DOMINGO
libro

El virus que nunca se fue

Cómo el coronavirus trastocó el mundo entero.

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En Humano virus, de ediciones Godot, Renata Salecl recuerda los inicios del covid y cómo se modificaron las relaciones sociales. | JUAN SALATINO

Desea festejar su cumpleaños desde el cómodo asiento de su auto? ¿Tal vez prefiera organizar su boda, la cena de Nochebuena o alguna otra celebración en el parking? En tiempos de pandemia, aparecieron en el mundo nuevas empresas especializadas en este tipo de fiestas. Hasta el peinado se puede mejorar con un peluquero drive-in. No hace falta salir del auto en absoluto para comprar comida, medicamentos, sacar dinero del cajero automático o hasta comprar un ramo de flores. Incluso han vuelto los cinematógrafos al aire libre. La capital de Lituania, Vilna, transformó en autocine una simple pista de aterrizaje.

Si resulta difícil trabajar en casa por los gritos de los niños, podemos transformar el auto en oficina. Compramos por internet una mesa portátil que se coloca sobre el volante y un aparato especial de café expreso para automóviles, y hasta un frigobar que, de ser necesario, cambia su función a calentador de alimentos. Los especialistas del trabajo en el auto recomiendan ubicarlo frente a la casa (si es que tenemos casa propia, por supuesto), o frente a la biblioteca pública, para conectar la computadora a la red, si el teléfono no nos permite trabajar con gran cantidad de datos.

Con el nuevo coronavirus, el automóvil se ha transformado en la jaula más preciada. En él estamos a salvo del peligro de la propagación del virus, y a la vez podemos salir y eludir la fastidiosa cuarentena en casa. Si hasta hace poco aún fantaseábamos con un futuro con el menor número posible de automóviles individuales y la mayor oferta posible de medios de transporte público, la pandemia volvió a poner el automóvil en el podio como medio de transporte imprescindible. En Estados Unidos, la gente solía comprar autos sin ir a verlos o probarlos, del mismo modo que hoy compramos ropa y tantas otras cosas por la web. En Israel, el 34% de los consultados expresó que en el futuro usará más a menudo el automóvil. Solo podría disuadirlos la instalación de un sistema de pago para el ingreso al centro de la ciudad, como existe en Londres.

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Durante la pandemia, la televisión estaba llena de publicidad de autos. Algunos avisos intentaban persuadir a los compradores de que en condiciones adversas es necesario ser independiente, otros subrayaban la seguridad, y otros insinuaban que en tiempos de crisis hay que saber qué es de veras importante.

Al comienzo de la pandemia, los expertos estadounidenses en publicidad recomendaron a los vendedores de automóviles que dejaran de usar los viejos anuncios que ofrecían distintos descuentos o subrayaban la gran diversidad de elecciones posibles, y que interpelaran a los potenciales compradores con mensajes que ofrecieran ayuda. El lema del anuncio debía ser: “En tiempos de crisis estamos junto a ustedes”. O también: “Ayudamos a la comunidad”. De modo que los asesores de marketing sugirieron a los comerciantes de automóviles que sus empleados comenzaran a distribuir alimentos entre quienes no podían salir de sus domicilios, que fueran a la farmacia en lugar de los ancianos o que ayudaran a la comunidad de algún otro modo. Si por un lado existía la convicción de que justamente el auto propio podía protegernos del virus, por el otro crecía el temor de que por causa de la crisis económica comprar automóviles no fuera exactamente una prioridad para los consumidores. Pero podía suceder, que en adelante, alguno recordara que un vendedor de automóviles le había traído comida cuando su movilidad estaba limitada y que después, cuando decidiera comprar un auto, primero acudiera a ese mismo vendedor.

En Estados Unidos, los publicistas de otros tipos de anuncios también se adaptaron rápidamente. Antes de la pandemia, la publicidad de Kentucky Fried Chicken afirmaba que sus pollos eran tan buenos como para chuparse los dedos, y los vendedores de cerveza destacaban que su bebida era la clave de toda buena reunión de amigos, pero durante la pandemia esos avisos cambiaron por otros que subrayaban el amor a distancia, por ejemplo, con la ayuda de un bocado de chocolate Hershey o en un hogar cómodamente equipado con el amoblamiento de Ikea. El sector automovilístico de Motor City, como se conoce a la ciudad de Detroit, incluyó en su spot publicitario el texto “Cuando el motor se detiene”. Los espectadores miran las calles vacías de Detroit mientras la voz en off les dice que la gente no se ha detenido por temor, sino por amor.

Cuando se suspendió la circulación de los medios de transporte público, el auto resultó para muchas personas un medio de transporte indispensable que les permitía ir a sus lugares de trabajo o salir de compras, pero, además, durante la restricción de la libre circulación, se volvió también un objeto vigilado. En los países en que se restringió mucho la libre circulación de la población, con cada restricción aumentó el número de personas que fotografiaban las patentes de los autos que se encontraban en zonas “prohibidas”, o que llamaban a la policía si algún conductor era sospechado de haber infringido la cuarentena. En Eslovenia, un hombre que durante la circunscripción al desplazamiento dentro de la comuna se cruzó por unas horas a la comuna vecina, para hacer algo en su casa de fin de semana, recibió la visita de la policía en el lapso de una hora. Para su gran sorpresa, se enteró de que la policía había recibido no una, sino siete llamadas para denunciar su infracción.

En uno de los estacionamientos eslovenos, un auto tenía detrás del limpiaparabrisas una hoja grande de papel con la leyenda: “¡Usted está infringiendo las normas! El ciudadano Franci”. La dueña del automóvil empezó a pensar qué era lo que había hecho mal. Había ido de compras a dos grandes tiendas de alimentos que compartían el estacionamiento, tenía el barbijo puesto y guantes en las manos. En ambas tiendas, había respetado la distancia recomendada entre compradores. Como estaba en un estado de embarazo avanzado, se había cuidado especialmente de estar el menor tiempo posible dentro de la tienda. El registro de patente de su automóvil indicaba que venía de una comuna vecina, pero la vivienda de esta persona estaba en la comuna donde se encontraba de compras.

La gravosa advertencia en el parabrisas hizo pensar a la mujer, que tal vez, un ciudadano la había observado a escondidas en la tienda. Tal vez esta persona consideraba que una embarazada no debía ir de compras en tiempos de crisis. Quizás solo vigilaba el estacionamiento y marcaba con su advertencia sin prisa y sin pausa a todos los autos que tenían patentes de otras comunas.

El virus que provocó la pandemia no es solo un agente, a la vez vivo y muerto, algo que se multiplica solo cuando encuentra un huésped, sino un fenómeno que ha cambiado en forma radical las relaciones entre las personas. Por eso, el sociólogo estadounidense Alexis Shotwell dice que el virus es en realidad, una relación y que, cuando por causa del virus se anuncia la pandemia, pasamos al campo de las relaciones sociales. La disposición de las restricciones empieza a formar no solo nuestra relación con el virus, sino también con nosotros mismos y con nuestros conciudadanos. Shotwell advierte que hasta cierto punto es comprensible la reacción de los estados, que comienzan a cerrar las fronteras e intentan circunscribir el virus fuera de las fronteras del país; el problema está en que la lógica del cierre y la restricción lleva rápidamente a prácticas de vigilancia, policiales, que dan la sensación de que con el riguroso cierre de la frontera y la restricción a la libre circulación se puede dejar a la gente “mala” fuera de la frontera, y así evitar que se afecte a la “buena” gente fronteras adentro. Así se forma una cierta relación policial con el propio virus, que pronto comienza a practicar la gente misma, cuando llama a la policía si los vecinos tienen una fiesta, o cuando exige que se encierre a quienes amenazan la salud de los demás. Las personas que ya de por sí son a menudo objeto de persecución en las fronteras por parte de la policía, y los gendarmes pronto se transforman ellas mismas en policía.

 

No estamos todos en el mismo barco

Al comienzo de la pandemia, se habló mucho de que todos estábamos en el mismo barco y de que todos éramos iguales ante el peligro que representaba el virus. A ello contribuyó también el hecho de que unas cuantas estrellas del espectáculo, dirigentes políticos e incluso miembros de la nobleza enfermaron de coronavirus. Cuando los medios empezaron a escribir sobre el contagio de Tom Hanks, el príncipe Carlos y el premier británico Boris Johnson, daba la impresión de que el virus no distinguía entre ricos y pobres. Pero rápidamente se reveló que en la mayoría de los países enfermaban los pobres en mayor proporción. En Estados Unidos, el virus asoló con fuerza descomunal en la población negra y originaria, y ambos grupos están entre los habitantes más pobres del país. El acceso a los servicios de salud y a los testeos, la posibilidad de aislarse o la necesidad de salir a trabajar influyeron fuertemente en quién enfermaba y quién sobrevivía. Los barcos en los que estábamos eran muy distintos. Unos estaban en botes inflables perforados y otros, en yates. Los ricos que atravesaron la cuarentena en yate, sin duda, esperaban que los pobres salieran de todos modos de sus botes inflables y vinieran a trabajar para ellos. Y estos últimos muchas veces no tenían otra opción.

Junto a esa mezcla de ricos y pobres, apareció el debate de quién contagiaba a quién. En Estados Unidos, algunos ricachones se atrincheraron en sus propiedades lejos de la civilización. Antes de la oleada de ricachones, en esos lugares no había demasiados contagios. Y pronto el virus comenzó a extenderse en los pueblos pobres. Los habitantes de esos pueblos no podían permitirse dejar de trabajar como personal de servicio en las casas de los ricos, y estos últimos no se preocuparon demasiado por haber traído el virus a cuestas al llegar a sus fincas.

En Italia y Francia, también hubo gran enojo hacia los ricos de la ciudad que al comienzo de la pandemia se mudaron a sus casas de campo. Los ricos no tardaron en encontrarse con la confrontación abierta, incluso con pancartas: “No nos traigan sus virus” o “Regresen a sus ciudades y llévense el virus con ustedes”.

En Francia, las columnas de las escritoras Leïla Slimani y Marie Darrieussecq provocaron un gran enojo; describían la vida cotidiana en sus casas de fin de semana en la zona rural de Francia. En Le Monde, Leïla Slimani escribió que disfrutaba del bello entorno natural, que se despertaba mirando las montañas junto a sus hijos y les decía que estaban viviendo una especie de versión de La bella durmiente. Del mismo modo, Marie Darrieussecq escribió en Le Pointe acerca de la belleza del paisaje natural alrededor de su casa de veraneo; agregaba que al llegar había ocultado su auto con patente parisina en el garaje y se movía con un auto destartalado de patente local para no hacer enojar a los habitantes del pueblo. Las dos escritoras jalonaron sus relatos con fotografías del intocado paisaje natural que se veía desde sus domicilios de cuarentena. Cuando también muchos otros ricachones comenzaron a publicar en Instagram las fotos de sus residencias de fin de semana, en las redes sociales francesas se desató una andanada de críticas. En respuesta, los franceses pobres empezaron a publicar fotografías de los muros y casas en decadencia que se veían desde sus pequeños departamentos de ciudad y comenzaron a escribir en blogs sobre la vida familiar en unidades habitacionales de unos pocos metros cuadrados.

 

El virus no hizo una declaración de guerra

El filósofo camerunés Achille Mbembe dice que el virus se transformó en un arma. Cuando salimos de casa, puede atacarnos o podemos pasárselo a otros. Así que todos somos un peligro de muerte para los demás. Aunque con el virus el poder de matar se ha democratizado, el aislamiento se ha vuelto la forma de regular ese poder. Si bien algunas personas pueden aislarse, otras no pueden hacerlo, ya sea por causa de la pobreza o porque desempeñan tareas de los así llamados trabajadores esenciales. De modo que las consecuencias de largo plazo del contagio están fuertemente ligadas al estatus social de los contagiados. En los países con gran desigualdad social, enfermaron proporcionalmente más las personas de piel oscura, los originarios, los migrantes y sobre todo los pobres. En los Estados Unidos, los análisis demuestran que estos grupos padecen mucho más que los ricos enfermedades tales como diabetes, hipertensión, dolencias respiratorias y obesidad, todo lo cual representa para el individuo un riesgo de vida mayor ante el contagio con el nuevo coronavirus. En Nueva York y Chicago, nueve de cada diez habitantes que murieron de covid-19 padecía al menos una enfermedad crónica preexistente.

La mayoría de estas personas está entre los grupos más pobres de la población. Desde hace ya décadas, los pobres tienen menor acceso a los cuidados sanitarios, a una alimentación saludable, y muchos viven cerca de complejos industriales cuyas zonas aledañas están muy contaminadas. Además, por causa de la inestabilidad económica, padecen mayor estrés y muchos de ellos se enfrentan también a la violencia racial sistemática.

Achille Mbembe subraya que la lógica de la victimización está en el corazón mismo del neoliberalismo, por eso sostiene que debería llamárselo necroliberalismo. En efecto, este sistema siempre funcionó sobre la base del cálculo de cuánto vale quién y quién vale más que el otro. Aquellos que no tienen valor, por ejemplo los viejos, los pobres, los grupos minoritarios y los negros, pueden echarse por la borda sin problema.

El covid-19 provoca problemas respiratorios, pero ya antes del virus la humanidad se ha visto amenazada de asfixia. Si debemos denominar guerra a la lucha contra el virus, entonces, como afirma Mbembe, hay que declarar la guerra a todo lo que condena a la mayor parte de la humanidad a dejar de respirar prematuramente: al impacto en la biósfera, a la contaminación atmosférica, a la aniquilación de la vida de las personas por el deseo de ganancias.

Y aunque con la llegada del nuevo coronavirus se habló mucho del renacimiento de lo comunitario, Mbembe advierte que en el clímax de la epidemia quedó demostrado que sería imposible. Da el ejemplo de cómo se trató a los muertos: en muchas partes parecía que las autoridades se ocupaban del tema como de la recolección de residuos, tratando de deshacerse de ellos lo antes posible. Esta lógica de separación apareció justo cuando –al menos teóricamente– las personas más necesitaban de su comunidad. El problema es que en realidad, no hay comunidad si las personas no pueden despedirse de los que parten, si no pueden organizar un funeral.

La sociedad se reorganiza cuando se enfrenta a las epidemias. Es lo que en el pasado ocurrió cuando apareció la peste, la gripe española y el sida. Esta nueva organización provoca una división entre aquellos a quienes hay que salvar y aquellos cuya vida no es necesario salvar. Toda epidemia construye también una imagen de un cuerpo imaginario que hay que proteger del virus que viene de aquellos a quienes se adjudica la mayor responsabilidad por el virus. A menudo, suelen ser los migrantes y otros extranjeros, y en el caso de los virus de transmisión sexual, los homosexuales y otras personas sospechadas de tener una vida sexual “promiscua”.

El concepto de inmunidad desempeña un papel importante en esta vigilancia. Por un lado, tenemos la idea de la inmunidad de la población como tal ante los extranjeros, en particular los migrantes. Por otro lado, se trata de la inmunidad del individuo que combate en su cuerpo a un cuerpo extraño, por ejemplo, las bacterias y virus. Por su aspecto, las personas empezaron a parecerse cada vez más a una suerte de Robinsones que lucharan por sobrevivir en un medio salvaje. No es raro que en tiempos de coronavirus se haya forjado una nueva moda y una nueva imagen de los individuos. Era importante mostrarse un poco descuidado. Muchos hombres empezaron a dejarse la barba. Como no era posible ir a la peluquería, apareció la nueva moda de los peinados de cabello largo algo desprolijos. También cambió la imagen de la vestimenta que las personas mostraban en sus apariciones en las plataformas de internet o en las redes sociales. El atuendo parecía casual, a mitad de camino entre la ropa deportiva y de tiempo libre.

La situación social más amplia y el modo en que el individuo se enfrentó al virus dieron forma durante la pandemia a una nueva idea de subjetividad, muy individual y que se relaciona con otros sobre todo a través de internet. Para el filósofo español Paul B. Preciado, el fallecido propietario de la revista Playboy, Hugh Hefner, es un predecesor de esa subjetividad. Hefner, en efecto, vigilaba su imperio por internet, aislado en su mansión.

Preciado afirma que con la formación de la nueva idea de subjetividad se constituye también un régimen “farmacopornográfico” que moldea y vigila los cuerpos de una sociedad determinada y a la población como tal. Claro que estos análisis del cambio de la subjetividad en tiempos de la crisis del coronavirus son aplicables solo a una parte de la población: aquella que puede aislarse, y no aquella que debió seguir trabajando durante la pandemia.

El psicoanalista francés Erik Porge se preguntaba por el significado del uso del término “guerra” para designar la lucha contra el virus. Está claro que el virus no es un enemigo visible. El virus no habla. De modo que la alusión a la guerra es una expresión performativa: la expresión misma resulta una acción y la declaración de guerra es en realidad unilateral. El virus no nos declaró la guerra. Y junto a la importación del discurso bélico hay también una guerra del lenguaje.

Porge afirma que, por un lado, la guerra contra el virus invisible tiene una especie de lógica del universal (el virus puede atacar a cualquiera), y al mismo tiempo, dentro de ese universal, hay una bifurcación, porque todos sospechamos de nuestro vecino y hasta de nosotros mismos como portadores en potencia del virus. Y es justamente esta sospecha lo que más influye en la lucha con el virus. Éste último puede estar a la vez adentro y afuera. Por un lado, luchamos contra él como si viniera desde afuera, pero de hecho el virus bien puede estar dentro de nosotros mismos.

 

☛ Título: Humano virus

☛ Autora: Renata Salecl

☛ Editorial: Godot
 

Datos  de la autora

Renata Salecl nació el 9 de enero de 1962 en Eslovenia. Es filósofa, socióloga y teórica jurídica.

Se desempeña como investigadora en el Instituto de Criminología de la Facultad de Derecho de la Universidad de Ljubljana y es profesora en el Birkbeck College de la Universidad de Londres. 

Es profesora en la Facultad de Derecho Benjamin N. Cardozo (Nueva York), sobre psicoanálisis y derecho, y también dicta cursos sobre neurociencia y derecho.

Sus libros han sido traducidos a quince idiomas. En 2017, fue elegida como miembro de la Academia de Ciencias de Eslovenia.