El año 1966 no es para mí historia remota; y no solo por una cuestión de calendario. Recuerdo claramente varias circunstancias de ese año que comenzó junto a mi hermana Jimena en el primer tramo de un viaje en ferrocarril que nos llevó de Buenos Aires al Cuzco, con escalas en Tucumán, Salta, Jujuy, La Paz, Tiahuanaco, y de regreso a los puertos de Arica y Valparaíso. Fue un periplo completo en clave latinoamericana y un aprendizaje “de campo” que amplió mis estudios universitarios, en el año en que se celebró el sesquicentenario de la Independencia y en que la Academia Nacional de la Historia convocó a un centenar de historiadores en un congreso en el que me desempeñé.
Entonces miraba la política desde afuera, sin compromisos ni entusiasmos; a la distancia, sin advertir que, en el frívolo clima en que se gestó el golpe de Estado del 28 de junio, se perdía una oportunidad de pacificar de a poco el país y se cocinaba la Argentina violenta de los años 70. (…)
A comienzos de 1966, la sociedad argentina ofrecía dos caras. Por una parte, el país ordenado y en crecimiento: la economía producía bienes exportables, los salarios de los trabajadores alcanzaban el 41% del producto bruto interno (PBI) y el desempleo era del 5%. El calendario internacional previsto para ese año comenzaba con la visita del canciller británico para arreglar la cuestión pendiente: el futuro de las islas Malvinas.
El gobierno del presidente Illia respondía a un solo color político, la Unión Cívica Radical del Pueblo (UCRP), pero en el Congreso sesionaban representantes de un abanico de partidos representados por el sistema proporcional, que se reflejaba también en los gobiernos provinciales.
Los conflictos y las tensiones se manifestaban en los reclamos de los gremios, en las quejas de los empresarios y en la protesta de los estudiantes: mientras en la central obrera pugnaban los sindicatos que se atrevían a independizarse de Perón con los leales al líder exiliado en Madrid, en los cuarteles se enfrentaban el sector militar legalista con el golpista, y sus amigos civiles.
La sombra del régimen castrista que impulsaba la lucha armada alarmaba en los círculos del poder, casi tanto como el posible triunfo del peronismo en los comicios del año 1967. Dichos círculos observaban atentamente el ejemplo brasileño: una dictadura derechista y eficaz, que se proponía recomponer la economía y desterrar el populismo.
El objetivo común a demócratas y autoritarios, fueran estos civiles o militares, era asegurar el desarrollo nacional. Pero no había acuerdo en los medios para alcanzarlo, si observando la Constitución o por encima de ella, con el clásico recurso de la intervención militar.
Por esos años, los argentinos disfrutaban de un marco de bienestar y de respeto a las libertades individuales que estimulaba actividades creativas y recreativas. No todo estaba permitido, pero la legislación represiva había sido suavizada desde los primeros días del gobierno radical. A pesar de los avances en el ejercicio de la convivencia democrática, un coro de quejas se elevaba: ese equipo de gobierno integrado por hombres comunes no logrará sacar al país de su decadencia y emprender el camino a la grandeza, que Dios nos habría asignado en algún momento de la creación.
Porque, en el reñido escenario argentino del poder de los años 60, los partidos políticos no gozaban de buena fama. Sucedió en las dos presidencias constitucionales, ambas de signo radical, la de Arturo Frondizi y la de Illia. En el caso de Frondizi, fue la propia “usina” de Rogelio Frigerio la que descartó sistemáticamente a los políticos ucristas, incluidos los de excelente imagen por su gestión de gobierno.
En la presidencia de Illia, que encabezó un gobierno claramente partidario, los grupos de presión militar y empresarial insistieron en criticar la imagen deslucida de esos “hombres grises”, responsables de que el gobierno fuera “obsoleto”. El “destino de grandeza” no se cumplía por culpa de la “partidocracia” vigente; en cambio, de la mano del Ejército, se afrontarían los grandes desafíos del desarrollo. “La Argentina gris”, tituló la revista Primera Plana el editorial firmado por Mariano Grondona en los meses finales de la presidencia de Illia. (...)
El gobierno, que en ningún caso tomó medidas decisivas, “quedó en ese término medio que es la característica de sus dirigentes, y también de los estratos sociales en que se sustentan”. (...)
Jacobo Timerman, quien desde las páginas de esa misma publicación coordinó la embestida periodística contra el gobierno civil, años después, ya en plena transición a la democracia, dio las razones de su apoyo al derrocamiento de Illia: “Yo no apoyé el golpe contra Illia, no tenía nada contra él, nada a favor ni en contra. Pero tenía al país inmovilizado, sin iniciativa para sacarlo del pantano. Yo apoyé a los azules, que habían dado una batalla contra la derecha del país, esos jóvenes coroneles, brillantes, inteligentes, cultos, que tenían un proyecto moderno, para que pudieran sacar a este país del pantano en que lo tenía Illia”.
*Autora de 1966, Editorial Sudamericana (fragmento).