DOMINGO
libro

Dar la vida por la patria

En la búsqueda de un nombre a los soldados NN.

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Frente a un nuevo aniversario del 2 de abril, Esquirlas en la memoria de Editorial Marea, es una crónica nunca contada de un grupo de ex combatientes y familiares de caídos en Malvinas que se propusieron identificar a los soldados sepultados sin nombre en el Cementerio de Darwin. | pablo temes

La antena del radar oscila. Silenciosa, se mueve simétricamente de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, y barre la misma geografía: un terreno rocoso, dominado por estepas achaparradas, pastizales y turberas. El equipo está montado sobre un trípode hecho para soportar el rigor del clima y conectado por cables a un receptor que traduce lo que detecta hacia el frente. El sistema consiste en un monitor pequeño y varios controles, apoyados sobre una voluminosa caja plástica. Desde la cima del monte Longdon, el conscripto Carlos “Chicho” Amato controla el acceso noroeste de la isla Soledad, mientras la tarde del 11 de junio se apaga.

Amato es uno de los nueve soldados del Regimiento de Infantería Mecanizado (RI MEC) 7 “Coronel Conde” que integran el grupo del radar a cargo del suboficial Roque Antonio Nista. Se asentaron en el frente de la Primera Sección de la Compañía B a fines de mayo, cuando el mayor Carlos Carrizo Salvadores, segundo jefe de la unidad, los mandó a llamar para detectar los avances de las Fuerzas Armadas británicas.

El radar, un Rasit francés de vigilancia terrestre, lleva días en el mismo lugar y es la primera vez que aparece una formación en el ángulo inferior izquierdo del monitor.

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Amato tiene la imagen memorizada por el miedo y está seguro de que eso no estaba. Quien le ordenó la barrida fue el subteniente Juan Domingo Baldini, jefe de la Primera Sección de la Compañía B.

El día anterior, Baldini los había reunido en “la olla” del Longdon y les había contado de la llegada del papa Juan Pablo II al continente. En un ininterrumpido monólogo, el oficial les había dicho que el ataque era inminente. Para el soldado, aquellas palabras sonaron a sentencia de muerte.

Desde el semicubierto ubicado en el exterior de la posición de Nista, Amato observa la pantalla. Está convencido de que algo en la imagen se modificó y se lo comunica al jefe de grupo.

Eso no estaba –indica el conscripto, señalando el margen inferior izquierdo del monitor, mientras Nista observa.

–No pasa nada –responde el militar.

–Pero, mi suboficial, eso no estaba –insiste el joven.

¡Andá y decile que no pasa nada! Eso son ramas que se mueven.

Amato no tiene argumentos para contrarrestar la sentencia de Nista, quien, a fin de cuentas, está capacitado en el uso del equipo. Es un soldado que durante el Servicio Militar Obligatorio (SMO) estuvo en comisión permanente en el Círculo de Suboficiales del Ejército (Cirse), haciendo tareas administrativas y de limpieza, y cuya instrucción en el manejo del radar fue de un día y medio antes de cruzar a las islas. Sin embargo, lleva casi dos meses abocado a detectar los avances de las Fuerzas Armadas británicas e intuye que algo no marcha bien.

Desconcertado, va en busca de Baldini y, siguiendo la orden de Nista, le dice que está todo bien.

Cuando regresa a la posición que comparte con el soldado Domingo Chamorro, Amato se siente terriblemente cansado y débil. Lleva noches durmiendo mal a causa de los repetidos ataques. Está seguro de que el turno del Longdon llegará pronto.

Al igual que el resto de la tropa argentina en el frente, Chicho se ha ido consumiendo por la falta de víveres.

Hace días que lo único que ingieren es medio jarro de una sopa que no tiene ni el olor de la carne. No así los superiores, quienes siempre se quedan con las mejores raciones y acaparan latas de carne, botellas de whisky, chocolates y cigarrillos.

Movidos por la necesidad de comer, varios soldados se las han ingeniado para conseguir alimentos: buscarlos en las casas de los isleños que quedaron deshabitadas; escabullirse al pueblo para comprar en los comercios con los pocos pesos argentinos que tienen; pedirles a los compañeros de otras secciones, compañías o regimientos; tomarlos de las carpas de los oficiales o suboficiales, o lanzarse a la caza de ovejas y patos. A esa altura, poco les importa ser descubiertos y castigados. No pueden pensar en otra cosa que no sea comer.

La respuesta de oficiales y suboficiales frente al hambre y el agotamiento de los jóvenes conscriptos suele ser la degradación y el suplicio. Con el pretexto de castigar e intimidar a los soldados que se proveen alimentos y, por extensión, al resto de la tropa, los atan de pies y manos, sujetándolos a estacas clavadas en el piso, y los cubren con un paño de carpa que les impide la visión. Inmovilizados sobre el fango helado, quedan expuestos a la crudeza del clima e, incluso, a los bombardeos británicos. La tortura se extiende por horas, hasta llevarlos al borde de la muerte por congelamiento.

A algunos, también los entierran hasta el cuello en la turba malvinera. A otros, los obligan a sumergir las extremidades en charcos de agua helada.

¿Quién es el enemigo? ¿Acaso los oficiales y suboficiales no tienen la obligación de custodiar y cuidar a los soldados? ¿Cómo esperan que enfrenten a los británicos si apenas pueden mantenerse en pie? Mientras aguarda en su posición a que sean las 22.30 para relevar al soldado Ricardo Herrera en el radar, Amato vuelve a sentir que está condenado a muerte.

Cuando faltan quince minutos para su turno, un griterío infernal irrumpe en la noche. Los alaridos de las tropas británicas se entremezclan con el estruendo de las granadas y el chisporroteo de las bengalas. Los dos paños de carpa que cubren la entrada son lo único que lo separa del exterior.

Por primera vez desde que llegó a Malvinas, Chicho siente que perdió la fe. Piensa en sus padres y lo embarga el recuerdo de los rostros serios de Eugenia y Vicente, sentados a la mesa de la cocina, con los ojos pegados a la carta de convocatoria. Desde ese agujero en el infierno, se despide del mundo.

Armamento defectuoso

El soldado Luis Aparicio es apuntador de bazuca, pero el cañón de 90 milímetros que tiene a cargo no funciona. Lo sabe desde antes de salir de la unidad militar, por el número de serie. Estuvo toda la colimba en la sala de armas del Regimiento de Infantería 7 y esa pieza de artillería hace tiempo que dejó de andar. Hizo todo lo que estuvo a su alcance para que se la cambiaran antes de salir, pero los superiores no lo escucharon o no quisieron hacerse cargo de las deficiencias técnicas.

Lo enviaron a Malvinas con un armamento defectuoso y lo asignaron a la Primera Sección de la Compañía B. Sus compañeros de pozo son Juan Andreoli y Juan Stella. 

A unos metros está la posición de los conscriptos Ernesto “Beto” Alonso, Jorge Mártire y Jorge Suárez, donde se ubica una ametralladora MAG. Juntos, custodian el frente por donde se espera que ataquen los británicos.

Con el tiempo, fueron llegando refuerzos: la Primera Sección de la Compañía de Ingenieros 10, una sección de ametralladoras 12,7 milímetros de Infantería de Marina y, por último, el grupo del radar.

Aparicio se siente agotado. Hace semanas que los soldados padecen la falta de alimentos. Tampoco reciben cartas ni encomiendas. A eso se añade que los ataques aéreos y navales se volvieron más frecuentes y particularmente densos sobre los puestos de comunicaciones y las posiciones donde están las armas pesadas. Con cada estampido sordo de los cañones navales, los músculos se le tensan. Casi de inmediato, escucha el silbido característico y espera, con los dientes apretados, el impacto. Tras unos minutos que parecen eternos, vuelve el silencio. Entonces, comprueba que está vivo y respira aliviado.

Durante las pausas de fuego, Aparicio y Andreoli conversan sobre sus vidas antes de la guerra e imaginan su regreso.

Hablan de lo que comerán cuando vuelvan a sus casas y de las novias que los esperan. Es un ritual que comparten para escapar, aunque sea por un rato, de la realidad que los acecha. Esos pensamientos llenan el aire del pozo la noche del 11 de junio, cuando se escuchan las primeras explosiones.

Carne de cañón

Desde chico, Fabián Passaro cree que lo peor que le puede ocurrir es ir a una guerra. Ese sentimiento creció durante la colimba. Y ahora que está en Malvinas, sabe que él y sus compañeros son carne de cañón. El joven es músico y un pacifista a ultranza que, salvo en algún partido de fútbol, jamás se peleó. Como otros soldados, en el Servicio Militar Obligatorio aprendió a hacer algunas cosas de fuego, pero no está entrenado para combatir. Es consciente de que no son una fuerza capacitada para sostener un conflicto de la magnitud y las características del que se lleva a cabo, contra un enemigo con experiencia y poder militar superiores.

Pese al miedo, Passaro tiene la conciencia tranquila, porque no se borró. Junto con Gustavo “el Ñato” Córdoba y Juan Carlos “el Cabezón” Arrieta, está a cargo de un cañón 105 milímetros que, según le escucharon decir al cabo primero Darío Ríos, no funciona. Además, la pistola ametralladora PAM que le dieron se traba al disparar.

Tampoco el equipo individual es el más apto para las condiciones ambientales de Malvinas. Cuando en Puerto Argentino hay nubes bajas, el monte Longdon queda dentro de una masa gris. Como eso ocurre casi a diario, viven mojados y congelados, porque la llovizna es permanente y no tienen forma de secarse. El frío les sube por los pies, siempre húmedos, porque el agua se filtra por las costuras de los borceguíes de cuero.

Al bajo nivel de capacitación de las tropas argentinas y los grandes déficits en materia de alimento, abrigo y armamento, se suman los tormentos padecidos a manos de los propios superiores. Todo eso hizo que el ánimo en el frente se volviese sombrío al poco tiempo de haber llegado a las islas. Passaro advierte que quienes se deprimen terminan mal.

Por eso se siente afortunado de compartir posición con el Ñato y el Cabezón, porque entre los tres se contienen y no se dejan caer.

La noche del 11 de junio, el soldado finaliza su turno de guardia y vuelve al pozo. Lleva un rato conversando con sus compañeros, cuando escucha los primeros gritos. Después, todo se sucede a gran velocidad. Apenas tiene tiempo de pensar en el armamento que quedó en el cañón, a 50 metros de ahí, cuando advierte que los ingleses caminan por encima de su posición. Lo único que puede hacer es quedarse quieto y esperar que no descubran la entrada. 

“Muertos vivos”

En el momento que se niega a robar comida para el cabo primero Remigio Díaz, responsable del grupo de apoyo al que pertenece, Alonso se convierte en el blanco de sus hostigamientos. La situación empeora cuando el soldado se suma al grupo de la cocina, junto con los conscriptos Felipe De Luca, Alberto Medina, Ricardo Barreto y Darío González.

Los jóvenes se las rebuscan para guisar lo poco que les suministran, más algo que consiguen, en dos cilindros de treinta litros que apenas alcanzan para una ración diaria.

Una tarde fría y húmeda de principios de junio, Alonso oye los gritos de Díaz que lo llama, pero no tiene intención de salir de la carpa que comparte con Mártire para averiguar qué quiere. Afuera, el viento sopla inclemente y la temperatura es extremadamente baja. Al rato, Suárez se acerca para avisarle que el suboficial lo busca. Alonso se niega a ir, porque no está en su turno de guardia. Suárez intenta hacerlo cambiar de opinión, pero rápidamente comprende que es en vano insistir y se marcha.

Pasados unos minutos, el soldado oye que alguien se acerca a su posición.

– ¡Levántese, Alonso! – ordena el cabo primero, arrancando los paños de la carpa.

El conscripto siente una mezcla de impotencia y bronca que no reconoce como propia. Los ojos se le llenan de lágrimas de rabia, mientras discute en un tono cada vez más acalorado con el suboficial. En medio de la verborragia de insultos, Alonso tantea la pistola 9 milímetros que llevaba en el correaje, pero algo lo hace detenerse en seco y preguntarse qué hace. Aprovechando la distracción, el cabo primero le pone las manos encima y empieza a zamarrearlo.

–¿Qué pasa acá? ¿Qué pasa Díaz? – interrumpe Baldini, que llega alertado por el griterío con un grupo de soldados.

Alonso da un paso atrás y se queda en silencio, temeroso del posible castigo.

–Nada, nada. Ya está– responde el cabo primero.

–A ver, venga Alonso.

El conscripto sabe que no puede fiarse del jefe de la Primera Sección. Lo ha visto estaquear al soldado Donato Gramisci por proveerse comida, mientras él acapara raciones de combate en los bolsones portaequipo que tiene alrededor de su carpa. Sin embargo, Alonso estuvo en su grupo durante la colimba y eso le da cierta confianza. Además, en el último tiempo han tenido un diálogo frecuente por el tema de los alimentos.

–¡Este tipo me tiene podrido! ¡Quiere que le afane comida cuando cocinamos! –  suelta el soldado cuando llegan a “la olla”.

Contrariamente a lo que el conscripto espera, Baldini parece entender el punto de conflicto y lo deja ir sin sancionarlo.

Durante el tiempo que no está en el grupo de la cocina ni de guardia en la ametralladora MAG, Alonso suele visitar las posiciones de sus compañeros. Con Dante “Poroto” Pereira son amigos de la infancia y con Andreoli desde sexto grado. Esos vínculos, sumados a otros que forjó durante la colimba, son su refugio durante los momentos críticos.

Es también gracias a esa familiaridad que percibe, más allá del evidente deterioro físico, el menoscabo en el espíritu de Pereira e intenta levantarle el ánimo con sus charlas. Pero su amigo está muy desmejorado y preocupado por su familia y, en especial, por su madre.

La mañana que el soldado Héctor Rolla, de Infantería de Marina, amanece convulsionando de hipotermia, Alonso siente que llegaron a un punto de no retorno. Ninguno de los superiores parece alarmarse por el destino del joven que se contrae de forma violenta sobre una caja de municiones, a metros de su carpa, y que morirá unas horas más tarde.

Testigo de su agonía, Alonso ruega que ocurra algo que ponga fin a ese mal sueño demasiado real: “Que se pudra todo o que me caiga una bomba, pero que se termine. Por favor, que se termine, porque somos muertos vivos”.

La tarde del 11 de junio el grupo de la cocina prepara un mate cocido con agua sucia y unas cucharadas de leche en polvo para calentar el estómago de la tropa, aunque más no sea por un rato. Hace días que no reciben víveres y prácticamente agotaron sus reservas. Cuando terminan de repartir el brebaje, empieza una nueva alerta. Una de las bombas cae a metros de Alonso, que no tiene tiempo de reaccionar, y la onda expansiva lo arroja hacia atrás. Aturdido, se levanta y atina a zambullirse en la trinchera de Passaro. Tarda unos instantes en comprender las palabras de sus compañeros, que resuenan lejanas y le llegan tamizadas por un zumbido agudo y penetrante.

Tan pronto como los aviones británicos se alejan, los soldados dan aviso a Baldini de lo ocurrido y el oficial manda a buscar un médico para que lo examine. Al rato, llega el soldado médico Jorge Risso y sugiere llevarlo al Puesto Socorro para inyectarle un calmante. Con la ayuda de Suárez, recorren los 500 metros hasta la posición, que se ubica junto al Puesto Comando.

– Esta noche se queda acá. ¿Trajo la bolsa de rancho? –le pregunta el sargento Rolando Spizuoco, responsable del Puesto Socorro, después de aplicarle el sedante.

– No. Jorge, ¿me la traés? – le pide Alonso a su compañero, que asiente en silencio–. Y fijate que hay unas galletitas. Esas quedátelas vos.

Suárez agradece el gesto y sale arrastrándose hasta la boca del pozo. Después de unos minutos, regresa con el saco donde su compañero guarda sus elementos de rancho, que consisten en un plato, una cuchara, un cuchillo, un tenedor, un jarro y una marmita.

Son casi las 20 cuando Risso y un segundo soldado médico empiezan a preparar un churrasco de cuadril con puré. Alonso los observa atónito.

“¿Querés?” lo convida Spizuoco cuando se disponen a cenar.

Es una oferta que el soldado no piensa rechazar.

Después de comer, Alonso se quita el casco y el correaje donde lleva su pistola y una granada. Por último, se saca los borceguíes. Mientras termina de acomodarse en la camilla improvisada sobre el suelo, piensa que esa noche no tendrá que levantarse a hacer guardia. El calmante hizo su efecto y está a punto de quedarse dormido, cuando afuera se desata un infierno de disparos y explosiones.

(…)

Deudas

El Plan de Proyecto Humanitario (PPH) permitió devolver la identidad a 121 combatientes argentinos, y que sus familias supieran dónde descansan sus restos.

Al momento de publicar este libro, todavía falta identificar a cinco de los caídos exhumados en el PPH 1. También hay familias cuyas muestras de ADN no coinciden con los perfiles genéticos obtenidos de las tumbas analizadas. Y en algún lugar tienen que estar. ¿Dónde están esos cuerpos? Esa es la pregunta que se hacen, entre otros, los familiares y amigos del soldado del Regimiento de Infantería 7, Omar Aníbal Brito, caído en la batalla de monte Longdon y visto sin vida por su compañero José Antonelli.

Por otro lado y al igual que en el caso de la fosa colectiva C.1.10, la sepultura B.4.16 no fue analizada en el PPH 1, que se limitó, como señalamos antes, a las tumbas con la leyenda “Soldado argentino solo conocido por Dios”. Sin embargo, desde la remodelación figuran ahí los nombres de cinco personas.

Tras el resultado obtenido en el Plan de Proyecto Humanitario 1 y 2, en enero de 2022 Argentina le solicitó al CICR que actuara como intermediario neutral para asistir en la identificación de los restos inhumados en la tumba B.4.16.

En febrero de 2022 el entonces canciller Santiago Cafiero reiteró personalmente el interés argentino ante el presidente de la Cruz Roja, quien transmitió su compromiso y plena disposición para seguir adelante con la iniciativa de identificación.

Asimismo, en febrero de 2022 se presentó una nota a la Embajada británica en Buenos Aires informando la intención del Gobierno argentino de celebrar los entendimientos necesarios para implementar el Tercer Plan de Proyecto Humanitario (PPH 3) y avanzar en los casos pendientes.

El 15 de marzo de 2022, el Reino Unido respondió la nota expresando su beneplácito en relación con la propuesta argentina.

A través de la intermediación del CICR, comenzaron las negociaciones de los instrumentos requeridos para esa tarea. Se esperaba que esos documentos fueran firmados hacia mediados de diciembre de 2022, con el objetivo de desarrollar las actividades en el terreno durante el primer semestre de 2023. Según el entonces secretario de Malvinas, al comienzo la negociación evolucionó favorablemente, pero durante el último trimestre de ese año, Gran Bretaña empezó a plantear dilaciones y acabó por postergar, de forma unilateral, la firma del acuerdo para el PPH 3, prevista para el 16 de diciembre de 2022.

El Gobierno argentino volvió a insistir en enero y febrero de 2023, sin obtener una respuesta favorable por parte del Reino Unido.

Unilateral-bilateral

En el marco de su participación en la Cumbre de Cancilleres del G20 de 2023, el entonces canciller argentino, Santiago Cafiero, se reunió con su par del Reino Unido, James Cleverly, para informarle que el Gobierno daba por finalizado el Comunicado Conjunto del 13 de septiembre de 2016, conocido como “Foradori-Duncan”, y sus efectos.

Motivaba esa decisión el hecho de que Argentina había buscado colaborar en asuntos concretos, como vuelos, conservación y preservación de recursos pesqueros, y actividad científica en la Antártida, pero la disposición demostrada no había sido respondida de manera recíproca por Gran Bretaña. Por el contrario, el Reino Unido había realizado “actos unilaterales” y se había negado a reanudar las negociaciones de soberanía.

Durante el encuentro, que tuvo lugar el 2 de marzo de 2023, en Nueva Delhi, Cafiero propuso reiniciar la discusión por la soberanía de las Islas Malvinas y realizar una primera reunión entre ambos países en la sede de Naciones Unidas, en Nueva York, en el marco de la Resolución 2065 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, que había instado a ambos países a negociar para encontrar una solución pacífica a la disputa de soberanía.

El funcionario argentino destacó la voluntad de “dar continuidad a la relación bilateral” en todas las áreas en las que se habían registrado avances y en las que se habían planteado cursos de acción sin divergencias, poniendo especial énfasis en la continuación de las acciones humanitarias de identificación de los soldados argentinos caídos en el Conflicto del Atlántico Sur.

Dilaciones

Cuando Luisa Paz visitó el Cementerio de Darwin en 1991, llevó una placa de mármol con el nombre de su hijo y la colocó en una tumba que no estaba identificada. Con los años, en la sepultura A.1.7 apareció una lápida con el nombre de Ramón Ordoñez. A su hermana Lita eso le generó dudas, porque a la familia no se le había entregado nada relacionado con él. Además, en el informe del coronel británico Geoffrey Cardozo, al que accedió años después de la guerra, figuraba que en esa tumba se había inhumado un cuerpo sin identificar.

Tras la muerte de Luisa, el deseo de Lita de conocer la verdad la llevó a dar su muestra de ADN en 2018. El cruzamiento con los perfiles genéticos obtenidos de las tumbas exhumadas en el PPH 1 y 2 fue excluyente. Los restos de Ramón no estaban en ninguna de esas sepulturas.

Lita no se conformó con esa respuesta y siguió golpeando puertas, hasta que el Gobierno argentino se comprometió a solicitar la exhumación de la tumba que llevaba el nombre de su hermano. Pero hasta la publicación de este libro, la reticencia británica impidió su concreción.

Las dilaciones de los ingleses también imposibilitaron la visita oficial a Darwin de los deudos que habían participado de las primeras etapas del proceso y no habían podido ir en los viajes previos. Tras reiterados intentos, el 9 de septiembre de 2023, doce familiares de los caídos identificados en el Segundo Plan de Proyecto Humanitario tomaron el vuelo regular de Latam que hace escala en Río Gallegos, acompañados de un equipo interdisciplinario de seis personas, integrado por funcionarios de Cancillería, el Ministerio de Justicia y DD.HH., y la Comisión de Monumentos y Lugares Históricos, un representante del EAAF y un médico, para rendir homenaje a sus seres queridos.

Pasaron más de cuarenta años de la guerra de Malvinas y, sin embargo, todavía estas deudas persisten, como esquirlas en la memoria. Mientras existan estos impedimentos para el cumplimiento del derecho internacional humanitario y no prime el diálogo, se les seguirá debiendo la verdad y la Justicia a las víctimas, sus compañeros y familiares.

 

☛ Título: Esquirlas en la memoria

☛ Autoras: Gabriela Naso y Victoria Torres

☛ Editorial: Marea
 

Datos  de las autoras

Gabriela Naso es licenciada en Periodismo por la Universidad Nacional de Lomas de Zamora (UNLZ) y magíster en Periodismo Documental por la Universidad Nacional de Tres de Febrero (Untref). 

Como periodista de investigación y realizadora audiovisual, se especializa en temas de Derechos Humanos y Malvinas. 

Victoria Torres estudió Letras en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). 

Es docente titular en el Seminario de Romanística de la Universität zu Köln, Alemania. Entre sus temas de investigación ocupan un lugar destacado la representación literaria de las guerras y la guerra de Malvinas.