitalización en los procesos de producción.
Desde fines del siglo XIX, cuando los escritores encontraron en la prensa un medio de sustento, la literatura construyó una mitología del periodismo ligada a la bohemia, a la vida noctámbula y a un oficio que se aprende en la práctica y por la transmisión oral de los mayores. Los diarios y las revistas fueron virtualmente escuelas de disciplina donde aprender las virtudes de la concisión y la claridad, y también donde contrabandear los primeros textos. Con la urgencia del horario de cierre surgió una escritura bajo presión como punto de encuentro entre la crónica y la ficción, que Roberto Arlt sintetizó en un célebre pasaje del prólogo a Los lanzallamas: “Escribí siempre en redacciones estrepitosas, acosado por la obligación de la columna cotidiana”.
Sombras, nada más… (1984), la última novela de Antonio Di Benedetto, se publicó en un contexto donde ese imaginario comenzó a ser desplazado por nuevas representaciones del periodismo. Bajo la figura del periodista Emanuel D’Aosta, el personaje central de la obra, no es difícil observar la del propio autor en una amarga revisión de su propia experiencia en Mendoza, hasta su detención por la dictadura militar. El núcleo de Los suicidas –una investigación periodística del suicidio– evoca a su vez la historia personal, desde que “en la rama paterna de mi familia imperaba el drama: suicidios repetidos en todas las etapas”, como declaró Di Benedetto.
El mismo año se publicó Diario de la Argentina, la “novela irresponsable” de Jorge Asís que descubrió “la lucha por el poder que se daba en el interior del Gran Diario”, en alusión a Clarín, donde trabajó entre 1976 y 1982. Según la evocación de Asís en Memorias tergiversadas, fue un libro por el que pagó un precio alto: la expulsión de la literatura argentina.
“Diario... trata sobre el ejercicio del periodismo durante la ‘dictadura’. Sin concesiones a la heroicidad. Desventuras personales de varios periodistas. Años en los que creó con mayor libertad interior que nunca”, escribió Asís. Horacio González revisa otro aspecto del período en Redacciones cautivas: la colaboración periodística con los militares. La competencia entre los periódicos El Heraldo y Creencias, cada uno alineado con un sector del poder, reedita en la ficción la que se planteó entre La Opinión, en manos del Ejército después de la detención de Jacobo Timerman, y Convicción, el periódico que publicaba la Marina.
Los escritores que toman el periodismo como tema suelen aclarar que los personajes y lugares “corresponden al orden de la ficción”, como advierte Tomás Eloy Martínez en El vuelo de la reina (aunque su historia tiene evidentes correlaciones con sucesos del menemismo). Pero cualquier semejanza con referencias históricas no suele ser producto de la casualidad: en Partes de inteligencia (1987), novela de Jorge Asís que aborda el periodismo entre fines de la dictadura y comienzos de la democracia, Martínez Roca, el Catalán, y el diario La Mañana sugieren al entonces influyente Jesús Iglesias Rouco, el Gallego, y La Prensa; Saint Ettiene a Alejandro Sáez-Germain (1944-1997), “un periodista precisamente extravagante, lector permanente de Céline” y figura destacada en las memorias orales de la época; el petiso Aragonés a Luis María Castellanos (1943-2005), a quien Asís defiende de la condena social que recibió por haber colaborado con el almirante Emilio Massera.
Vitaca, el protagonista de Partes de inteligencia, es “un frío y desapasionado analista político que utilizaba una información inquietante” y se desmarca de “los lujosos periodistas intelectuales”, que gozan de reconocimiento y prestigio a fuerza de firmar declaraciones por buenas causas, “como tantos demócratas súbitos que ahora ponían las caras por televisión”. La ficción puede ser un lugar para la crítica del oficio.
Humo en la cocina
Diario de la Argentina introdujo también el tema de la traición en los relatos sobre el periodismo. Asís dijo que había sido un “libro suicida”, con personajes ficticios tan reconocibles como Sofía Basualdo de Alcalde (Ernestina Herrera de Noble) o Mauricio Papito Aizemberg (Marcos Cytrimblum, jefe de redacción). En Titanes del coco, la primera frase que el protagonista escucha del jefe de redacción, Ricardo Robinson, es una advertencia en ese sentido: “Si me traicionás sos boleta”.
En Redacciones perdidas (2009), Claudio Zeiger relaciona el tema de la traición con un imaginario que rodea al periodismo. Un anhelo secreto de quienes conocen esos espacios, dice uno de los personajes, “consiste en desear escribir la Gran Revelación sobre el mundo de las redacciones, convertirse en el gran traidor de la vida interna de, por ejemplo, un gran diario, una corporación”. Sin embargo, “quien lo haga, quien descubra los secretos, se vuelve un desgraciado”. El narrador es consciente del riesgo, pero tampoco acepta el silencio: “No hay que traicionar. Hay que ser prudente. No hay que contar la cocina. Pero quien vive metido en la cocina anhela salir a la luz del jardín, al aire libre”.
En El vuelo de la reina, Tomás Eloy Martínez alude en principio a la traición a través de la ironía –“las traiciones cometidas contra la sintaxis de los hechos y contra el silencio de lo no sucedido” supone una crítica al periodismo– y luego en términos dramáticos: la traición amorosa de Reina Remis, la joven redactora de la que se enamora el director de un diario, desata una venganza desmesurada. En Titanes del coco, el juramento tácito de fidelidad se produce alrededor de un proyecto que el jefe de redacción prepara con un grupo de elegidos para la competencia con otro medio. Fabián Casas retoma una dimensión mítica tradicional: la redacción como un ámbito de iniciación que excede al oficio periodístico y se proyecta al mundo y a la literatura; el derecho de piso como un rito verificado en la asignación de las tareas más pesadas y el veto a la firma; el periodista inexperto como portador de una mirada que redescubre un funcionamiento estandarizado. La primera frase de la novela es un guiño para los veteranos: “Todavía se fumaba en los diarios”.
Los relatos de Periodismo (2010), de Sonia Budassi, traman un ciclo de experiencia desde la incorporación al mundo de los medios hasta la elección de un retiro voluntario. Nada para hacer introduce a una estudiante de Periodismo del interior que hace una pasantía en Telenoche: la pelea con una amiga prefigura la competencia en un ámbito donde prevalece el individualismo. Sí quiero, la crónica de un seguimiento a Carlos Tevez, exaspera esa situación en el periodismo deportivo: “Donde creí tener amigos y alianzas, encontré traiciones y mezquindades”, dice la narradora.
Un mundo incorregible
La foto de Salvador Benesdra profundamente dormido sobre un escritorio de Página/12 puede ser un icono del periodismo anterior a internet y a la digitalización, un ámbito con máquinas de escribir, teléfonos fijos y cuadras pobladas por trabajadores. Los cambios en los modos de producción modificaron la fisonomía de las redacciones y tienen también su lugar en la ficción.
La culpa del corrector (2000), novela de Manuel López de Tejada, transcurre en la redacción de un diario de provincia –alude a La Capital, de Rosario– a partir de la llegada de una consultora española que, entre otras sugerencias, propone la eliminación de los correctores. Las razones empresariales entran en conflicto con la conciencia –exaltada hasta el absurdo– que los correctores tienen de su oficio: “Soy un representante del Purgatorio. Las palabras se precipitan sobre mí para aligerar su carga, para entrar puras en su destino final”, dice el protagonista.
Para los personajes de La culpa del corrector el trabajo es una cruzada, porque el mundo está lleno de errores que nadie advierte o a los que no se les da la importancia que tienen. A punto de ser reemplazados por un programa de computadora, sienten que no son reconocidos: padecen un oscuro anonimato, soportan la tiranía de los periodistas que les achacan las torpezas de su redacción y se apropian de los logros de la corrección, y bajo la conciencia del fracaso añoran “los tiempos en que los correctores eran verdaderas autoridades”.
En Mato y olvido (2015), una novela inspirada en el crimen de María Soledad Morales, Daniel Ares pone en tela de juicio la investigación periodística, tal como es jerarquizada en la práctica. Antes de que se hablara de las fake news, el problema de la verdad –considerado como una construcción que puede ser solo el rumor que suena más fuerte o que mejor se ajusta a los prejuicios– y la condena social y el humor público como factores determinantes –“la sed que no mata la justicia suele calmarse con la venganza”, dice el protagonista– son también temas centrales en la reflexión corrosiva que plantea la ficción.
Si bien recibió el premio Alfaguara de novela, El vuelo de la reina es un libro menor dentro de la obra de Tomás Eloy Martínez quizá por la concepción de su protagonista, un personaje tan poderoso como despojado de carisma. La experiencia del autor se trasluce en observaciones que valen como una poética: Camargo, el director del diario, les pide a sus periodistas que sigan “la línea donde se encuentra el mundo de fuera con el adentro de cada uno”; el lenguaje “es el estanque donde las personas reflejan lo que son”; en periodismo no hay malos entendidos, “solo hay malas y buenas intenciones”.
“Siempre pensé que las redacciones están llenas de fantasmas. Flotan entre los vivos y los muy vivos, y los que parecen a punto de morir; andan electrizados de tantos chispazos y golpes de adrenalina como hay en las redacciones, las de ayer y las de hoy”, escribe Claudio Zeiger en Redacciones perdidas. El protagonista de Titanes del coco, álter ego de Fabián Casas, recién llegado a la redacción “pensaba que el periodismo era una profesión extraordinaria”. Las ficciones del oficio se sostienen entre esos extremos.
Pequeños héroes miserables
Narradora, ensayista y poeta, directora de la revista digital Boca de sapo, Jimena Néspolo (Buenos Aires, 1973) es autora, entre otros libros, de Ejercicios de pudor. Sujeto y escritura en la narrativa de Antonio Di Benedetto (2004), un texto de referencia sobre la obra del escritor mendocino. También estuvo a cargo, con Julio Premat, de la edición de Cuentos completos (2006).
—¿Cuál fue el proyecto de Di Benedetto con “Sombras, nada más…”, si se puede reconstruir tal cosa?
—Sombras, nada más… es una novela de final de proyecto o de cierre, realizada de un modo paradójico –muy al estilo dibenedettiano–, porque es un cierre que abre o deconstruye: ahí donde otrxs escritorxs se coronan como piezas indiscutibles del panteón literario con textos autobiográficos o memorialísticos construyendo un yo experiencial pleno, él opta por la hibridización de los géneros a través de un narrador que se revela y a la vez se oculta, crea zonas francas de identificación con el autor pero a la vez se desvanece en el onirismo o el absurdo buscando el “olvido” –que es la palabra que cierra el libro–. El contraste crea un efecto de lectura disruptivo muy perturbador, que fue leído en su momento de manera dispar. Frases, escenas, circunstancias, personajes del texto reenvían efectivamente a los cuarenta años de oficio periodístico de los que Antonio Di Benedetto siempre se enorgulleció: “Le prometo, señor, quiero decir, le aseguro, que no lo he soñado: dejé de ser niño y me hice periodista”, leemos allí.
—¿Cómo se compadecen el interés de Di Benedetto con cuestiones como los sueños y el absurdo, por un lado, y por otro la atención hacia la cotidianeidad de lo periodístico?
—Di Benedetto concibió el oficio periodístico como una labor de servicio hacia los demás, como cronista o subdirector del diario Los Andes siempre orientó su quehacer con la misma brújula: el deber de brindar información con la mayor objetividad posible. Me gusta recordar la manera en que se definió como periodista porque también fue el mejor antídoto que encontró para contener ese egotismo que, si bien es indispensable para elaborar una gran obra, puede terminar atentando contra ella. A la pregunta sobre qué es un periodista, responde: “Es un tipo que tiene una manía de servicio para los demás… Somos una especie de pequeños héroes miserables al servicio de los demás”. El escritor y el periodista conviven en él, entonces, para mantener a raya las taras, para desafiarse y para recordarse mutuamente que en la creación está todo permitido, salvo claudicar.
A la guerra con un tenedor
Mato y olvido, la novela con que Daniel Ares (Buenos Aires, 1956) ganó en 2015 el premio Extremo Negro de novela negra, reconoce como punto de partida la historia de María Soledad Morales. No solo el caso –aunque la ficción lo reinterpreta, contradice la versión oficial y agrega otros elementos– sino también la cobertura periodística, de la que Ares participó como cronista y que es objeto de una crítica implacable a través de su álter ego, Miguel Nogueira, el protagonista.
“Me vi obligado a instalar la novela en una era precibernética, sin celulares ni internet –recuerda Ares–. Había algo que yo precisaba utilizar que era la precariedad de medios con que se trabajaba entonces, el hecho de no tener a veces otro recurso que dictar la nota por teléfono o utilizar un télex o quedar incomunicado”.
—“La gente no quiere una novela, la gente quiere saber quién es el asesino”, le dice el jefe de redacción a Nogueira. ¿Fue tu experiencia?
—Te lo decían todo el tiempo cuando investigabas: “No la compliques, es blanco o negro”. No había tiempo, tampoco. Cuando compra una revista, la gente quiere algo rápido, fast food, algo para leer en diez minutos y opinar en la sobremesa, en la oficina, en el subte. Un argumento para sostener lo que dice sin ningún argumento. Por eso el público de izquierda compra diarios de izquierda y el público de derecha, diarios de derecha. Se trata de tocar la canción que el público quiere escuchar. La gente no quiere la verdad; si la quisiera, la buscaría y no perdería el tiempo buscando donde no la va a encontrar. Yo decía que nos mandaban a la guerra con un tenedor. Es así, vas a una pelea desigual, a encontrar la verdad en 48 horas.