DOMINGO
libro

El poder de la información

¿Crisis o metamorfosis de la democracia?

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La rebelión del público, de editorial Interferencias es un texto clásico y profético que busca sentar las bases para un renovado entendimiento de los impactos de las nuevas tecnologías y las redes sociales (Facebook, Twitter, TikTok, etc.) sobre la política, el Estado y la autoridad. | JUAN SALATINO

Puede existir una conexión entre las universidades online y las insurgencias seriales que, entre el ruido mediático y la sangre derramada, han sacudido al Medio Oriente árabe? Sostengo que sí, y que es fácil expandir la lista de conexiones improbables: incluye la cada vez más rápida entrada y salida de compañías del S&P 500, la muerte de las noticias y de los periódicos, el fracaso de los partidos políticos establecidos, el avance imperial en todo el globo de Facebook y Google, y la propagación casi universal del teléfono celular.

¿Debería este enredo de conexiones extravagantes importarle a alguien? Solo a quien le importe cómo es gobernado. La historia que estoy por contar se ocupa ante todo de una crisis de esa monstruosa máquina mesiánica: el gobierno moderno. Y solo a quien le importe la democracia, porque una crisis gubernamental en democracias liberales como los Estados Unidos no puede sino implicar al sistema en su conjunto.

Ya se pueden escuchar voces que profetizan el apocalipsis con cierta alegría. Yo no soy un profeta. Entre las ideas que defiendo en este libro está aquella según la cual el futuro es, y debe ser, opaco, incluso para el observador más brillante.

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
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Pensemos en la CIA y el colapso de la Unión Soviética en 1991, o en la Reserva Federal de los Estados Unidos y la implosión de Lehman Brothers en 2008. Desde el momento en que mañana ya no se parece a ayer, estamos aturdidos y confundidos. La brújula con la que navegamos la existencia se resquebraja. Estamos perdidos en altamar.

Pero podemos hablar sobre el presente. Creo que se puede demostrar que un orden social viejo y anquilosado está agonizando mientras escribo estas palabras, uno enraizado en las jerarquías y convenciones de la sociedad industrial. Dado que ningún sustituto ha aparecido en el horizonte, deberíamos, como turistas que vuelan hacia lo desconocido, ajustar nuestros cinturones y esperar turbulencias por delante.

 

La información es fresca, ¿por qué explotó?

Llegué a estos temas por medio de un rodeo. Estaba interesado en la información. La palabra, admitámoslo, es vaga, el concepto es elusivo. La teoría de la información encuentra “información” en la anomalía, la desviación, la diferencia, en cualquier cosa que separe la señal del ruido. Pero no era eso lo que me interesaba.

Los medios de comunicación eran mi punto de referencia. Como analista de eventos globales, obtenía mi materia prima de analizar los periódicos y los informes televisivos de todo el planeta. Eso era lo que yo consideraba información. Creía también que el tipo de información presente en los periódicos y la televisión era sinónimo de conocimiento, por lo que más información era siempre mejor. Esto era ingenuo de mi parte pero, si se me permite decirlo, resultaba comprensible. Cuando el mundo y yo éramos jóvenes, la información era escasa, y por lo tanto valiosa. Cualquiera que pudiera echar luz sobre, digamos, las relaciones entre Rusia y Cuba valía su peso en oro. En este contexto tenía sentido desear siempre más.

Algo curioso ocurre con las fuentes de información en condiciones de escasez: se vuelven autoritativas. Un siglo atrás, si un académico quería estudiar los temas de discusión pública en los Estados Unidos podía encontrar la gran mayoría en las páginas del New York Times. No era exactamente un escenario de “todas las noticias que se pueden imprimir”, pero ofrecía una proporción suficientemente grande de los temas publicados, de modo tal que en la práctica no había muchos incentivos para buscar más allá. Precisamente por tener casi un monopolio sobre la información vigente, el New York Times parecía una fuente autoritativa.

Hace cuatro décadas, Walter Cronkite terminaba sus transmisiones en CBS Nightly News con la frase “y así han sido las cosas” [and that’s the way it was]. Pocos espectadores consideraban extraordinario que el choque y el caos de miles de millones de vidas humanas, viviendo en miles de ciudades y organizadas en docenas de naciones pudiera capturarse en tres o cuatro informes, mayormente visuales, que en conjunto no duraban más de treinta minutos. No tenían ningún acceso a lo que faltaba: las otras cadenas reportaban las mismas noticias, aunque de modo menos majestuoso. Cronkite fue votado como el hombre más confiable de América. Sospecho que fue porque se veía y hablaba como el tío rico al que los niños de la familia deben escuchar para recibir las lecciones de vida más redituables. Cuando dudó sobre la Guerra de Vietnam, ondas de choque sacudieron los palacios de mármol de Washington. Cronkite emanaba autoridad.

Me tomó tiempo liberarme de mi formación académica y profesional, pero finalmente me di cuenta de que la información no era solo una materia prima a ser explotada para el análisis, sino que tenía una vida y un poder propios.

La información tenía efectos. El primer efecto significativo que percibí tenía que ver con las fuentes: a medida que aumentaba la cantidad de información disponible al público, la autoridad de cada fuente en particular se reducía.

La idea de una explosión o sobrecarga de información data de la década de 1960, lo que en retrospectiva parece enternecedor. Estas preocupaciones expresaban una nueva angustia acerca del avance del progreso, y ponían en duda la fe ingenua, que yo mismo había compartido, en que los datos y el conocimiento fueran lo mismo.

Incluso en ese momento el problema estaba enmarcado por elites incómodas: en la medida en que cada vez más informes publicados escapaban al control de fuentes autoritativas, ¿cómo podríamos distinguir la verdad del error? O, en una vena más siniestra, ¿cómo distinguir la investigación honesta de la manipulación?

La información comenzó su verdadera explosión en la década de 1990, en un principio más por la televisión que por internet. La televisión, que durante años había estado restringida a uno o dos canales en unos pocos países desarrollados, se convirtió en un símbolo de la civilización, y fue escrupulosamente propagada por gobiernos y corporaciones a lo largo del mundo. Luego vinieron el cable y la mucho más invasiva televisión satelital: CNN (fundada en 1980) y Al Jazeera (en 1996) transmitían noticias las veinticuatro horas del día. Un residente de El Cairo, que en los ochenta solo podía contemplar aburrido uno de los dos canales estatales que mostraban todo el tiempo a Mubarak, tenía en el 2000 acceso a más de cuatrocientas estaciones nacionales e internacionales.

Películas norteamericanas, que exhibían el enfoque hollywoodense sobre el sexo, llovieron sobre países de temple puritano como Arabia Saudita.

Los usos comerciales del correo electrónico se desarrollaron hacia fines de la década de 1980. El primer servidor de la world wide web se encendió en la Navidad de 1990. El mp3, destructor de la industria musical, llegó en 1993. Los blogs aparecieron en 1997, y Blogger, el primer software gratuito para bloguear, estuvo disponible a partir de 1999. Wikipedia comenzó su notable evolución en 2001. La red social Friendster se lanzó en 2002, seguida por MySpace y Linkedin en 2003, y ese estruendoso tiranosaurio rex, Facebook, en 2004. Para 2003, cuando Apple introdujo iTunes, ya había más de tres mil millones de sitios web.

Desde el principio del nuevo milenio quedó claro, para cualquiera que quisiera verlo, que habíamos ingresado en un orden informacional sin precedentes en la experiencia de la especie humana. Puedo cuantificar esa última afirmación. Muchos de nosotros –analistas de acontecimientos– estábamos fascinados por la magnitud del nuevo paisaje de información, y nos preguntamos si a alguien se le habría ocurrido medirlo. Mi amigo y colega Tony Olcott se encontró (en internet, por supuesto) con un estudio diseñado por algunos investigadores muy ingeniosos de la Universidad de California, en Berkeley. Dicho brevemente, estas personas tan inteligentes aspiraban a medir, en bits de datos, la cantidad de información producida en 2001 y 2002, y comparar el resultado con la información acumulada desde tiempos anteriores.

Sus descubrimientos fueron asombrosos. Se había generado más información en 2001 que en toda la existencia previa de nuestra especie sobre la Tierra. De hecho, las cifras de 2001 duplicaban el total precedente. Y 2002 duplicaba la cantidad presente en 2001, al agregar cerca de 23 exabytes de información nueva, el equivalente aproximado de 140 mil colecciones de la Biblioteca del Congreso de los EE.UU. El crecimiento de la información había sido históricamente lento y aditivo. Ahora era exponencial.

Algunas mentes poéticas han intentado conjurar una metáfora adecuada para esta extraña transformación. Explosión transmite el carácter repentino y violento del cambio. Sobrecarga interpela a nuestra reacción mental aturdida. Luego tenemos la trivial y obvia inundación y la extremadamente poco atractiva manguera hidrante. (…)

Sobre cómo Walter Cronkite se convirtió en Katie Couric, y la audiencia pasó a ser el público

¿Cuál fue el carácter del cambio impuesto por esta fuerza cataclísmica, este tsunami, a medida que arrasó con nuestra cultura y nuestras vidas? Esa fue la pregunta C.I. Un preludio para una época turbulenta que se nos planteó a los interesados en los medios, la investigación y el análisis. Algunas respuestas parciales se me presentaron antes de que yo pudiera captar el panorama general.

Desde un punto de vista profesional, advertí que limitar mi búsqueda de evidencia a las conocidas fuentes autoritativas implicaba ignorar un número casi infinito de nuevas fuentes, cualquiera de las cuales podía ofrecer material decisivo para mis conclusiones. Pero incluso con la llegada de Google y la búsqueda algorítmica, me resultaba humanamente imposible explorar ese conjunto casi infinito de nuevas fuentes de una manera que no fuese sumamente superficial. Cualquiera fuese el modo en que llevaba adelante mi investigación, cualesquiera fuesen las fuentes que elegía, quedaba siempre en un estado de incertidumbre –una condición permanente para el análisis bajo estas nuevas reglas–.

La incertidumbre es un ácido corrosivo para la autoridad. Una vez que se pierde el monopolio de la información, lo mismo ocurre con la confianza. Cada declaración presidencial, cada evaluación de la CIA, cada informe de investigación de un periódico importante adquirió de repente un aspecto arbitrario, y pareció estar fundado sobre preferencias morales antes que sobre el rigor intelectual. Cuando las pruebas a favor y en contra tienden al infinito, una nube de sospecha sobre el uso selectivo de datos se posa sobre cada juicio autoritativo.

Y la sospecha opera en las dos direcciones. Los defensores de los medios masivos acusaron a una audiencia cada vez más pequeña de ser selectiva con sus fuentes para esconderse en una acogedora burbuja de información: un reporte diario personalizado para cada uno.

Desde muy temprano, la ola de nueva información expuso la pobreza y artificialidad de lo establecido hasta entonces. La discusión pública, por ejemplo, estaba limitada a unos pocos temas que eran de interés de elites más formadas. La política ejercía su dominio despótico sobre la esfera pública, en especial la política de escala nacional, con una obsesión especial por el Poder Ejecutivo. La ciencia, la tecnología, la religión, la filosofía, las artes visuales: salvo cuando se conectaban con algún asunto político, estas cuestiones de vital importancia solo obtenían silencio por toda respuesta. En el mismo sentido, una obra de teatro mediocre, que unos miles habían visto, recibía reseñas de críticos con pretensiones literarias, mientras que un juego de computadora de sofisticación deslumbrante, al que millones de personas jugaban, no era siquiera registrado.

La medida de la importancia dada por la atención del público reflejaba los gustos de las elites. En cuanto los recién llegados de las fronteras digitales comenzaron a desplazar a las elites, nuestro sentido de lo importante se fracturó siguiendo los límites de innumerables intereses de nicho.

El impacto de la competencia procedente de sectores tan inesperados y carentes de autoridad dejó al negocio de las noticias en un estado de desorientación terminal. Mencioné más temprano la acusación de irresponsabilidad cívica dirigida contra los consumidores que dejaban de serlo. Volveremos a encontrar estas acrobacias retóricas: ser empujado a la extinción no solo como algo negativo, sino como algo moralmente condenable, incluso a veces (como en el caso de la industria musical persiguiendo a sus clientes) algo criminal. Aun así, los medios informativos no se resistieron a dormir con el enemigo. Hoy en día, por ejemplo, los blogs más populares están asociados con los sitios web de periódicos, mientras que el muro de pago del New York Times exhibe discretamente orificios que pueden ser penetrados por medio de las redes sociales.

Estas relaciones nos plantean la pregunta de qué cosa son las “noticias”. La respuesta obvia: las noticias son eso que el negocio de las noticias vende. En el pánico actual para aferrarse a algún resto de audiencia, esto puede querer decir cualquier cosa. En la portada del viejo y gris Times puedo toparme con un artículo informal sobre la fritura con gas propano. CNN se regodea con horas de aire sobre una novia fugitiva. El tono profesoral de Walter Cronkite, el tío rico de los Estados Unidos, se pierde en la historia, y se ve reemplazado por el estilo de la madre exporrista encarnada por Katie Couric.

Una razón por la que la idea de “periodismo ciudadano” nunca prosperó es que contenía una confusión fundamental sobre lo que se espera de un periodista profesional, además de producir contenido como una vaca lechera.

Ninguna parte del negocio de noticias sufrió una destrucción más humillante a manos del tsunami que el diario de noticias, que un siglo atrás había sido el formato original con el que ganar dinero vendiéndole noticias al público. Una confesión: crecí leyendo los diarios. Durante la mitad de mi vida, esta parecía ser la manera natural de adquirir información. Pero esto era una ilusión basada en condiciones monopólicas. Los diarios eran empresas industriales de la vieja guardia. Las plantas de publicación estaban organizadas como fábricas. “Todas las noticias que se pueden imprimir” en realidad quería decir “todo el contenido que entre en una cantidad predeterminada de páginas”.

Fundamentalmente, el diario era un paquete extraño de cosas distintas, desde pronunciamientos gubernamentales e informes políticos hasta consejos para esposas infelices, resultados de boxeo, tiras cómicas, muchísima publicidad y el horóscopo del día siguiente.

Los periódicos tenían pretensiones tácitas que colapsaron bajo la presión del tsunami de información. Pretendían, por ejemplo, exhibir autoridad y certezas. Pero el empaquetamiento resultó ser un error fatal, porque pronto quedó claro que habíamos entrado en un gran C.I. Un preludio para una época turbulenta, período de desenmarañamiento, y que la marea de la revolución digital hervía y se agitaba contra estos agrupamientos artificiales. Los “desagregaba”, es decir, los rompía en pedazos.

 

☛ Título: La rebelión del público

☛ Autor: Martin Gurri

☛ Editorial: Interferencias
 

Datos del autor 

Martin Gurri es un escritor e investigador en el campo de la geopolítica y el cambio social en el Mercatus Center de la George Mason University. 

Estudioso de las grandes mutaciones sociales y su vínculo con las disrupciones tecnológicas, se dedica a seguir el pulso global de las rebeliones políticas en curso.

Anteriormente trabajó como analista de la CIA investigando sobre análisis de medios de comunicación.