La última “crisis” ética a propósito de la biogenética crea de hecho la necesidad de lo que podríamos denominar de manera plenamente justificada una “filosofía estatal”: una filosofía que, por una parte, promovería la investigación científica y el progreso técnico y, por otra, limitaría todo su impacto socio-simbólico, es decir, impediría que supusiera una amenaza a la constelación existente teológico-ética. No es de extrañar que quienes más se acercan a satisfacer estas exigencias sean neokantianos: el propio Kant se centra en el problema de cómo garantizar, sin perder de vista la ciencia newtoniana, que la responsabilidad ética quede exenta del alcance de la ciencia; tal como él mismo lo expresó, limitó el alcance del saber para crear un espacio para la fe y la moralidad. ¿Acaso los filósofos estatales de hoy en día no se enfrentan a la misma tarea? ¿Acaso sus esfuerzos no se centran en cómo, a través de las diferentes versiones de la reflexión trascendente, limitar la ciencia a su horizonte predestinado de sentido y denunciar como “ilegítimas” sus consecuencias en la esfera ético-religiosa? En este sentido, Habermas es el filósofo definitivo de la (re)normalización, pues se esfuerza de manera desesperada en impedir el hundimiento de nuestro orden ético-político establecido:
¿podría ocurrir que el corpus de Jürgen Habermas sea algún día el primero en el que no se encuentre ninguna incitación a pensar? Heidegger, Wittgenstein, Adorno, Sartre, Arendt, Derrida, Nancy, Badiou, incluso Gadamer, en todas partes uno tropieza con disonancias. La normalización se consolida. La filosofía del futuro es la integración por fin consumada.
La aversión que siente Habermas por Sloterdijk queda aquí perfectamente clara: Sloterdijk es el “incitador a pensar” por antonomasia, aquel que no teme “pensar peligrosamente” ni cuestionarse los supuestos de la libertad y la dignidad humanas, de nuestro Estado de bienestar liberal, etc. No debería asustarnos calificar de “malvada” esta orientación, si entendemos el “mal” en el sentido elemental explicado por Heidegger: “El mal y, por tanto, lo más peligroso es el propio pensamiento, en la medida en que tiene que pensar contra sí mismo y, no obstante, rara vez puede hacerlo así”. Deberíamos obligar a Heidegger a dar un paso más: no es solo que el pensamiento sea algo malvado en la medida en que no consigue pensar contra sí mismo, contra la manera acostumbrada de pensar; el pensamiento, en la medida en que su potencial más recóndito consiste en pensar libremente y “contra sí mismo”, es lo que, desde el punto de vista del pensamiento convencional, no puede sino aparecer como “malvado”. Resulta fundamental tanto persistir en esta ambigüedad como también resistir la tentación de encontrar una salida fácil definiendo algún tipo de “medida adecuada” entre los dos extremos de la normalización y el abismo de la libertad.
¿Significa esto que lo único que hemos de hacer es escoger un bando en esta disyuntiva: “corromper a la juventud” o garantizar una estabilidad primordial? El problema es que hoy en día la simple oposición se complica: nuestra realidad global-capitalista, impregnada como está de las ciencias, ya nos “incita a pensar”, pues desafía nuestros supuestos más íntimos de una manera mucho más violenta que especulaciones filosóficas más descabelladas, con lo que la tarea del filósofo ya no es socavar el edificio simbólico jerárquico que sustenta la estabilidad social, sino –regresando a Badiou– conseguir que los jóvenes perciban los peligros del creciente orden nihilista que se presenta como el dominio de las nuevas libertades. Vivimos una época extraordinaria en la que no existe ninguna tradición en la que podamos basar nuestra identidad, ningún marco de universo significativo que nos permita llevar una vida que vaya más allá de la reproducción hedonista. El nihilismo actual –el reino del oportunismo cínico acompañado de una permanente ansiedad– se legitima como la liberación de las viejas represiones: disponemos de libertad para reinventar constantemente nuestra identidad sexual, para cambiar no solo de trabajo o de trayectoria profesional, sino incluso nuestros rasgos subjetivos más íntimos, como nuestra orientación sexual. Sin embargo, el alcance de estas libertades queda estrictamente prescripto tanto por las coordenadas del sistema existente como por la manera en que funciona de hecho la libertad consumista: la posibilidad de escoger y consumir se convierte de manera imperceptible en una obligación de elegir del superego. La dimensión nihilista de este espacio de libertades solo puede funcionar de una manera permanentemente acelerada: en cuanto frena, somos conscientes de la falta de sentido de todo el movimiento. Este Nuevo Desorden Mundial, esta civilización sin mundo que emerge gradualmente, afecta de manera evidente a los jóvenes, que oscilan entre la intensidad de vivir plenamente (el goce sexual, las drogas, el alcohol, incluso la violencia) y el ansia de triunfar (estudiar, tener una carrera profesional, ganar dinero... dentro del orden capitalista existente). La transgresión permanente se convierte así en la norma. Consideremos la encrucijada de la sexualidad o del arte actuales: ¿hay algo más aburrido, oportunista o estéril que sucumbir a la orden del superego de inventar constantemente nuevas transgresiones y provocaciones artísticas (la performance del artista masturbándose en escena o cortándose de manera masoquista, el escultor que exhibe cadáveres de animales en descomposición o excrementos humanos) o el mandato paralelo a entregarse a formas de sexualidad cada vez más “atrevidas”?
La única alternativa radical a esta locura parece ser la locura aun peor del fundamentalismo religioso, un repliegue violento a algún tipo de tradición artificialmente resucitada. La suprema ironía es que un retorno brutal a cualquier ortodoxia religiosa (inventada, naturalmente) se presenta como la “incitación a pensar” definitiva: ¿acaso no son los jóvenes terroristas suicidas la forma más radical de juventud corrupta? La gran tarea del pensamiento actual consiste en discernir los contornos precisos de esta encrucijada y encontrar una salida. Un suceso reciente ilustra a la perfección la coincidencia paradójica de opuestos que subyace al paso que va de la fidelidad a la tradición a una “incitación a pensar” transgresora. En un hotel de Skopie, Macedonia, en el que me alojé hace poco, mi compañera preguntó si podía fumar en la habitación y la respuesta que obtuvo del recepcionista fue impagable: “Claro que no, está prohibido por la ley. Pero en la habitación tiene ceniceros, de manera que no hay problema”. La contradicción entre prohibición y permiso se asumía de manera tan descarada que quedaba anulada, se trataba como si no existiera; el mensaje era el siguiente: “Está prohibido y así es como tienes que hacerlo”. Este incidente nos ofrece probablemente la mejor metáfora de la delicada situación ideológica en la que nos encontramos.
¿Cómo hemos llegado a este punto? Una de las mayores aportaciones de la cultura estadounidense al pensamiento dialéctico es la serie de vulgares chistes de médicos del tipo “primero la mala noticia y, luego, la buena” como este: “La mala noticia es que padece usted cáncer terminal y morirá en un mes. La buena es que también hemos descubierto que sufre un Alzheimer avanzado, de manera que cuando llegue a casa ya habrá olvidado la mala noticia”. Quizá deberíamos recordar la política radical de manera parecida. Después de tantas “malas noticias”, de ver tantas esperanzas brutalmente aplastadas en el espacio de la acción radical –que, por un extremo, tendría a Maduro en Venezuela y, por el otro, a Tsipras en Grecia–, es fácil sucumbir a la tentación de afirmar que dicha acción no ha tenido nunca ninguna oportunidad de triunfar, que estaba condenada desde el principio, que la esperanza de un cambio real y eficaz para mejor era una mera ilusión. Lo que no deberíamos hacer es buscar “buenas noticias” alternativas, sino distinguir entre las buenas y las malas noticias, cambiar nuestro punto de vista y verlo de una manera nueva. Tomemos la perspectiva de la automatización de la producción, que –o eso teme la gente– disminuirá de manera drástica la demanda de trabajadores y hará que se dispare el desempleo. ¿Por qué hay que temer esta perspectiva? ¿Acaso no abre la posibilidad de una nueva sociedad en la que todos tendremos que trabajar mucho menos? ¿En qué tipo de sociedad vivimos en que las buenas noticias se convierten automáticamente en malas? Consideremos otro ejemplo de buenas/malas noticias: ¿la lección básica de la reciente relación pública de los así llamados Papeles del Paraíso no revela el hecho de que los ultrarricos viven en zonas especiales en las que no imperan las leyes habituales?
Están surgiendo nuevas zonas de actividad emancipadora, como las de las ciudades en las que el alcalde o el ayuntamiento imponen programas progresistas que se oponen a las normas estatales o federales. Abundan los ejemplos, desde ciudades individuales (Barcelona, Newark, Nueva York, incluso) hasta una red de ciudades: hace poco, muchas autoridades locales de Estados Unidos decidieron seguir respetando los compromisos para combatir las amenazas ecológicas que quedaron cancelados por la administración Trump. Lo importante aquí es que las autoridades locales demostraron ser más sensibles a los temas globales que las autoridades estatales superiores. Por ello, no deberíamos reducir este nuevo fenómeno a una lucha de las comunidades locales contra las regulaciones estatales: las autoridades administrativas locales se interesan por temas que son a la vez locales y globales, cosa que presiona al Estado en dos direcciones. Por ejemplo, la alcaldesa de Barcelona insiste en abrir la ciudad a los refugiados, mientras que se opone a la excesiva invasión de turistas que sufre la ciudad.
*Filósofo. Fragmento de su libro Como un ladrón en pleno día. El poder en la era de la poshumanidad (Anagrama).