Parece uno de esos viejos dichos del tipo “no es lo mismo un hombre pobre que un pobre hombre” (además de otros que no se pueden repetir). Hoy tenemos que aclarar lo obvio: no es lo mismo un preso político que un político preso. El primero es alguien que sufre la cárcel por sus ideas políticas; el segundo es alguien que se dedica profesionalmente a la política, pero que está preso por cualquier razón, no (necesariamente) política.
La gramática nunca es inocente. Hay un mundo de distancia entre las dos expresiones, que va más allá de un cambio muy simple en el orden de las palabras. Sin embargo, es fácil engañar a la mente y suponer que porque dos cosas se parecen son la misma cosa. Y quienes están al tanto de esta facilidad pueden manipular al lenguaje con propósitos políticos.
Esta idea ya fue explorada por George Orwell en su novela 1984. En ella, un gobierno autoritario, de partido único, crea su propia versión del inglés llamada newspeak o neohabla, a la que le faltan palabras como “libertad”, “justicia”, “democracia”. Así, la gente podría quejarse del gobierno, pero no tendría las palabras para expresar el porqué de su descontento.
¿Es esto una pura fantasía? Un hecho conocido es que Orwell se inspiró en una obra real, escrita por el filólogo Victor Klemperer. Klemperer vivió en Alemania durante el ascenso y el auge del nazismo; siendo judío, salvó su vida solo por estar casado con una alemana. En esos años, llevó un diario secreto en el que registró todos los desmanes de los nazis con el lenguaje. Por ejemplo, no se decía “asesinato”, sino “tratamiento especial”; no se decía “tortura”, sino “tratamiento intensivo”; no “campo de exterminio” sino “campo de concentración”.
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Estas estrategias de manipulación son más exageradas bajo gobiernos autoritarios, pero las democracias no están ni mucho menos vacunadas contra ellas. En Estados Unidos, por ejemplo, el período post- 2001 vio nacer muchos de estos eufemismos, como por ejemplo “técnicas de interrogación mejoradas” (enhanced interrogation techniques) en lugar de “tortura”. En la era de Donald Trump oímos hablar de “hechos alternativos” (alternative facts), lo que no pasa de una manera elegante de referirse a las falsedades.
Una vez que estamos atentos a ellos, estos cambios parecen burdos intentos de manipulación. Pero mayormente resultan exitosos. El lenguaje no va a cambiar la realidad, pero sí puede cambiar nuestra forma de ver el mundo. Nos da el marco a partir del cual interpretamos los hechos. De manera que, si la frase suena mejor, más linda, o más inofensiva, vamos a tender a pensar en esos hechos bajo una luz más favorable.
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Cristina Kirchner, hace unos años, se negaba a usar la palabra “ajuste” y prefería en cambio decir “sintonía fina”. Es obvio por qué: los ajustes no le gustan a nadie, pero “sintonía fina” suena a algo necesario, elegante y apropiado. Eso, a pesar de que, técnicamente, las dos expresiones se refieren a lo mismo. Por lo mismo, el gobierno de Mauricio Macri prefirió no usar la palabra “crisis” y en cambio decir “turbulencia” (mientras le fue posible) reperfilamiento, etc.
Si en todos estos casos hablamos de dos palabras distintas que significan lo mismo; en los últimos días vimos la estrategia opuesta: hacernos creer que dos palabras que significan cosas distintas en realidad son la misma. Tenemos que recordar una vez más que los políticos presos y los presos políticos no son lo mismo, pero el daño en gran parte ya está hecho. Es muy fácil confundir y mucho más difícil aclarar las confusiones. Prestar atención al lenguaje que usamos, y sobre todo al que otros usan y quieren hacernos usar, es una parte necesaria de nuestra cultura democrática.