SOCIEDAD
El libro que marco a generaciones de mujeres

Seis escritoras revelan qué significó para ellas descubrir el universo de 'Mujercitas'

Selva Almada, Laura Ramos, Julia Coria, Sonia Cristoff, Tamara Tenembaum y Mercedes Funes reflexionan sobre la influencia de Louisa May Alcott y su reivindicación como novela feminista.

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Formatos. El jueves se estrena la película con Saoirse Ronan como Jo. Uno de los diseños de la reedición de Penguin Random House. | cedoc

Meg, Jo, Beth y Amy. Las chicas March –con la segunda, escritora y periodista, reivindicada en este siglo de las mujeres como un espíritu libre y feminista– vuelven, esta vez en una versión cinematográfica adaptada por la genial Greta Gerwig, ignorada en las nominaciones al Oscar. Pero gracias a una reedición del texto original –no el publicado en 1880– que Florencia Cambariere llevó adelante para Penguin Random House, y que ofrece tres tapas de lujo para elegir, el clásico se relee o se descubre con deleite.

PERFIL invitó a seis talentos de la literatura argentina a recordar cómo las influyó conocer a las March, qué significa Alcott vista con la mirada de hoy, y si soñaban –como todas las que nos dedicamos a las letras como única forma de vida concebible– con convertirse en adultas con las manos manchadas de tinta, como Jo.

La argentina que siguió los pasos de Louisa May Alcott

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Conoció su casa, y luego ideó En el huerto de las mujercitas (PRH): Gloria V. Casañas no solo prologó la reedición de Mujercitas, sino que también estuvo en los mismos espacios de Louisa May Alcott.

“Viajar a través de los libros es hermoso, pero viajar y encontrar los lugares donde transcurrieron nuestras lecturas es un regalo inesperado. ¡Descubrí que la casa de las Mujercitas existía!”

”Orchard House emerge entre los bosques de Concord con sus tejas castañas, su chimenea humeante y su pequeño porche, llevándonos a ese umbral suspendido entre la ficción y la realidad, creando la ilusión de que caminamos entre las páginas de un libro. Y no de cualquier libro, sino del que marcó la infancia y la adolescencia de casi todas las escritoras y gran parte de los lectores de todo el mundo.

”Mujercitas sigue siendo una lectura iniciática, y la que más se recuerda por la cantidad de veces que la hemos releído. Recorrer las habitaciones, conocer el escritorio mínimo sobre el que Louisa escribió su afamada novela, espiar el parlor donde celebraban sus tertulias, o descubrir las iniciales de la madre, Abigail Sewall, en la vajilla del cristalero supone un impacto emocional profundo. ¡Entonces era cierto! Aquí vivieron las hermanas March, es decir, las hermanas Alcott. En este sofá anticuado rieron, soñaron y sufrieron las primeras pérdidas de sus vidas.

”Yo sentí que acababa de conocer a Louisa May Alcott recién luego de esa visita, y quise dar forma a esos recuerdos. Por eso volví a Concord unos años después, con el propósito de investigar a fondo su vida. Mujercitas adquirió una profundidad inesperada a partir de entonces, y comprendí por qué es un libro que deja huella en sus lectores. La propia Louisa se filtra a través de los episodios juveniles que narra, con su independencia de carácter, su espíritu libre y su humor”, cuenta.

 


 

Selva Almada. “Mis amigas encontraban ‘machona’ a Jo”

Leí Mujercitas a los 9 o 10 años. Hasta esa edad, había compartido lecturas que hacían mi hermano, mi primo y sus amigos: mucho Mark Twain, Emilio Salgari, revistas de historietas; y en la escuela armamos una especie de club de lectura espontáneo con dos amigas del curso. En realidad éramos solo nosotras tres que nos encerrábamos en la biblioteca durante los recreos o en contraturno.

Por ellas descubrí a Louisa May Alcott. Tenía sentimientos encontrados con sus libros: los amaba al mismo tiempo que me torturaban; yo nunca sería una chica tan buena y tan generosa como las chicas de Alcott. Yo no escribía ni quería ser escritora (pero quería ser periodista), así que Jo era mi personaje favorito.

Mis amigas, en cambio, la encontraban demasiado masculina (o “machona”, como decíamos en el pueblo). En ella sentía eso que hoy puedo reconocer como impronta feminista: Jo era independiente, tenía ideas propias sobre las cosas.

Pero honestamente no había pensado los libros de Alcott como protofeministas hasta hace poco, cuando empezaron a aparecer algunos artículos en ese sentido. Tampoco conocía su biografía.

Hay un breve ensayo de Ursula Le Guin, La hija de la pescadora, que relaciona la vida de Alcott con el personaje de Jo.

No releí la novela nunca más; tal vez ahora podría encontrar otras claves. Pero el recuerdo que tengo es sobre todo el de un universo femenino donde el centro de todo era el cuidado: de la familia, las hermanas, los padres, los hijos del marido… y eso en el fondo me disgustaba bastante, porque ya en la infancia había algo de ese plan que a mí no me cerraba.

 

Laura Ramos “Alcott escribió movida por el deseo”

Mujercitas fue para mí lo que, imagino, fue el manifiesto comunista de Marx y Engels para los jóvenes ingleses de 1848. Una conmoción.

Lo leí a los 9 o 10 años, estupefacta. La moral puritana de Mujercitas le dio sustancia y cuerpo a mi espíritu, le dio concepto e ideología al profundo horror que representaba para mí el way of life revolucionario de mi familia. Fue mi libro de autoayuda, mi novela de formación.

Cuando años más tarde supe que Louisa May Alcott se había criado en una comunidad utópica à la Fourier, que leía a Platón a los 11 años, que se había alimentado de avena como yo de pizza con muzzarella y que la chimenea de su casa rara vez tenía leña, entendí por qué me había conmocionado tanto.

¿Por qué el fuego de la chimenea de Jo March, la heroína, llamea y resplandece como ningún otro fuego de la literatura? ¿Por qué los panes que la familia March regala a los Hummel, unos pobres inmigrantes alemanes, huelen tan exquisitos como ningún otro pan de la literatura? ¿Por qué el corte de pelo de Jo es el corte de pelo más llorado de las historias de muchachas?

 Porque Louisa May Alcott hizo ficción con material imaginado, no con material proveniente de la vida real. Ella fundó el género hogareño sin conocer jamás un hogar verdadero. Escribió “movida por el deseo”, como el slogan feminista. Su fuego es ilusorio, sus leños falsos, los panes de utilería, el pelo una peluca, el hogar una fantasía. En la novela, estos elementos dramáticos lanzan destellos extraordinarios, brillan de modo sobrenatural porque son fuegos y panes y pelos provenientes del mundo iridiscente de la pura ficción.

Hasta sus Mujercitas son mujercitas irreales porque ella, según escribió en sus diarios íntimos, escondía un alma de varón tras su delantal de costura, como su personaje Jo.

 

Julia Coria “Conocerla fue encontrar una aliada”

Me decís Mujercitas y me teletransporto. Me da la sensación de que más que un libro es un evento en la vida de los lectores, uno de esos sucesos de los que, cuando se nombran, te acordás qué estabas haciendo cuando ocurrieron. Lo leí en séptimo grado, en el proyecto escolar de libro rotativo. Fines de los 80, yo iba a una escuela de monjas en Adrogué. En mi grado éramos 31 mujeres y 7 varones. A la hora de leer, esa distribución se invirtió. La maestra dividió el curso en grupos y asignó un libro a cada uno: todos libros protagonizados y escritos por varones, salvo por Mujercitas. Mientras los protagonistas de los otros conquistaban el mundo, las hermanas March bordaban pañuelos y salvaban las papas hasta que el padre retomara las riendas. O esa fue la lectura que hicimos en clase, fascinadas por la descripción de gestos de pretendida femineidad. Todavía recuerdo la forma en que mi maestra se refería a la que no se plegaba a ese modelo: la machona.

La machona era Jo, y rápidamente me identifiqué con la chica con andares de chico y no sé cuántas evidencias físicas más de lo que verdaderamente importaba: que había encontrado la salvación en la escritura. Todos esos gestos no eran más que las pistas de una apuesta contracultural, con todas las limitaciones del caso, pero me resultaron una inspiración enorme. Nada me daba más miedo que realizarme en el modelo que la escuela tenía para ofrecerme en mi condición de mujer. Conocer a Jo fue encontrar una aliada.

 

Tamara Tenenbaum “Que se llamara así era una contraseña”

Crecí en los años 90, la década del plástico y los juguetes bien diferenciados para nena y para nene: hasta los yoyós eran azules o rosas, los mazos de cartas de princesas o de Dragon Ball. Como muchas otras chicas, a eso de los 9 o 10 años yo expresaba en el rechazo al rosa algo que no sabía nombrar: no era que no quisiera ser mujer, pero algo en eso que nos vendían a las de mi género se me hacía más infantil, más bobo, más aburrido. Reclamar el azul era reclamar la valentía, las ganas de viajar y de conocer, el hambre de futuro, esas cosas que se invitaba a los varones a tener en forma de juguetes de autos y aviones y cosas que se movían en lugar de quedarse quietas en sus casas.

A una edad en la que ya era grande para que me divirtieran las muñecas, Mujercitas era el único consumo para nenas del que me enorgullecía. Que se llamara así era una especie de contraseña, un truco –yo suponía– para engañar a nuestros padres: estaba en diminutivo y todo, pero adentro había muerte, había guerra, había pobreza, había chicas que se agarraban de los pelos y que casi terminaban matándose. Había hermanas que, como mis hermanas y yo, eran muy distintas entre sí y dirimían esas diferencias a veces con gracia y a veces con ira.

Mujercitas fue el principio de la literatura que me fascinaría a mí, la que yo trataría –trato– de leer y hacer para siempre, la que piensa que sobre la vida común de la gente común pueden escribirse las cosas más maravillosas.

 

Mercedes Funes “Nos enseñó a ser lo que quisiéramos”

Mi abuela me leía Mujercitas (y toda la saga) antes de que pudiera leer yo misma sin cansarme. Lo hacía con la entonación correcta y grandes exclamaciones, para que nos enamoráramos las dos al mismo tiempo de Jo March y viviéramos el momento en que se corta el pelo más como triunfo que como un sacrificio. Me acuerdo de rogarle que siguiera leyendo hasta que se quedaba ronca, y también de que en la misma época me corté el pelo sola en la peluquería de muñecas que armé en casa, con bastante menos gracia que Jo, y la única colaboración de las japonesas que atendían la peluquería de verdad —que estaba enfrente— para emprolijar un poco el corte à la garçon que terminé por llevar durante todo el año en que fui un varón furioso, que se daba vuelta por la calle a responderle a las señoras: ‘¿No ve que tengo aritos?’ cada vez que me decían: ‘Qué lindo nene’.

Mi abuela, que nunca se dijo feminista pero aprendió a coser y a manejar a los doce años y me repetía que las mujeres teníamos que ganar nuestra plata y tener registro incluso si no teníamos auto, me enseñó a amar la moda y los libros casi por igual. Mujercitas era y es la novela que nos enseñó que podíamos ser lo que quisiéramos. Tiene una gran lección para ese feminismo que hoy parece querer volver a imponernos mandatos: en el mundo de Alcott hay lugar para Meg, Jo, Beth y Amy. Ninguna es mejor ni peor, y juntas son mucho más fuertes. Es una inspiración y tiene que ver con el mensaje de Feminista en Falta.

 

María Sonia Cristoff “No había diferencias entre Jo y yo”

Lo que en mi infancia yo adoraba en Mujercitas era el hecho de que Jo hacía cosas que las chicas de mi pueblo natal consideraban contradictorias, eso de que se trepaba a los árboles y, a la vez, era una fanática de los libros. Me sentía muy identificada. Y eso es lo que como escritora me ha quedado de Jo, creo, una pulsión libresca que incorpora también la vida, la experiencia. Pero volviendo a la infancia, decía, yo tenía una vida urbana en Trelew, todo lo urbana que puede haber sido una ciudad del sur en los 70, una vida definitivamente libresca, eso sí, y a la vez otra vida de mucho contacto con la naturaleza en la chacra de mis abuelos, en el valle, cerca del río, una especie de escenografía en la que yo también trepaba a los árboles y armaba excursiones y rescataba náufragos de los arroyos y etc., no viene al caso.

Lo que sí viene al caso es el hecho de que, como esas dos versiones de mi vida eran vistas como contradictorias por la mayoría de mis amigas, yo tenía en Jo a mi aliada, mi interlocutora. Tenía diálogos mentales constantes con ella. Y diálogos acerca de ella. Y pensamientos acerca de ella. Me había espejado, creo. En las clases de inglés, había estudiado especialmente el sonido de esa J de su nombre porque me había dado cuenta de que, en castellano, al oído, podía hacer que casi no hubiera diferencia entre ‘Jo’ y ‘yo’, y pensaba con pena en las pobres lectoras de habla inglesa que tendrían que perderse esa proximidad.