Marcelo Rabossi*
Si algo caracteriza nuestro sistema universitario, es su principio democrático. Esto no está en discusión: el ingreso es cuestión de derecho más que de mérito o esfuerzo. Así, todo aspirante tendrá asegurado un lugar en la universidad pública de su elección. Sin control, sea por la no existencia de exámenes de finalización de secundario o de una prueba de selección universitaria, 42 de cada mil habitantes transitan alguna de nuestras 133 instituciones (65 de ellas, privadas). En comparación con los grandes sistemas de América Latina, Argentina precede a México, Chile y Brasil, que cuentan con 36, 33 y 15 alumnos por mil, respectivamente. Hasta aquí, las cosas parecieran no estar tan mal.
Sin embargo, producto de la permisividad del sistema, casi la mitad de los estudiantes inscriptos en universidades nacionales finalizan el año sin aprobar materias o sólo haciéndolo en una ocasión. De esta manera, la universidad es tomada como un espacio en el cual el pertenecer, independientemente del resultado, pareciera tener un prestigio similar al del alumno exitoso, aquél que se esfuerza. No es de extrañar, entonces, que el país gradúe por año 2,4 profesionales por cada mil habitantes. Mientras tanto, Chile gradúa 3,1 y México 3,2. Brasil, a pesar de tener una cantidad muy baja de alumnos universitarios, cada año gradúa 2,2 profesionales por cada mil personas. Un número similar al nuestro.
Podrá argumentarse que la calidad de nuestros graduados es mejor que la de nuestros vecinos y por lo tanto, si bien las cifras son preocupantes, la situación no pareciera ser tan dramática. Bastaría ajustar algunos mecanismos para aumentar la cantidad de graduados. Pero, no permitamos que la fe se anteponga a la realidad. No contamos con ningún tipo de evidencia que demuestre dicha aseveración.
Al observar el rendimiento de nuestros alumnos de 15 años en ciencias, matemática y lengua a través de las pruebas internacionales PISA, Argentina muestra resultados muy pobres. Salvo que haya ocurrido algún milagro en la transición entre secundaria y universidad, no podría afirmarse que la calidad de nuestros graduados sea superior a la del resto de la región.
Es cierto que en los últimos años hubo cambios. Una modificación a la Ley de Educación Superior eliminó de cuajo cualquier instancia de control en el ingreso. Las consecuencias son predecibles: “bochazos” masivos en el primer año.
Da cuenta de esto, por ejemplo, la Facultad de Medicina de la Universidad de La Plata, en donde menos del 5% de los alumnos aprobó el primer cuatrimestre en julio pasado. La ilusión democrática, sólo la ilusión, sigue viva. Asimismo, más de una docena de nuevas universidades nacionales se abrieron en la última década.
El objetivo fue democratizar el sistema aún más, ampliando las oportunidades de aquellos alumnos de primera generación de estudiantes universitarios. Ahora, ¿la necesidad de apertura de nuevas instituciones es real y soluciona el problema de la inclusión?
Especulo que las medidas tomadas surgen de la necesidad política de mostrar resultados, al menos en cuanto a oferta edilicia, aquella que ve como positiva la apertura de nuevas instituciones. Pero no siempre es así.
La tendencia en los últimos años fue la fuerte desaceleración en la cantidad de estudiantes que demandan educación universitaria; esto particularmente en las de carácter público. Nuestras secundarias casi no aumentaron el número de graduados, por lo que el sistema se encuentra literalmente estancado. La deserción secundaria es uno de los grandes dramas, sobre todo la de los alumnos provenientes de las familias de más bajos ingresos. El problema está en el nivel secundario y la exclusión no se soluciona con simples inauguraciones. En definitiva, el carro delante del caballo.
Evaluación. Si bien el carácter inclusivo de nuestras instituciones es de alentar, también es cierto que todo sistema que evite evaluar la calidad de sus ingresantes difícilmente esté destinado al éxito. Y referimos la evaluación no como elemento de castigo sino como mecanismo que descubra las necesidades de nuestros estudiantes. Sólo así podrán generarse políticas que corrijan las falencias, sobre todo aquellas que resultan expulsivas para los alumnos provenientes de los entornos más vulnerables de la sociedad.
Sabemos que no es fácil salir del populismo educativo, el de la inauguración independientemente de la necesidad, el de alentar el ingreso sin tomar en cuenta las necesidades del alumno. En definitiva, aquel en el cual la solución de hoy es el problema de mañana.
Para escaparle a esta falsa ilusión de justicia e inclusión necesitamos poner en funcionamiento estrategias racionales que se antepongan por sobre la especulación política, sobre todo aquella de corte partidario: la que inaugura universidades para llenarlas de amigos, la que le da una cálida bienvenida al alumno de primer año y luego lo expulsa sin piedad.
Es primordial, entonces, que todos nuestros estudiantes, absolutamente todos, terminen un primario y secundario de calidad para evitar que fracasen en su incursión universitaria. No hay otra forma. Asimismo, debemos premiar el esfuerzo y el rigor académico. Hoy, institutos como el Balseiro o el Sabato, espacios en donde se forma parte de nuestra futura élite de físicos e ingenieros, brillan por su calidad. Son instituciones en donde se premia el mérito, pero son pocas. Debemos multiplicarlas y financiarlas adecuadamente. De ello dependerá nuestro futuro.
*Profesor del Area de Educación de la Escuela de Gobierno de la Universidad Torcuato Di Tella.