COLUMNISTAS
Lugareos

Cuaderno de viaje

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Uno. Al viajar, el equipaje más pesado es el que no se lleva. El país queda atrás y su presencia –en vez de desvanecerse– retorna ominosa y en fragmentos. Las noticias no ayudan. Las noticias son fragmentos de observación muy parcializados. A un periodista le encargan un tema, o su propia conciencia o sus ganas se lo dictan, y esta persona escribe, opina o entrevista, y uno que está lejos supone que eso que se pinta está ocurriendo. La distancia es la clave. Porque cuando uno está en casa las noticias no tienen ese mismo efecto. No construyen nada que no esté ya construido ahí afuera, mientras que –a la distancia– el terruño lo arman los periódicos y su versión indie y seudorrevoltosa: Facebook, que –cortesía mediante– apenas deja pasar alguna ironía, pero casi nunca el franco mazazo.

Dos. Se murió la Thatcher. En Córdoba, La Docta, Alvaro Vargas Llosa hace de chaperón a su padre y dedica sentida despedida a la Dama de Hierro, una “defensora de la libertad”. Tenues abucheos describe el periodista. Claro que son tenues: si fuiste a escuchar a Vargas Llosa, no creo que te escandalice la apreciación. A la distancia, me digo: ojo, puede ser. La Thatcher puede haber defendido la libertad (la de los británicos) de ejercer lo suyo: un imperialismo desbocado. La “libertad” –como bien explican las teorías sobre ideología de Hegel, Lacan, o Žižek– no es un valor en sí. Es apenas un conjunto de contradicciones, y el síntoma de la palabra “libertad” es prometer algo bueno cuando en realidad contiene en alguno de sus subconjuntos un sentido que contradice el aparente.

Tres. En el mismo acto, Mario Vargas Llosa se niega a firmarle un libro a un periodista, porque es copia pirata. El periodista declara que lo ha comprado en el Perú natal del escritor, como si la culpa de la piratería (un delito tan complejo de demostrar como el de la libertad) pudiera desplazarse así, fronteras arriba, para responsabilizar a otro u otros. La nota no explica para qué querría alguien un autógrafo de Vargas Llosa. Tal vez la mejor anécdota de este recorte, la que lo justifica, sea precisamente que el libro era tan pirata como Margaret, y que la realidad rima en versos consonantes.

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Cuatro. Mi traductora italiana me pregunta si seguiré siendo su amigo después de comprarse el álbum de figuritas “Papa Francesco”. Dice que era una tentación irresistible. Les saca una foto a los dorados sobrecitos con las fichus y me la manda por mail. Apenas puedo hacerme cargo de la pesada carga que dejo en la Argentina, no voy a atender sucursales vaticanas. Le digo que la voy a querer siempre mucho. Y que pegue con italiana plasticola lo que quiera en donde quiera. Algo que tal vez no le hubiera respondido desde casa. Le habría hablado entonces del fetichismo y de no adorar falsas doradeces.

Cinco. Berlín es una segunda casa: hostil, fascinante, descocada. Pero esta vez me dan un auto. Uno chiquito, probablemente de los tiempos en que había un Este. Recorrer en auto una ciudad es conocerla de una nueva vez, definitiva. El tráfico sigue reglas propias, que –como la música en las partituras– no llegan a plasmarse totalmente en las líneas sobre el pavimento o en los carteles. Berlín está siempre a punto de terminar de construirse y los carteles tienen una base de cemento lo suficientemente pesada como para no caerse pero también lo suficientemente liviana como para poder moverse de un lugar a otro en el curso de la semana. Aquello que ayer se podía hacer en mi esquina (como estacionar o doblar en U) de pronto ya no se puede, o se puede en otro lado. Pregunto a los lugareños. Nadie parece tener auto. Nadie sabe. Nadie me dice nada útil. Salvo la pregunta, reiterada, inocente: ¿para qué querés un auto en Berlín? Respondo que es una emergencia, que vine por un problema familiar, que tengo que desplazarme de un lado al otro, que me gusta tener “libertad”, y allí me detengo, pensando en la Thatcher ultravioleta y en que la libertad sea precisamente lo que no tengo al tener auto.

Seis. El sótano del Hospital Español está irrecuperable. Las infecciones se extienden como lepra. Las donaciones son curitas y los funcionarios no aparecen. No hay comité de crisis ni estadistas que prevean cómo haremos para vivir de ahora en más. Macri quiere asfaltar Hidalgo y los vecinos de Caballito salen como hidalgos guerreros a defender los adoquines, entre los cuales el agua filtra como en cualquier lugar del mundo.

La ciudad que uno deja al viajar desaparece silenciosa mientras te explican –en lenguas de otros– cómo ajustarse el cinturón. Como si existieran opciones muy variadas.