Cimarrón es, entre otras cosas, una secuencia de escenas que evocan distintas lecturas. Algunas más actuales, sobre teoría cuántica, o la obra de Sara Ruhl; otras de más atrás.
En la obra, la aparición del personaje masculino es acompañada por el comienzo de El Moldava, de Bedrich Smetana. Recuerdo esa pieza de un cassette que me grabó una amiga en la secundaria; un cassette con extractos de música clásica que le gustaban. De ellos, me gustó siempre especialmente este. Tengo ese cassette desde hace veinte años. Proviene, acaso, de la misma época en la que leía el Werther y a Theodor Storm. Mirado desde ahora parece pretencioso todo esto, estas referencias. Fui a un colegio bilingüe. No elegí ese colegio inicialmente aunque supongo que en algún momento lo elegí al no elegir dejarlo. Ni siquiera se me ocurría esa opción, creo que se debía a mi instinto de sobre adaptación. En ese colegio estábamos separados por niveles de conocimiento de alemán.
Entré raspando al curso con los alemanes de verdad. Asistía a esas clases con asombro y fascinación: clases de literatura con compañeros y profesores alemanes que venían por dos años. Solían ser alemanes bastante particulares que se aventuraban hasta estas latitudes, compraban una combi Volkswagen y viajaban con sus familias por toda la Argentina, en chanclos y medias, mientras duraba su estadía. Con ellos leímos a Kafka, a Goethe, a Schiller, a Fontane, a Thomas Mann, a Storm.
Estaba lejos de pensar en términos de canon en ese momento y aunque se nos quisiera enseñar estructura, no leía yo más que relatos, contenido, sensaciones. Mis compañeros alemanes leían y pensaban; por momentos, cuestionaban al profesor sus líneas de lectura y este, lejos de sentirse desautorizado, daba lugar a esos cuestionamientos. Nada que no sucediera en un buen colegio público. Pero a diferencia del modo de abordar el resto de las materias en mi colegio –que era básicamente reproducir contenidos, con mucha memoria– esto se parecía mucho más a realmente pensar.
En esas clases siempre se me calificaba con la condescendencia de la argentina que había adquirido el alemán, pero a mí me alcanzaba con ese universo que se me ofrecía. Compartí esa calidad de casi oyente con la amiga que luego me regalaría el cassette con El Moldava. Cuchicheábamos entre nosotras, nos reíamos un poco de la camiseta que se traslucía debajo de las camisa del profesor de turno, o de su bigote, pero al mismo tiempo nos sentíamos unas invitadas de privilegio en un país lejano.
De algo de la sensación de esas lecturas o más bien del recuerdo de la sensación de ciertas lecturas de esa época, proviene, entre otras cosas, la dramaturgia de Cimarrón. De la voluntad de querer compartir paisajes de lectura, como si se pudiera. Acaso se pueda.
A Rilke, sin embargo, llego de grande, de casualidad. Mi primer novio de la adultez me regala los Sonetos a Orfeo y algo en la combinación del nombre de Rilke y el de Orfeo me da pereza y nunca le echo más que una mirada superficial. Años más tarde, encuentro en mi casa un libro de poemas de él, en alemán: alguna herencia de alguna madre de alguna amiga de mi madre o algo así. Lo leo entrando por cualquier lado y voy a dar con Todeserfahrung, poesía que me atraviesa y desde la que irradiará la escritura de Fauna (mi última obra, anterior a Cimarrón), entre otras cosas también.
Como en esas clases de alemán de la secundaria, me asomo a lo alemán como una extranjera, cosa que soy, con el anhelo y la melancolía de eso que nunca fui pero a lo que accedo. Mis paisajes emocionales de la adolescencia dieron con los paisajes del romanticismo alemán, mi corazón dolió junto al del Werther, y también a las canciones de JAF en el ranking de los cuarenta principales en la FM Hit y las novelas de Gabriel García Márquez, todas, o casi, y biografías de Tanguito y de Van Gogh.
Nada sabía del canon en esa época y mi formación fue siempre así, ecléctica. Creo que la emoción profunda, el acceso a lo sublime, puede estar agazapado detrás de objetos inesperados. No creo que los románticos alemanes hayan sido solemnes respecto de sí mismos o acaso sí, pero no más que cualquier joven poeta que sufre el mundo y se quiere pensar más allá. Después el canon encumbra y aísla al mismo tiempo, allí, en el Olimpo de la consagración.
El ejercicio sería establecer siempre el vínculo con la obra como si hubiese sido escrita/pintada/creada para uno, en un acto íntimo, como si ese encuentro se produjera cada vez como si fuera la única vez.
*Actriz, dramaturga, autora y directora de Cimarrón en el Teatro Nacional Cervantes.