OPINIóN
Disonancias posmodernas

La cultura del mínimo esfuerzo nos está dejando solos

El hombre robotizado y extrañado de sí mismo busca el trabajo que le insuma menos esfuerzo y le otorgue, a como de lugar, alguna sensación placentera.

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Ocio. | Nicolas Haze / Pexels

El hombre robotizado y extrañado de sí mismo, típico producto industrializado de la posmodernidad que se ha adueñado del imaginario de toda una generación, busca el trabajo que le insuma menos esfuerzo y le otorgue, a como de lugar, alguna sensación placentera.

El umbral de sacrificio de este sujeto bordea siempre el cero absoluto. No hay orgullo en el esfuerzo; solo abandono en el pasivo usufructo. Con el mismo afán busca una pareja que lo haga feliz, pero en el momento en que deba soportar cualquier carga negativa o defecto del otro, desaparece el interés y emerge a escena el clásico y nuevo “ghosting” (ausencias repentinas sin aviso de las redes sociales).

Es tan fácil desaparecer como abrir nuevamente la app de citas y comenzar una nueva búsqueda (¿cómo buscar productos en una tienda, cucharitas en una bazar, cosméticos en una farmacia?).

Un esfuerzo más y no pedimos más

La realidad insípida y descarnada es la búsqueda ciega, mecánica de placer; un fenómeno que puede verse extrapolado a infinidad de situaciones, aunque el patrón es siempre el mismo: alejamos todo lo que presumimos que nos da dolores de cabeza y en sustitución intentamos acercarnos a situaciones que nos den un placer inmediato sin pensar en las consecuencias. Todo lo que sea esperar nos desalienta; nos parece una pérdida de tiempo valioso en el que se podrían haber tenido innumerables sensaciones de gozo instantáneo que se perdieron solo por tomarse en serio algo que a nuestro entender no lo merece, trátese de  personas, animales o valores. Y en ese camino en bajada ni mencionemos el acto de confiar.

¿En quién podríamos confiar cuando nos vemos inmersos en la búsqueda del placer propio con total prescindencia de los proyectos del otro? ¿Acaso el otro, al igual que nosotros, no está empeñado en su exclusiva autocomplacencia? La soledad sin esperanza se construye con este tipo de implacables equivalencias.

En el supermercado, en la publicidad de ciertas películas o series que no merecen un insomnio y en ciertas conversaciones aparece con frecuencia el término “light”. Personalmente considero ese concepto como la nada misma, algo sin contenido; algo relativo al vacío.

Educación: "El esfuerzo y la perseverancia ¿no son importantes?"

En semejante contexto me parece inevitable la referencia al psiquiatra español Enrique Rojas y su libro “El hombre light: una vida sin valores”; texto que cumple treinta años de publicado y que sigue siendo actual, que continúa interpelándonos. Nos habla esa obra de lo que entonces era la tendencia de nuestra civilización cristiana occidental hacia una caída fatal y que luego se concretó sin ninguna ceremonia y sin ningún signo de alarma o preocupación por parte de las grandes mayorías. Cuando nos dimos cuenta de lo perverso del proceso, ya estábamos en lo hondo y ya era tarde para salir. Lo que denuncia Rojas se ha convertido en moneda corriente para consumo de las jóvenes  generaciones: materialismo, hedonismo, permisividad, revolución sin finalidad y sin programa, relativismo y consumismo.

Cuando pensamos en nuestra vida cotidiana y en nuestro entorno social fácilmente podemos percibir estos aspectos. Notemos que en toda esfera de nuestra existencia buscamos lo práctico, el mínimo esfuerzo o compromiso por si se nos ocurre sobre la marcha otro proyecto mejor; siempre estamos listos para desechar, para que nada deje huella, para que todo fluya…

 Tenemos además –y esto es un regalo de las redes sociales– un claro desdibujamiento de las fronteras; lo público entra en lo privado y lo privado en lo público; no hay límites definidos, no hay barreras. Todo es posible, y peor aún: todo vale. La falta de jerarquías, de referentes y de figuras de autoridad es una marca de esta calamidad que nos habita. ¿Qué personas, qué libros, qué tradiciones, qué valores, qué parientes, qué amigos, qué instituto de enseñanza, qué textos legales o qué admirables ejemplos de la historia, de la ciencia y de la cultura son aptos para decirme lo que es bueno o lo que necesito para gozar infinitamente de mi hueca vida? ¿Qué institución puede organizarme si solo yo sé lo que es placentero para mí y en eso encuentro convalidación oficial porque desde la sociedad y desde los poderes me convencen permanentemente de que soy el elegido para disfrutar de derechos absolutos?  A esa equívoca inercia, a esa poca cosa que va quedando luego del vaciamiento sistemático del alma, a ese gesto inanimado y a veces crispado en ciertos ambientes de la sociedad contemporánea se le llama libertad. Nunca el significante estuvo tan lejos del significado.

Esfuerzo enorme, resultados malos 

Rojas va a dar un pronóstico que dista mucho de estimular en su ineludible deber a padres y educadores, que lleva a pensar dos veces antes de cifrar alguna esperanza en el destino de la civilización. Dice así: creo que la desorientación es uno de los signos de la posmodernidad. El ser humano está cada vez más preparado para vivir instalado en la incertidumbre, el desconcierto, la perplejidad. La sociedad de hoy es compleja; está tejida de ingredientes contradictorios que conducen a muchos individuos a no saber a qué atenerse: lo bueno y lo malo, lo excelente y lo perverso, el blanco y el negro… Los nuevos enemigos de la sociedad planean de forma solapada: el aburrimiento, el hastío, la depresión, el cansancio psicológico, el escepticismo, la incultura, la frivolidad…”

Salir de esa fatal rueda de fracaso seguro no será fácil. Hace falta mucho pensamiento crítico. Y no abunda.

 


* Carmela María Macias. Magister en Dificultades de Aprendizaje. Profesora Superior de Psicología. Especialista en Autismo.