Con claridad de visionario nos lo advertía Zygmunt Bauman, hace casi cuarenta años. Cuando entre la modernidad y la posmodernidad lo sólido se licúa y se desvanece, también se esfuman del discurso público y de la aspiración privada las ideas del progreso, de la reconciliación humana, de una democracia sin odios ni resentimientos, del esfuerzo del hombre para alcanzar una vida mejor o la planificación de una sociedad racional.
Hoy se pinchó la ilusión: la Historia no es una recta ascendente de mano única que con sacrificio, esfuerzo y capacitación nos llevará inevitablemente al bienestar y la felicidad. Más bien es una espiral recurrente multidireccional y reversible, sin punto de partida ni de llegada, en la que señorean, con sonrisa maliciosa, los altibajos de la imprevisión, las ambigüedades del relativismo y los imponderables de la fortuna.
En tan lábil escenario, sin ideas vertebradoras, sin entidades de representación política sólidas y duraderas, sin una cultura que privilegie el cumplimiento de la ley sino su desobediencia, hacen aparición nuevos artificios que tomamos con ligereza, como una consecuencia inevitable de la evolución de los tiempos, sin comprender que están llamados a conmover los cimientos del sistema democrático. Me refiero a las múltiples vías que hoy se utilizan para persuadir, vía desinformación y desacreditación, a un adversario devenido enemigo, amparándose en la legalidad vigente. La desestabilización política y el activismo son los instrumentos fundamentales de esta tecnología.
La maniobra no se consuma en una acción puntual que se sustancia en un corto período de tiempo. Por el contrario, es progresiva y acumulativa y está dotada de un libreto y una coreografía que se desarrollan a través de textos, imágenes y representaciones, manifestaciones, agravios, protestas, creación de una críptica neolengua (“década ganada”, “partido judicial”, “prensa hegemónica”, etcétera).
El agravio al otro. El objetivo es claro: agraviar y deslegitimar las instituciones del Estado de derecho presionando para conseguir que el orden democrático actúe de conformidad con quien lo impugna; cohesionar las propias fuerzas en torno a un proyecto regenerador o redentor que, entre nosotros, se ha llamado “el relato”.
La desestabilización política se presenta así bajo las formalidades de una revolución democrática frente a una realidad intolerable que hay que transgredir por imperativo moral y político. De ese modo, se busca instaurar –por decirlo a la manera de Carl Schmitt– “una dictadura soberana” que derogue la legalidad vigente al tiempo que construye otra a la medida del “bien público”.
Pero, ¿en qué momento empezó a ser lo mismo el fariseísmo de la hipocresía que la reivindicación de un derecho legítimo? ¿Cuándo perdimos la capacidad que tiene hasta un niño de detectar a los farsantes y los cuenteros? No hay dudas de que ahora, gracias a los medios de comunicación, el efecto del engaño se replica hasta el infinito. Pero es que, además, esos mismos medios aspiran a la dudosa virtud de lograr que uno apenas cuestione lo que percibe a través de ellos.
Las redes. Y para peor, gracias a las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, la red se convierte en foro donde los agitadores modelan las conciencias apelando a los sentimientos, emociones, deseos, sueños, odios y frustraciones en el intento de movilizar a la ciudadanía en pos de sus propios objetivos. Suele decirse que vivimos en un mundo en el que la gente está menos formada y más informada que en ningún otro momento en la Historia, y de ahí su falta de criterio. Es posible que así sea, pero yo creo que no es sólo un problema de formación sino también de “fiaca” mental. La sobredosis de información que recibimos nos hace cada vez menos críticos puesto que es imposible discernir y digerirlo todo. En realidad, a poco que se reflexione, todos sabemos que nos están mintiendo, pero al fin y al cabo nos da lo mismo.
Por eso, la malsana prédica tiene quien la escuche en una sociedad global que diluye soberanía, desgasta instituciones, desconfía de los políticos, la política y las ideologías, agudiza conflictos al margen de las instancias representativas. Una sociedad polarizada por un populismo desleal que enfrenta al ciudadano con la legalidad y desafía al Estado de derecho. Tal vez a eso aludía José Ortega y Gasset cuando proclamaba: “Los demagogos han sido los grandes estranguladores de civilizaciones”, o Albert Camus cuando opinaba: “… la tiranía totalitaria no se edifica sobre las virtudes de los totalitarios, sino sobre las faltas de los demócratas”.
Y esos perversos y malintencionados mecanismos de difusión se tornan aún más execrables cuando dirigen sus esfuerzos a falsear la Historia. No hay ideología que valga si está por encima del conocimiento, del análisis y de la crítica porque es capaz de alterar nuestra identidad y nuestra memoria. Como país, necesitamos saber de nuestros valores y de nuestros defectos para mantener esa Historia viva (con sus luces y sus sombras) como un legado para las próximas generaciones, para ser motivo de unión, más allá del necesario debate (esa palabra que se confunde con pelea). Cuando la ideología (sea la que fuere) está por encima del conocimiento y se cree libre de crítica, el resultado es la falacia y el triunfo de la leyenda y la propaganda sobre los hechos históricos efectivamente acaecidos.
Cuando un país desprecia la cultura porque no aparece entre las preocupaciones de la ciudadanía en las encuestas, cuando la identifica con el mero entretenimiento, el resultado es la falacia y el olvido. Con ellos no se puede entender nuestro pasado y, lo que es peor, no se puede construir el futuro.n
*Fiscal ante la Cámara Federal.