Aquel miércoles 1º de abril de 2009 me propuse que la angustia colectiva no trastocara mi objetividad profesional. Soy periodista, me repetí varias veces. A las siete de la mañana comenzó una cobertura histórica y emotiva. Estaba en el Congreso de la Nación como cronista. Pero no era sólo el enviado de una radio.
Como era de esperar, hablaron todos: sus correligionarios y sus adversarios; los que le hicieron trece paros generales y quienes lo silbaron en la Sociedad Rural. A la par, hubo periodistas, dirigentes y empresarios. Algunos eran los mismos que, con críticas despiadadas, contribuyeron al final anticipado de su gobierno en julio de 1989.
Tras una agotadora jornada laboral, y al cabo de cinco horas de espera en medio del gentío, bien entrada la noche, me despedí de Raúl Alfonsín. El largo camino hacia el Salón Azul, por donde desfilaron espontáneamente miles de personas de todas las edades, reflejaba el sentimiento de gratitud cívica para con ese hombre que puso una bisagra democrática en la historia argentina.
Para el último adiós, estaban los que valoraban su honestidad; su ejemplo de político ético, de moral intachable y austeridad republicana. También quienes aprendieron a estar persuadidos que la política es una actividad noble; una herramienta de transformación que se hace con la pluma y la palabra y no con un fusil en la mano. Tampoco faltaron los que entendieron que de nada sirve “Que se vayan todos”.
Querían despedirlo, además, los jóvenes de ayer: aquellos a los que en 1983 les abrió la puerta de la democracia, esa con la que se come, cura y educa. La misma que está incompleta y por la que hay que seguir trabajando para que sea garantía de libertad e igualdad. Esa idea también movilizó a “Los hijos de la democracia”, jóvenes - militantes o no - nacidos durante su presidencia y después.
Entre lágrimas y cánticos había varios: los que alguna vez recitaron de memoria el “rezo laico” del preámbulo constitucional; los que recordaban la fundación de la APDH y quienes vieron al dirigente oponerse a la Guerra de Malvinas. También los que no olvidaron la creación de la CONADEP, el informe “Nunca más”, el Juicio a las Juntas y el Banco de Datos Genéticos. Entre tantos, se sumaban hombres y mujeres que comprendieron el “Felices Pascuas” que dejó “La casa en orden” y salvó la democracia en aquella Semana Santa de 1987.
A su turno, un grupo rescataba al líder que impulsó la integración regional y logró zanjar diferencias con países limítrofes por la vía pacífica. Otros permanecían allí porque, con los años, supieron que la palabra “Pacto” puede ser sinónimo de acuerdo y consenso democrático. Para ellos, la reforma constitucional de 1994 implicó resignar poder pero ganar en institucionalidad.
Mientras caminaba, recordé que en más de una oportunidad pude entrevistar al hombre que pasaba a ser mito. Aquellas preguntas, no exentas de críticas y lejos de la condescendencia, fueron respondidas por un dirigente político que hablaba mirando a los ojos, siempre.
Ya en la capilla ardiente, sólo hubo tiempo para el silencio y una mirada final. Todo duró menos de diez segundos. Raúl Alfonsín lucía los atributos presidenciales por los que había jurado aquel diciembre que esa noche se respiraba en el aire. Un minuto bastó para bajar callado por la explanada y cruzar la Plaza de los dos Congresos. Había cumplido como profesional y como ciudadano.
La cobertura periodística realizada hace una década dejó recuerdos imborrables. Pero hay algo más importante: la muerte del ex Presidente, ocurrida en tiempos de posturas irreconciliables y apropiaciones indebidas de su figura, sirvió para que la sociedad revalorizara la democracia y le reclamara a la política tolerancia, respeto y diálogo. De alguna manera, el 31 de marzo de 2009, Raúl Alfonsín partió dejando ese último mensaje.
*Lic. Comunicación Social (UNLP). Miembro del Club Político Argentino.