No cabe duda de que existe, frente al escenario político actual, un estado de perplejidad generalizada en todos aquellos que reivindicamos la democracia como sistema de gobierno. Frente a los habituales procesos de negociación de candidaturas, se percibe con fastidio que lo que más importa no son las ideas sino las encuestas y a cuánta gente arrastra o espanta cada aspirante a un cargo o función.
La enorme mayoría de los que habitualmente se candidatean no lo hacen porque posean una adecuada formación para el cargo ni capacidad para gestionar, tampoco por haber adquirido cierta experiencia en la función o por vocación; menos aún por su adhesión a algún eventual programa de gobierno, por lo general inexistente.
Las candidaturas son obtenidas a partir de un reparto de cargos con características semejantes a las de una subasta, cuyo resultado se determina a partir de la particular capacidad para rosquear de cada postulante. Eso sí, los que logren ser candidatos adoptarán de lleno una actitud de conmovedora súplica para que los ciudadanos los votemos.
Henry Mencken sostenía que en una democracia un partido acostumbraba a dedicar sus mayores energías a intentar demostrar que el otro partido era incapaz de gobernar, y que los dos no solo solían conseguirlo sino que además tenían razón.
En la democracia argentina esto se ha exacerbado a punto tal que, desde hace varios años, nos hemos acostumbrado a cómo la inmensa mayoría de los políticos –incluso dentro de un mismo frente o partido- intenta explicar por qué sus adversarios son peores que ellos y no por qué ellos son mejores.
No cabe duda de que en toda campaña política los candidatos suelen ser mejores actores de lo que sería cualquier actor haciendo de político; siempre será posible prometer un poco más que el oponente habida cuenta de que no hará falta que los compromisos asumidos se cumplan. Ante el dicho que dice: “quien miente debe tener buena memoria”, los gobernantes suelen fingir que no recuerdan sus promesas. Cuando ellas les son recordadas hacen todo lo posible por convencernos de que no corresponde cumplirlas aduciendo que fueron planteadas en otro contexto y que las condiciones cambiaron de manera inesperada.
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¿No deberíamos considerar al político más hábil como aquel que no necesita explicar por qué sus promesas no se cumplieron? ¿Y al candidato más honesto y convincente como aquel que reconoce que no hay que creerle demasiado? La pregunta que surge es, si en una democracia, gobernar sin cumplir con un mandato, no implica usurpar el cargo al que se ha accedido.
Hoy las encuestas indican que los candidatos a los principales puestos tienen mayor imagen negativa que positiva. Como consecuencia de esto, en las campañas no dedicarán sus esfuerzos a obtener la mayor cantidad de votantes a favor; por el contrario: emplearán sus mayores energías en lograr la menor cantidad de votantes en su contra.
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De hecho, en los últimos ballotages una enorme proporción de ciudadanos optó por elegir al mal menor, esto es, al candidato que suponía menos malo, lo que es equivalente a haber votado en contra del candidato alternativo. Si en la próxima elección presidencial se repite un ballotage es muy probable que suceda lo mismo; también que mucha gente vote en blanco.
Por todo esto, y en virtud del actual escenario electoral, no resulta muy difícil imaginar un quimérico sufragio en el que la gente en lugar de emitir un voto positivo, opte por votar en contra, de modo tal que resulte electo el candidato que obtiene menos votos negativos.
Tal votación ¿no provocaría una suerte de blanqueo electoral? ¿No se trataría de un recurso para explicitar y poner de manifiesto el desencantado que existe hoy en la mayoría de los argentinos?
*Escritor, filósofo y físico; ex director del Departamento de Historia de la UBA