El 16 de mayo de 1937 ocurrió un hecho hasta entonces inédito en el metro de París. Como era habitual, el transporte tardó tan solo 60 segundos en llegar de la estación Porte de Charenton a Porte Dorée. Sin embargo, durante el transcurso del breve recorrido, alguien asesinó a Laetitia Toureaux, una mujer que viajaba sola en primera clase. Su historia llegaría a las tapas de los medios franceses, no solo por su extraña muerte, sino por lo misteriosa que resultó ser su vida.
El asesinato de Laetitia fue el primer hecho de esta naturaleza del metro de París, en un caso que desconcertó a los investigadores porque parecía ser un “crimen perfecto”. A las 18:27 de aquel domingo de 1937, un médico militar junto a otras cinco personas subió al vagón de primera clase donde solo estaba la mujer que parecía dormida en su asiento. Cuando el metro partió de la estación de Porte Dorée, la joven cayó al suelo provocando un charco de sangre.
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Laetitia tenía clavado en su cuello un cuchillo de unos 30 centímetros marca Laguiole. El ataque había sido tan violento que casi dividió su médula espinal. No había rastro de lucha, por lo que los investigadores supusieron que la víctima no se defendió. De igual manera, tampoco había indicios de una agresión sexual.
La mujer estaba con vida cuando la hallaron e intentaba de manera desesperada hablar, pero sin éxito. Un guardia del metro, que fue el primero en ser alertado, le quitó el arma homicida, lo que provocó que la mujer se desangrara y perdiera la consciencia. Laetitia fue evacuada en una camilla e intentaron llevarla a un hospital, pero murió a los pocos minutos.
La policía llegó rápidamente al lugar de los hechos. El comisario Badin estaba a cargo de la investigación y realizó los primeros hallazgos. En la escena, estaban las pertenencias de la mujer, entre ellas su cartera y sus joyas, por lo que descartaron que haya sido un robo. También estaban sus documentos de identidad, lo que permitió descubrir en ese instante quién era la víctima.
Distintos testigos que estaban en el tren fueron interrogados, pero no resultaron de utilidad. Quienes se encontraban en los vagones de segunda clase a ambos lados del de Laetitia informaron que nadie entró ni salió por ninguna de las puertas contiguas, las cuales la policía confirmó que estaban cerradas y no tenían señales de forcejeo. Además, las seis personas que entraron a primera clase en Porte Dorée y encontraron a la víctima declararon que nadie había salido de allí y que la mujer estaba sola.
La hipótesis principal: fue obra de un asesino profesional
Laetitia había sido transportada al hospital Saint-Antoine, donde el Dr. Paul, uno de los médicos que trabajaba allí, realizó su autopsia. El profesional confirmó la sospecha inicial de la policía, quienes creían que el autor del crimen había sido un asesino profesional. Además, descartó el suicidio debido a la trayectoria del golpe.
La autopsia determinó que la mujer murió de la única herida que presentaba: la puñalada en el cuello. Según los investigadores, el asesino tuvo que haber atacado con enorme precisión, velocidad y fuerza. Por ese motivo, descartaron que el perpetrador haya sido una mujer, ya que concluyeron que pocas habrían tenido la fuerza necesaria en la parte superior del cuerpo para lograr su objetivo de un solo golpe en un vagón en movimiento.
Otra de las evidencias que apuntaba a que se trataba de un asesino profesional era el arma que se utilizó. Los investigadores de aquella época sabían que los asesinos profesionales italianos y alsacianos empuñaban cuchillos similares para llevar a cabo sus encargos. Además, dejaban el arma en el cuerpo, como sucedió con Laetitia, para indicar que no era un asesinato al azar.
En la escena del crimen también se encontraron huellas dactilares en una barra de metal detrás del asiento de ella y huellas de una pisada ensangrentada. Sin embargo, ninguna de las pistas resultó determinante.
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Nunca lograron identificar a quién pertenecían las huellas dactilares ya que no estaban registradas en la base de datos de criminales. Respecto a la marca del zapato, al menos ocho personas entraron y salieron del vagón antes de que llegara la policía, por lo que no tenían certeza de que fuera un rastro del asesino.
"Por lo tanto, desde el comienzo de su investigación, la policía dirigió su búsqueda más hacia el mundo del crimen profesional de París que a la caza de aficionados con rencor. Laetitia Toureaux no fue víctima de un acto fortuito. Ella había sido ejecutada", detallaron las historiadoras Gayle K. Brunelle y Annette Finley-Croswhite, autoras del libro "Murder in the Metro", el cual relata el caso de Toureaux.
Trabajadora de una agencia de detectives y posible espía: la doble vida de Laetitia Toureaux
La vida de la mujer fue tan misteriosa como su muerte. Laetitia Nourrissat Toureaux nació el 11 de septiembre de 1907 en la localidad italiana de Oyace. En 1920, sus padres se separaron cuando su madre decidió ir a Francia con Laetitia, su hermana y sus dos hermanos. En un principio vivieron en Lyon, pero después se trasladaron a París en busca de trabajo. Por su parte, el padre se quedó en Italia.
Durante el día, la joven trabajaba en una fábrica de cera de zapatos en la comuna francesa de Saint-Ouen. En 1929, se casó en secreto (debido a la diferencia de clase social) con Sylvain Jules Toureaux, hijo de un industrial adinerado, por lo que se naturalizó como ciudadana francesa. En 1935, su esposo murió producto de la tuberculosis.
Al momento de su asesinato, Laetitia tenía dos amantes. Ambos eran militares miembros del servicio de inteligencia del ejército francés. Sin embargo, esta información no ayudó a esclarecer quién la asesinó o la causa detrás de su ataque.
Sumado a esto, según los diarios de la época, la mujer frecuentaba salones de baile de “mala reputación”, específicamente uno llamado L’As-de-Coeur. Allí, tenía un segundo trabajo donde cuidaba el guardarropas varias noches a la semana. También se le pagaba por bailar con los clientes que no tuvieran pareja.
Mientras se trataba de descubrir quién habría enviado un asesino profesional tras una obrera, la policía descubrió que la vida de Laetitia no era tan sencilla como parecía. Además de trabajar en una fábrica y en salones de baile, la mujer era una investigadora privada de la agencia Rouff que se hacía llamar “Yolanda”.
Dentro de sus tareas, se encargaba de vigilar a sus compañeros de fábrica para evitar algún levantamiento sindical, así como de investigar infidelidades. Georges Rouffignac, su jefe, se contradijo al hablar sobre el profesionalismo de su empleada. En algunas ocasiones, afirmaba a la prensa que la mujer parecía ser una experta, mientras que en otras explicaba que tuvo que enseñarle los aspectos básicos de la profesión.
Sumado a esto, la víctima realizaba numerosas visitas por mes a la embajada de Italia. Si bien nunca se reveló el motivo de estos encuentros, se hipotetizó que podría ser espía del gobierno italiano. En esa línea, la joven había sido informante para la policía francesa durante varios años, habiendo iniciado su labor en su adolescencia.
Además, diarios de la época informaron que tenía contacto con agrupaciones políticas en París. En ese sentido, formaba parte de La Ligue Républicaine du Bien Public, una prestigiosa organización liberal con fines antifascistas. Asimismo, según L’Humanité, Laetitia habría comenzado una relación amorosa con Gabriel Jeantet, el principal traficante de armas del Comité secret d'action révolutionnaire (CSAR, también conocida como la "Cagoule"), una organización clandestina e ilegal de extrema derecha que quería derrocar el gobierno y la república.
La teoría de que fue asesinada por la Cagoule
Una de las tantas incógnitas en torno a la vida de Laetitia era su relación con la Cagoule. Los registros policiales de la época ubicaban a la mujer como una asociada conocida de la organización clandestina. Sin embargo, no especificaban la naturaleza exacta de su participación.
Una de las teorías de las autoridades era que la mujer era mensajera en la CSAR, pero que los “traicionó” informando a la policía sobre sus actividades y por eso la asesinaron. El superintendente de la policía Chenevier, que era famoso por sus instintos para resolver casos, estaba convencido de que la organización política estaba detrás del crimen de Laetitia.
La agrupación política era conocida por ejecutar a aquellos que los traicionaban y los métodos que utilizaban mostraban coincidencias con el crimen de Laetitia. En primer lugar, la mayoría de los asesinatos ocurrieron en París.
Sumado a esto, el arma homicida preferida por los miembros de esta organización eran los cuchillos. En ese sentido, la policía encontró heridas similares en Laetitia y en otras dos víctimas que se sabía con certeza fueron asesinados por la Cagoule: Nello Rosselli y Dimitri Navachine. Además, las ejecuciones compartían un “grado de riesgo” en el sentido de que eran llevadas a cabo durante el día en lugares públicos.
A fines de 1937, algunos miembros de la CSAR fueron arrestados. Dos de ellos confesaron a la policía que la organización política había estado detrás del asesinato de la mujer. Específicamente, indicaron que fue Jean Filiol, el principal sicario de la agrupación, quien mató a Laetitia.
“En cuanto a la ejecución, Laetitia Toureaux fue vigilada durante varias semanas por un afiliado de la Cagoule. El asesinato fue decidido en un consejo de la Cagoule, y el caballero Metenier (ahora detenido), uno de los líderes de esta organización fue informado de los hechos precedentes”, se detalla en uno de los informes policiales.
Si bien confesaron haber cometido otros asesinatos, ninguno de los demás miembros arrestados admitió que la organización política estuviera relacionada con el crimen de Laetitia. Además, tampoco había evidencia que vinculara a la CSAR con el crimen, por lo que la policía no siguió investigando esta posibilidad.
¿Misterio resuelto? Las cartas de confesión
Una de las teorías que investigó la policía es si la muerte de Laetitia fue producto de un crimen pasional. Si bien ambos militares con los que salía antes de ser asesinada tenían coartadas por encontrarse realizando el servicio militar, la policía no había descartado que algún otro amante haya sido el culpable. Pero este camino tampoco resultó fructífero.
La investigación estaba estancada y quedó en segundo plano cuando estalló la segunda guerra mundial. Sin ninguna nueva pista, la policía no sabía quién asesinó a Laetitia ni tenía pruebas para condenar a Filiol, su principal sospechoso.
Sin embargo, en febrero de 1948, once años después del asesinato, la causa se reabrió cuando los investigadores recibieron una carta de confesión. Lucien Elluin (apellidado Helleu en algunos medios de la época), de 41 años, había admitido haber sido el culpable del crimen del metro.
Según los diarios de la época, el hombre estaba internado en un hospital psiquiátrico de Hoerdt por sufrir ataques de “locura homicida”. Lucien había asesinado a dos mujeres, una de ellas alrededor de cuatro meses después que Laetitia y con un método similar. Si bien al principio dio descripciones coincidentes con el crimen del metro, la policía lo descartó porque su relato presentaba inconsistencias en detalles clave, como la hora del hecho.
Nuevamente, la investigación estaba estancada. Otra vez, fue una confesión la que reavivó las esperanzas. En 1962, casi 20 años después del crimen, Max Fernet, director de la policía judicial de París, recibió una carta proveniente de Alemania. En ella, un hombre, que decidió mantenerse anónimo, declaró haber asesinado a Laetitia.
Originario de Perpignan y médico, el hombre relató que la naturaleza del hecho fue pasional, ya que “se quería vengar” de que Laetitia no correspondiera sus sentimientos. Sin embargo, manifestó que no fue un crimen perfecto, sino que tuvo suerte porque, entre otras cosas, la policía no interrogó lo suficiente a todos los viajeros que quedaron en la estación y lo dejaron ir.
“Seguí apasionadamente la investigación a través de los periódicos y también supe que había cometido un crimen perfecto, no atribuible a mi inteligencia, sino a una extraordinaria combinación de circunstancias”, escribió en la misiva.
“Ahora han pasado muchos años. Soy médico, casado y hasta abuelo, pero este secreto pesaba mucho, no siendo lo suficientemente religioso como para encomendarlo a un sacerdote. No tengo más remordimientos. Usted, señor Comisario, sentado detrás de su escritorio, probablemente me juzgará con dureza, pero la verdad es que no me considero un delincuente típico, y probablemente me habría beneficiado de circunstancias atenuantes”, concluyó el supuesto asesino anónimo.
Otro callejón sin salida, solo que esta vez sería definitivo. Debido a la antigüedad del caso, el delito ya había prescripto, por lo que Fernet decidió no reabrir la investigación. De esa manera, la identidad del asesino de Laetitia Toureaux continúa siendo un misterio en un crimen que, ya sea por suerte o por tratarse de un trabajo profesional, resultó ser “perfecto”.