POLITICA
VIVENCIAS

Esa larga sombra, interminable

El autor recorrio el lugar donde habría estado detenido y simularon fusilarlo hace treinta años. Queda en Granadero Baigorria, cerca de Rosario.

RAFAEL BIELSA
ANTES Y DESPUES. Un Bielsa atlético, con look bien 70. Su carnet de estudiante en el exilio catalán. Y la primera foto que se tomó luego de permanecer como detenido fuera de la ley, en un sótano. | FOTOS: RAFAEL BIELSA

Es la tarde del viernes 7 de abril. Volvemos, con el Barón, a Buenos Aires. Tengo una sensación de disturbio en el alma. Vamos bastante rápido, pero en el interior del auto todo se desarrolla muy despacio.

—¿No te dejaron entrar? –le pregunto al Barón.

—No –me contesta–. El juez primero, y después el fiscal, dijeron que me quedara con los policías y con el perito auxiliar.

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

Cerca del mediodía habíamos estado en La Calamita, Granadero Baigorria, a las afueras de Rosario, acaso el lugar en donde estuve secuestrado hace cerca de treinta años. Cuando llegamos había tanto sol en el aire diáfano, tanta vida en el corral improvisado, en los cachorros lobunos que jugueteaban sobre el pasto, en los innumerables chicos que se asomaban desde distintas aberturas, que me resultó difícil ubicar la idea de la muerte en aquel sitio. Un ganso gañía, las gallinas cacareaban, demasiada vida en aquel lugar como para haber sido La Quinta. Denuedo, el abandono frente a esta historia que no termina de terminar, y la insalvable extrañeza de estar vivo, ocupando el lugar de otro.

—La vez anterior pensé que no me iba a pasar nada, y me devastó –me refería al anterior reconocimiento judicial, a fines del 2003, en El Fortín–. Esta vez vine preparado, y sólo siento confusión y hastío.

—Estar “cerrado” te hace imaginar demasiado, te creás un universo que no necesariamente coincide con el de alrededor, y además, ya pasaron treinta años –comentó el Barón, sin entusiasmo ni adhesión.

La recorrida por el perímetro de la construcción confirmó la primera impresión. El tanque australiano estaba demasiado lejos del cuerpo principal, había un enorme cobertizo en ruinas, el cantero podía cubrir un viejo pozo de cal, sí, el lugar en donde simularon fusilarme, pero tanto daba ese sitio como cualquier otro. Al Barón tampoco le habían permitido acompañar a la reducida comitiva en esa primera parte de la diligencia.

A la picana la llamaban “Martita” o “Martita Corrientes”. Nunca sentí otra cosa que mis propios gritos, nunca los de otros

Después entramos en la casa. Vivía una pareja, un hombre ya mayor con una mujer joven, y había muchos niños mirando la televisión, jugando sobre el piso de mosaicos. Pedí un vaso de agua, y la mujer me lo alcanzó sin decir palabra. Era un vaso del agua espesa y sabrosa que se saca de los pozos. Allí dentro todo era raquítico, provisorio, rendido. Era como la noche del día exterior desde el que venía. El contraste me contrarió. No siento deseos de tomar el horror y los huesos astillados como tema de evocación excluyente. Sin embargo, mientras algunos auxiliares retiraban el armario que tapaba la entrada al sótano, el horror y la estrechez volvieron en oleadas incontenibles, como efluvios de náuseas.

—El sótano tiene como una especie de cama de cemento en uno de sus extremos –le comento al Barón–. Si eso hubiese estado allí cuando me llevaron, yo no habría dormido todo el tiempo en el suelo. Sin embargo, la reja de la escalera es idéntica a la que yo estaba encadenado. –El auto se conmueve por una irregularidad en la ruta. Un sol absoluto que cae por su peso quita realidad a lo que decimos.

Los sentimientos buscan datos sólidos a los que aferrarse. Visitamos las habitaciones del ala este. Azulejos... Mojaban una pared de azulejos contra la que me frotaban, para atarme húmedo al elástico de cama y así facilitar el paso de la corriente eléctrica. A la picana la llamaban “Martita” o “Martita Corrientes”. El roce contra una pared de azulejos no es algo que pueda llevar a confusión. En algunas habitaciones había azulejos. Pero había demasiadas habitaciones por allí, y yo nunca sentí otra cosa que mis propios gritos. Nunca los gritos de otros torturados, sólo los míos. Y cuando estaba en el sótano, música a todo volumen, partidos de fútbol por televisión, voces colaterales, carreras de zapatos acordonados, alguna orden. No gritos de la aflicción de los otros. Así y todo, la lobreguez de aquel sitio me resultaba de a ratos familiar. Pasaron tantos años, y sin embargo...

—Me senté a esperar debajo de un laurel –dice el Barón–, y en eso se me acercó un médico forense. Yo le hablé de la búsqueda de papá y de mi hermana Sonia. El tipo lagrimeó. La gente comentaba que ayer habían encontrado la primera costilla humana. –El Barón suspiró–. Esa gente no debería trabajar sola, deberían estar siempre en grupo.

A muchos les llama la atención que Primo Levi, joven sobreviviente de Auschwitz, se haya suicidado antes de cumplir los setenta

Llegando a Escobar, yo sentía una especie de rabia, una frustración que se iba transformando en ira. ¡Treinta años! Hay un poema de Samuel Taylor ColeridgeDesde entonces, a una hora incierta, / esa agonía regresa: / y hasta que mi repulsiva historia es contada / este corazón arde dentro de mí. Podía ser: los baños contiguos, las distancias entre habitaciones, los pisos y las baldosas. Pero no lo era, porque mi memoria, que hubiera podido revelarme el secreto, era quien mejor lo guardaba. Qué viscosa puede llegar a ser la muerte.

El Barón me dice que mientras estaba sentado bajo el laurel, sobre una piedra llena de ángulos, se le acercó uno de los pibes, de ocho o nueve años. Estaba montado sobre una bicicleta vieja, pero que tenía un excelente cuadro, y se pusieron a hablar. “A mí me gusta el auto de la policía”, le confió el niño.

—¿Te gustan los autos? –el Barón buscaba entrar, al menos dentro de la confianza del chico.

—¿Ese es un “ocho por ocho”? –el pibe señaló con el dedo mi auto.

—¿Cómo un “ocho por ocho”?

—Y sí, hay “tres por tres”, “dos por dos”. Las chatas, por ejemplo, son “cuatro por cuatro”. A mí me gustan los autos de la policía. Mi papá me dijo que allá la policía mató a unos chorros, y que después los enterraron. –“Allá” era donde estaba trabajando el médico forense.

—Vení, sentate –el Barón le hizo lugar en la piedra afilada–. Tu papá está muy equivocado. Vos tenés que contarle esto que te voy a decir, no te vayas a olvidar. Hace muchos años, una gente mala mató a una gente buena. Lamentablemente, mucha de esa gente mala era policía. Por suerte, hoy hay policías buenos que nos están ayudando, como estos que ves por acá. –En ese momento, se acercó un policía con el enésimo vaso de agua. El pibe tomó un par de tragos.

—Se lo voy a contar esta noche –dijo con aire reflexivo–. Hoy es el cumpleaños de mi prima.

Rumbo a Buenos Aires, trato de imaginarme esa festividad en la casa desquiciada, al padre ya mayor escuchando a la criatura inquisidora, partes acaso involuntarias de una historia que no termina, que no va a terminar todavía por muchos años. Una larga sombra, como la que extrae el sol menguante del contorno de mi auto.

A muchos les llama la atención que Primo Levi, joven sobreviviente de Auschwitz, se haya suicidado antes de cumplir los setenta. Yo siempre creí que él había mirado a la muerte a los ojos cuando sus pocos años la hacían, en algún sentido, irreal, y cuando la vejez se la trajo de cuerpo presente, no pudo soportar aquella mirada. Entonces se suicidó, arrojándose al vacío, por el hueco de la escalera de su casa. Dejó atrás la vida, y con ella la larga sombra que no lo había abandonado ni un instante desde que todo había sucedido. Tal vez sea así cómo funciona.