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El futuro del mecenazgo: filantropía política y valores

A lo largo de la historia cultural, los artistas dependieron en gran medida del mecenazgo para su desarrollo; en determinado momento, el avance tecnológico generó un mercado cultural para las artes tradicionales, que determinó que los artistas accedieran al mercado y solucionaran de ese modo su subsistencia. Sin embargo, la producción cultural independiente requiere nuevas formas de apoyo, y los legisladores buscan la participación activa del sector privado-empresarial. La ley reconoce el derecho a la cultura y la libertad de expresión, pero la pregunta es ¿todas las manifestaciones artísticas son igualmente valiosas como para justificar el desvío de recursos para su sostenimiento? Este impulso a la cultura -dice el autor de este texto, tomado de "Mecenazgo: Hacia una ley nacional", recientemente publicado por Eudeba- tiene futuro si se basa en la filantropía política, los valores y la libertad.

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Mecenazgo | CEDOC/Pompidou Pauline Loroy

El mecenazgo histórico posee una importante relación con la evolución de la economía de la cultura. Es importante tener en cuenta que el arte ha ido variando su forma de financiamiento a lo largo de su evolución; han quedado testimonios arqueológicos que prueban que en la prehistoria, el hombre, recolector, cazador o agricultor, sintió la necesidad de expresar sus inquietudes y conocimientos, y que para ello debió aprovechar sus momentos de ocio o quitar tiempo de sus quehaceres diarios para transmitir sus vivencias, sentimientos y sentido de la estética, a través de la representación de hechos y experiencias (teatralidad), la percusión, la danza y la pintura. 

Podríamos decir que, al igual que quien se desempeña hoy en día como aficionado a alguna expresión artística, dependía de un autofinanciamiento, de un sustento familiar o de la pequeña tribu, comunidad cuasi familiar o clan, en el que todos realizaban aportes de tiempo e insumos para las producciones artísticas, como espontánea manifestación espiritual, solidaria y moral, sin tener en principio demasiada conciencia sobre su importancia para la cohesión y fortalecimiento del grupo.

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Foto: Pompidou Pauline Loroy

Significativamente fue el arte el que rescató al hombre de la prehistoria, puesto que la aparición de la escritura, hija del arte pictórico y la oralidad, sistematizados en códigos que expresaban ideas o fonemas, fue el descubrimiento que posibilitó a la humanidad acceder a otro nivel de evolución, por lo que los investigadores coinciden en fijar ese período como punto de referencia de inicio de la historia.

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A medida que las combinaciones de materiales y destrezas se han ido sofisticando, el artista necesitó más tiempo para la producción de su obra, en detrimento de la realización de las tareas que normalmente se desempeñan para procurar el sustento y el cuidado propio o del grupo familiar.

Si el mecenazgo es la acción de sustentar la actividad artística realizada por especialistas en la tarea, posiblemente el primer mecenazgo haya surgido de la distribución de roles en el clan familiar o tribu organizada, cuando esta decidió aprovechar al máximo el talento de sus artesanos, relevándolos de las actividades económicamente indispensables como la caza o la agricultura.

La tribu debe haber sido capaz de esa organización que le permitiera distribuir roles, destinando a algunos miembros para determinadas tareas artesanales, o encomendar a los más ancianos, más experimentados en la fabricación de utensilios, pero con cierto desgaste de aptitudes físicas necesarias para enfrentar a la naturaleza. En cualquier caso, esta división de roles implicó que quienes se podían hacer cargo de las tareas fundamentales para el sustento de alguna manera costearon el trabajo creativo y técnico de otros. Dicho trabajo creativo contendría necesariamente formas características y símbolos, que irían conformando la identidad estética de la comunidad, en las primeras manifestaciones de arte.

Si la verosímil hipótesis antropológica es cierta, puede observarse que desde siempre el mecenazgo ha sido ejercido con una visión estratégica de beneficio social, solidariamente y con claros beneficios tecnológicos, políticos y económicos. Siglos de evolución fueron determinando que los artistas deban recurrir a la ayuda económica de los poderosos de su tiempo, y así poder aplicarse a las disciplinas que fueron superando la rudimentaria técnica de un aficionado, para requerir profesionalismo y dedicación exclusiva. 

Así aparecieron los primeros mecenas, fundamentalmente líderes políticos, empresarios o religiosos, que administraban los recursos que producían las sociedades, y que a su vez entendían que debían dotar a la organización que lideraban de un sentido trascendente, una simbología que la exprese y la visión de un orden que legitime su posición. Entre estos se destacó Mecenas, el patricio romano, que inmortalizó su nombre a través de esta práctica que le reservó un lugar de gran prestigio en la historia. 

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El mecenazgo era la fuente de recursos casi excluyente para todas las disciplinas artísticas, a excepción de los elencos teatrales y comunidades circenses, que lograban público para sus espectáculos ambulando por diversas ciudades; de esta manera, una buena cantidad de pequeños aportes a manera de entrada o "a la gorra" evitaban la dependencia de un mecenas. A falta de tecnología para la reproducción mecánica o industrial de productos culturales, solo las manifestaciones culturales que podían reproducirse a sí mismas ante un público numeroso y recurriendo a la movilidad de una vida nómade lograban ser autosustentables. 

La constante es que el arte era un hecho presencial o exclusivamente manual, en el caso de las artes visuales. A mediados del siglo XV se produjo una gran revolución: llamativamente la última de las manifestaciones artísticas no tecnológicas en aparecer, y que marcó el fin de la prehistoria al hacerlo, fue la primera en encontrar la manera de reproducirse de manera industrial. La imprenta de tipos móviles de Gutenberg desterró la reproducción manuscrita de la obra literaria, inaugurando la Edad Moderna (Maguncia, Sacro Imperio Romano Germánico, 1455).

Pero para que la reproducción industrial de un libro implique la posibilidad de vivir del arte para su escritor, sin la ayuda de un mecenas, fue necesaria la evolución de la ciencia jurídica, a través de la aparición del derecho de autor.

Aproximadamente 260 años después de la aparición de la imprenta, se dictó en Inglaterra el Estatuto de la Reina Ana, que reglamentó el derecho de copiar o reproducir (copyright), el cual fue publicado en abril de 1710 con el nombre de "Ley para el Fomento del Aprendizaje, al permitir las copias de libros impresos por los autores o de los compradores de tales copias, durante los tiempos mencionados en la misma".

Así fue como la literatura fue la primera disciplina artística sedentaria que pudo prescindir del mecenazgo tradicional, cuando el libro completó su proceso de transformación como la primera industria cultural, dejando posteriormente el legado del derecho de autor para el resto de las disciplinas y a todo tipo de creación intelectual. Tendrían que pasar casi cuatrocientos cincuenta años desde la invención de la imprenta para que otra rama del arte lograra transformarse en industria; a fines de siglo XIX, principios del XX, Thomas Edison y Emile Berliner rivalizarían en Estados Unidos para crear los modelos mecánicos de reproducción musical más eficientes.

Pero antes, a mediados del siglo XIX, aparecería una nueva disciplina artística con características que le harían competir en el terreno de las artes visuales. La fotografía, que pudo prescindir del mecenazgo tradicional al insertarse exitosamente en el comercio desde su nacimiento, encuentra su origen más logrado en el invento del francés Louis Daguerre, el daguerrotipo.

Lo que la fotografía fue a la pintura, el cine fue a las artes escénicas, el avance de la tecnología permitió el registro de tomas fotográficas sucesivas e inmediatas, pudiendo reproducir la realidad visual en movimiento. Los hermanos Lumière presentaron el primer film en París, en 1895. Es decir, el avance de la tecnología, además de permitir el nacimiento de nuevas disciplinas artísticas, generó un mercado cultural para las artes tradicionales, que solo podían desarrollarse a partir de la posibilidad de reproducirse industrialmente, a través de diversos formatos (libros, tubos metálicos, discos de pasta, de vinilo, papel fotográfico, cintas de audio, casetes, cintas cinematográficas, láminas, etcétera); no obstante, la tecnología simplificó tanto los métodos de reproducción al llegar la era digital (a través de los discos compactos, Internet, etcétera) que, así como a lo largo del tiempo posibilitó el desarrollo de la industria cultural, al iniciarse el siglo XXI la puso en crisis.

Los accesibles métodos de reproducción generaron la imposibilidad de controlar eficazmente la piratería, lo que puso a prueba la creatividad de juristas, legisladores y técnicos en informática a fin de inventar nuevas formas de protección del derecho de autor o retribuir debidamente al artista por su trabajo. El modelo jurídico inaugurado por la reina Ana en 1710, que llegó a perfeccionarse y expandirse en diversidad de normas, requirió de diversas adaptaciones a través del tiempo.

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Mecenazgo y mercados

En la actualidad, existiendo un mercado cultural, el mecenazgo no tiene sentido para los artistas que logran insertarse en el mismo, debido a que el mercado provee a esos artistas de la retribución necesaria para sostener sus producciones; lo dicho podría encontrar una excepción en pequeños emprendedores que suelen requerir un primer envión para acceder al mercado y posteriormente prescindir de ayuda.

Tampoco es necesario cuando es el Estado el que decide financiar una producción artística, dado que este retribuye a través de las correspondientes contrataciones. Alguien podría afirmar, sin incurrir en un yerro total, que el Estado es un gran mecenas, pero es preferible no profundizar en esta afirmación, a fin de no aportar confusión a lo que estamos tratando de explicar, dado que, desde un sentido amplio, podría decirse que el mercado también lo es, diluyendo así el objeto de nuestro estudio hasta tornarlo vacuo.

La tarea fundamental del mecenazgo es financiar el arte y la cultura cuando estas, aun siendo valiosas para la comunidad, no son asimiladas por el mercado ni por el Estado; de esta manera se brinda la oportunidad de que la sociedad conserve un espacio de expresión y desarrollo independiente. La producción cultural independiente es muy vasta y suele manejarse en circuitos emergentes, lo cual imposibilita que el mecenazgo tradicional pueda abarcar la mayor parte de la demanda de recursos, por lo que los legisladores debieron imaginar nuevos métodos para que el sector privado-empresarial se involucre más activamente en este importante estrato del quehacer artístico y cultural.

Así nació el mecenazgo contemporáneo, consistente en un método de detracción del impuesto que debe pagar el contribuyente, en tanto este haya colaborado con un proyecto cultural distinguido por alguna instancia oficial. Este acto de colaboración es tenido en cuenta como un pago a cuenta del impuesto al que refiera la correspondiente ley. 

En virtud de lo dicho anteriormente, es esperable que la correspondiente instancia oficial distinga proyectos culturales que, al menos a priori no puedan autofinanciarse, cuestión de suma sensibilidad, si se tiene en cuenta que el mecenazgo contemporáneo no es para que el Estado financie lo que ya posee rentabilidad o fuentes propias de sustentación, sino para que quienes carecen de esas posibilidades puedan tener una oportunidad.

En materia de impuestos existen dos conceptos parecidos pero que expresan diferentes sentidos:

a) Por un lado la "deducción de la base imponible" o "deducción antes de liquidar el impuesto", refiere a la acción de reducir la facturación (impuesto local) o la ganancia gravada (impuesto nacional), debido al ejercicio de alguna liberalidad o donación a determinadas instituciones para diversos tipos de actividades filantrópicas, previstas en las leyes fiscales aplicables, lo cual termina reduciendo proporcionalmente el impuesto que se aplica a partir de la alícuota correspondiente y hasta un determinado límite (tal el caso del art. 85 de la Ley de IGG de la Argentina).

b) Por otra parte la "deducción impositiva" o "deducción del impuesto una vez calculado, alude a la acción de reducir su importe (no la base imponible), en virtud del cumplimiento de determinada condición o por haber efectuado un pago a cuenta.

El mecenazgo se desarrolla combinando diversos procesos, entre los que se encuentra la "deducción impositiva", dado que el financiamiento de proyectos culturales genera al contribuyente un derecho de reducir el pago de determinado impuesto en las condiciones y con los límites que fija la ley. Dicha reducción se da en forma directa sobre el monto del impuesto, y no como en el caso a), a raíz de una disminución en la base imponible.

 

Mecenazgo y política cultural

Resulta interesante referenciar el mecenazgo con la política cultural: el mecenazgo contemporáneo es una práctica surgida en el ejercicio de la filantropía política, tanto desde el punto de vista etimológico como en su instrumentación. Desde el punto de vista etimológico, Cilnio Cayo Mecenas, además de ser una personalidad con gran sensibilidad para apreciar y valorar el arte, ocupó un papel preponderante en la organización política y social del Imperio Romano, siendo uno de los dos hombres de mayor confianza de Augusto César.

Mecenas, que perteneció a una familia aristocrática que se remontaba a la época del esplendor de los etruscos, no quiso vivir una existencia adormecida entre los algodones de los muchos privilegios que su posición le otorgaba, sino que eligió el camino de la política a través del desarrollo de las artes, tomando el riesgo de incursionar en esas lides para la construcción de un gran imperio que fue, durante la Edad Antigua y principios de la Edad Media, el mayor faro cultural que iluminó las artes, la arquitectura, la ciencia jurídica y la religión.

En honor al significante, el concepto de mecenazgo no debería ser visto por el contribuyente solo como una estrategia publicitaria o un acto de filantropía puro y simple, así como tampoco para el Estado es conveniente que se lo considere una mera disminución de ingresos fiscales. Quedarse en esa mirada superficial es conformarse con poco, y a la luz de lo dicho hasta aquí, quizás equivalga a poseer una visión paleolítica del arte y la cultura.

Desde el punto de vista de su instrumentación, el mecenazgo parte de la filantropía política; ahora bien: ¿es posible escindir el concepto de filantropía política de los valores? ¿Puede ser el simple ejercicio de la libertad de expresión el único valor a promover y custodiar? ¿Hay valor en toda manifestación cultural? ¿Hay valor en toda creación artística? ¿Hay valor en cualquier forma de ejercicio de la libertad de expresión? 

En principio afirmamos sin titubear que hay valor en el hecho de que la ley reconozca el derecho a la cultura, a la manifestación artística y a la libertad de expresión, pero sería aventurado caracterizar a todos los rasgos culturales y creaciones artísticas como valiosas, así como a todas las formas de ejercer la libertad de expresión.

¿Es valioso exhibir cabezas humanas en un museo o reducirlas a través de un elaborado proceso artesanal? ¿Es valioso torturar animales indefensos hasta la muerte? ¿Es socialmente valiosa la pornografía como arte visual o audiovisual?

¿Es valioso ejercer la libertad para ofender, calumniar, injuriar o burlarse de lo que es simbólicamente sagrado para un grupo humano, mayoritario o no? ¿Es valioso manifestarse en contra de la igualdad de trato, oportunidades o dignidad de un sector social?

Por supuesto que a muchos nos asustan los conceptos morales aplicados al arte, porque a lo largo de la historia hemos visto cómo se ha usado a la moral como azote contra la libertad, pero tomar partido definitiva y absolutamente por una de estas antípodas sin dudas nos depositará en un inconveniente fundamentalismo. En la actualidad es común observar manifestaciones que atacan valores ancestrales de nuestra propia cultura, vociferando airadamente que quien ose dudar sobre su derecho a ofender es enemigo de las libertades y dignidades humanas. Las manifestaciones de este tipo suelen ser potentes y negadas al diálogo, no resisten el análisis racional.

El equilibrio es difícil, se trata de no caer en la censura arbitraria pero tampoco desbarrancarse en el vacío cultural; ambas amenazas son igual de peligrosas, ambos males le han provocado y seguirán infligiendo grandes sufrimientos a la humanidad. Cualquier política cultural, cualquier ideal de filantropía política aplicada al arte, debe asumir el desafío de caminar por ese estrecho puente que comunica al hombre con su verdadera libertad, aquella que reconoce sus límites en la dignidad de los demás.

Pero la libertad no es la única utopía que propone nuestra cultura, también están la fraternidad, que es la cualidad de ver en el otro a un hermano; la igualdad, que consiste en la paridad de derechos y las garantías de gozar de un mínimo de posibilidades para ejercerlos; la paz en el seno familiar, que garantice a nuestros niños el aprendizaje del amor real; la lealtad, la tolerancia, etcétera.

Si la cultura no es algo más que el ejercicio de una libertad, si no es algo más que la creación de estéticas ¿por qué el Estado debería resignar parte de su recaudación para incentivar su financiamiento, por qué otorgarle ese estatus equiparable a otras actividades socialmente más esenciales como la salud, la educación y la obra pública, entre otras urgencias?

Solo una gestión cultural enfocada en valores sociales puede contestar razonablemente esa pregunta y es solo esa conexión lo que justifica una ley de mecenazgo. Los gestores culturales que trabajamos en la administración pública somos los mayores responsables de procurar ese equilibrio, ser y parecer moralmente probos, impidiendo que los principios sean usados para el  estrangulamiento de una libertad plural y diversa, desalentando las manifestaciones que ofenden la moral pública en la que se basa el cuidado de la salud, el acceso a la educación y el faro de nuestras utopías.

Solo una concepción de cultura orientada al fortalecimiento espiritual y simbólico de la comunidad puede justificar la distracción de recursos fiscales, que podrían usarse en las altas metas que la Constitución encomienda al Estado, para que los contribuyentes puedan invertirlos directamente en un proyecto cultural a través del mecenazgo. 

¿Pero cuándo una gestión cultural es capaz de lograr semejante meta, que involucra culturas ancestrales, filosofía y el hecho de cuestionar sanamente un sistema moral que es la base de nuestras leyes, nuestras instituciones y nuestra propia cultura? Desde ya que no se trata de un desafío para cualquiera, no admite acomodarse en estructuras vigentes, pero tampoco en las atractivas y marketineras modas ideológicas. 

Necesitamos personas desprejuiciadas ante lo nuevo pero también ante lo ya establecido, que sepan leer la hermenéutica de los tiempos, que comprendan a las distintas generaciones humanas a partir del real conocimiento histórico de los tiempos que les tocó vivir, respetuosos de las culturas, las creencias, las formas de vida, y por sobre todas las cosas, es necesario que sean amantes de la libertad.

La observación del último lustro de nuestra historia nos lleva a preguntarnos si constituye amor a la libertad la sustitución experimental e ideológica de tabúes impuesta desde un sector de la élite económica y desde la intelectual. Cualquier filósofo constructivista podría hablar y ejemplificar, mucho mejor que el autor, respecto a la adopción de los tabúes que toda cultura va asumiendo para erigirse en comunidad humana. Es imposible pensar en la construcción social sin libertades y el ejercicio de esas libertades demandan su lado "antipático", un sistema de tabúes y prohibiciones.

 

Filántropos apasionados

Es imposible una comunidad sin normas, sin leyes, y estas se basan en las reglas de juego que distinguen lo deseable de lo permitido, de lo tolerado, de lo prohibido y de lo penado, como resultante de un sistema moral. Ese sistema moral, junto a la tecnología propia de cada tiempo y los recursos naturales de cada geografía, demanda un ejercicio, una estética, un simbolismo, una representación; todo eso es cultura.

Los gestores culturales debemos ser filántropos apasionados de una humanidad capaz de lograr maravillosas síntesis culturales en forma de manifestaciones artísticas de calidad, teniendo presente que la pasión no justifica la ingenuidad, la amnesia ni la ignorancia. Es un gesto de responsabilidad política analizar científicamente y en profundidad las novedades cognitivas que proponen las ideologías, con la declamada intención de cuestionar o profundizar conceptos morales. Las posibilidades que brindan los avances tecnológicos no pueden ser la medida de nuestra ética, o terminaremos creyendo que es lícita cualquier forma moderna de degradación humana y justificando la utilización de la energía atómica en los conflictos bélicos.

Algunas ciencias, como la antropología y la ética, así como las principales religiones, poseen la capacidad de guiar y encaminar la praxis científico-técnica y no al revés, como a veces pareciera pretenderse. La cultura fomentada desde el sector público debe dar cuenta de esta realidad que integra la diversidad de conocimientos adquiridos por la humanidad a lo largo de los siglos, sin desentenderse de valores fundamentales; de lo contrario quedará convertida en vocera de la ciencia y de la técnica, conocimientos que, por seductores y pragmáticos que puedan ser, no cuentan con herramientas para señalar sus límites éticos e indicar el sentido de la vida individual, ni tampoco la colectiva.

Así como es lícito y deseable buscar el perfeccionamiento de nuestro sistema de normas a través de las pujas filosóficas y culturales, es un contrasentido que un gestor cultural público se erija en vanguardia destructiva de las bases filosóficas socráticas, jurídicas romanas y morales judeo-cristianas que han dado origen a nuestra cultura, entrando en franca contradicción lógica con la legitimidad para ejercer su poder.

El sector público cultural no es inmune a la proliferación de funcionarios que parecieran desconocer la Constitución, sin advertir que su propia legitimidad va diluyéndose en una ética licuada, desprovista de principios firmes. En el último lustro ha sido notable la acumulación de nuevos tabúes, erigidos sobre la base de un cuestionamiento superficial de otros de carácter ancestral, nuevos tabúes que contradicen la legalidad vigente y principios fundamentales del derecho, estableciendo precedentes claramente erosionantes de la democracia republicana.

Como podemos observar, el mecenazgo solo tiene futuro si se asienta en el trípode conformado por la filantropía política, los valores y la libertad. Está en manos de los gestores culturales públicos conseguir que la cultura sea un encuentro respetuoso de todas las manifestaciones y un espacio de reivindicación del patrimonio común de los argentinos, siendo valorada por el conjunto del pueblo y de sus representaciones políticas, para lograr que su jerarquización sea digna de una ley de mecenazgo.

 

* Beati Es abogado y trabajó desde 1997 como asesor legal de diversos organismos del área cultural del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Ejerció las direcciones administrativas del Instituto Proteatro, del Instituto Bamúsica y del Régimen de Reconocimiento de la Actividad Literaria.