El 25 de Mayo del 2003 tuvo lugar en nuestro país un hecho político curioso: asume la presidencia de la Nación un candidato desconocido para la mayoría ciudadana; y además, lo hace sin haber ganado una elección. Eduardo Duhalde, enfrentado a Carlos Menem, había buscado candidatos que pudieran derrotarlo; entre ellos De la Sota y Reutemann. Y ante el rechazo de los consultados, recurre a un ignoto gobernador del sur del país a quien cree manejaría a voluntad (las caricaturas lo mostraban con Néstor en sus rodillas como su “Chirolita”). Así las cosas, la primera vuelta, el 27 de abril, había arrojado estos resultados: 1) Carlos Menem 24,34% de los votos; 2) Néstor Kirchner 21,99 ; 3) López Murphy 16,35%; 4) Elisa Carrió 14,15%; y 5) Adolfo Rodríguez Saá 14,12% de los votos. Y pese a estos resultados Néstor Kirchner termina asumiendo la Presidencia por haber sido el segundo más votado.
¿Qué había pasado? Una fuerte mayoría de la sociedad se levantó contra la posibilidad de que Menem llegara a la Presidencia, lo que se ratificaba con cada nueva encuesta que se realizaba. Y ante la contundencia de ese rechazo, Menem desiste de participar en una segunda vuelta. Hechos que plantean una pregunta inevitable, ¿qué llevó a una condena popular tan fuerte, que hace que Menem se retire de la contienda electoral habiendo obtenido el primer puntaje? Y la respuesta debe buscarse en el hecho de que Menem había cometido el pecado imperdonable de achicar el Estado; no importaba que se tratara de un Estado sobredimensionado que no cumplía con funciones mínimas, como las de prestar los servicios básicos a la sociedad. Era la “idea” del Estado, la que se defendía, no importaba cómo funcionara.
La sociedad no quiso la posibilidad de que Menem llegara a la Presidencia
Es que en nuestro país existía, y sigue existiendo, una construcción ideológica del Estado que lo postula como la solución a las principales necesidades e inquietudes de las mayorías ciudadanas (sin que importen los resultados concretos observados). Necesidades como: 1) la sobrevivencia de los humildes, sin que exista la preocupación por generar los recursos necesarios, como si el Estado fuera una especie de lampara de Aladino que con su magia pueda distribuir riquezas sin producirlas; 2) servicios públicos baratos por medio de subsidios del Estado, que entusiasma particularmente a la clase media, así como una fuente de empleos públicos con pocas exigencias y muchas garantías de estabilidad; 3) seguridad jurídica, justamente defendida por un fuerte y sano sentimiento republicano; y 4) un sentimiento contrario a la producción privada de bienes y servicios bajo la sospecha que los que asumen esas actividades, son perversos capitalistas que se enriquecen “a costa del pueblo”.
Todo esto, fruto de un infantilismo que no repara en el mal uso que la clase política (siguiendo la orientación del voto que la lleva al Poder) hace del Estado, y que da aliento a respuestas aberrantes que claman por la destrucción del mismo, siendo que se trata de una herramienta esencial de toda sociedad civilizada, siempre que se la ponga al servicio de los ciudadanos y no para beneficio de gobernantes y capitalistas amigos. Es lo que ocurre en los países gobernados por una socialdemocracia madura, que alienta el desarrollo económico a través de las inversiones productivas privadas creadoras de empleo y riquezas y fuente de recursos genuino, derivados de sus aportes impositivos; sin descuidar la protección del trabajador haciendo cumplir modernas leyes laborales, salarios dignos y cuidados del medio ambiente.
*Sociólogo.