Hubo en los últimos días algunas voces dedicadas a extraer ciertas conclusiones sobre el 1º Congreso Argentino de Cultura realizado por el Gobierno a fines del mes pasado. Entre ellas está la del músico y director teatral Luis González Bruno. Impulsado por un artículo del escritor Enrique Fogwill en La voz del interior, Bruno se lanza a afirmar que arte y cultura deben transitar, de manera obligada, caminos separados: “Toda obra de arte se opone a la estrategia general de la cultura que consiste en normalizarla, suavizarla, hacerla digerible para el anaquel o la biblioteca”.
Más allá de la simpatía que pueda despertar un planteo por el estilo, es evidente que, a esta altura, resulta difícil compartirlo. El “arte”, le guste a Bruno o no, ha sido cooptado por la cultura –en el sentido que él le da: el mercado cultural– hace ya un largo tiempo. No se trata de ninguna novedad: el propio sistema no puede funcionar de otra manera que convirtiendo al arte en una mercancía como cualquier otra. Siempre podrán existir los márgenes, lo mínimo inaprensible. Pero el verdadero desafío es el de jugar el juego con las armas disponibles. En este sentido, el hecho de que el Gobierno haya organizado un congreso de cultura no es en sí una decisión impugnable. El problema está, una vez más, en el cómo y el para qué. ¿Se podrá poner en tensión, inquietar, problematizar en un congreso de cultura oficial? Por qué no.
Ya lo dijimos: una de las falencias más evidentes del evento fue la ausencia de artistas e intelectuales. Existe otra recomendación, con vistas al próximo congreso del 2008: evitar, como sucedió a partir de la segunda jornada en Mar del Plata, que tienda a transformarse en un mitín partidario (para que, entre otras cosas, homenajes como el dedicado a Leonardo Favio no termine siendo una excusa para proyectar sólo los pasajes de su filmografía en los que brilla la figura de Juan Domingo Perón).
¿Qué debiera asegurar un congreso de cultura? Antes que nada, la discusión. No hubo en Mar del Plata intercambio entre expositores y público, ni debate entre los propios miembros de las mesas. No tendría que pasar inadvertido: pautar una proyección que interese a una buena parte de la sociedad, evitar la endogamia, exceder los márgenes de la burocratización. Sobre todo: exigir propuestas concretas a los disertantes. Muchas de las exposiciones estuvieron por debajo del nivel esperado. No es casualidad que la mesa más interesante haya sido la de “Promoción de la lectura y rol actual de las bibliotecas”, en la que Horacio González reflexionó sobre la mutación del lenguaje y el futuro de las lenguas nacionales, y Mempo Giardinelli invitó a reformular las bibliotecas populares para convertirlas en lugares luminosos y amplios, sin restricciones de horarios, más parecidos a clubes que a púdicos monasterios medievales.
Por el momento queda claro que para el gobierno actual la cultura es más un medio que un fin en sí mismo. ¿Podrá este tipo de foros convertirse alguna vez en algo más que un encuentro para rendir cuentas de gestión y proclamar buenas intenciones? Está por verse. Tal vez dentro de dos años la “a” minúscula omnipresente en carteles y afiches ya no remita –como decodificó con ironía el periodista Emilio Perina– a las llamativas “ausencias” del congreso, y se convierta en una “p” de “presencias”. O, sobre todo, de “pluralismo” y “pensamiento”.