COLUMNISTAS

La entrevista que perdí

Queriendo mucho su palabra escrita, me jodió que incumpliera su primera palabra, la hablada. La entrevista que no fue.

Peicovich y García Márquez, en la entrevista que no fue.
| Cedoc.

 

Que en medio del velorio de Gabriel García Márquez venga yo a destemplar el obituario no es literariamente correcto. Pero esta espina me la saco. Es que (tozudo siempre fui) sigo sin saber porque me dejó en Estocolmo sin la entrevista que prometió darme “en alguna media hora que quede suelta por allí”.

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Partí de Madrid con esa “suelta” atada a la esperanza y avisé a Baires que habría nota. Por entonces, los corresponsales no contábamos con email. En 1982 (el ímpetu tecnológico lo hace ver hoy aun más lejano) rodábamos el mundo contra reloj. Había que lidiar con “el cierre”, vigilar husos horarios y en simultáneo cablear textos a través de reumáticos télex. Esto, sin descuidar la cercanía y velocidad de otros rivales. En mi caso, las de un colega (y a pesar de eso amigo) como ese príncipe del periodismo que fue Germán Sopeña. Poníamos cara de perro al descubrirnos coincidiendo “en la nota” o “tras el personaje”, pero ya remitidos los cables respectivos acordábamos el sitio donde concelebrar vida y noche. Era habitual entonces que levantáramos la censura personal. Cotejábamos logros obtenidos como si fueran naipes y nos reíamos de los dos.

Pero esa vez yo no reí. Mi pactada exclusiva se malogró. Solo conseguí un módico patchwork de apuro, unas migas de reportaje. Por todo esto mi trabajo se convirtió en ”esta espina”. Aún hoy sigue doliéndome no tenerla en mi caja de caudales verbales. Pero el mal fario quiso que a G.G.M no le diese la gana de soltar ni siquiera un cuartito de hora.

-Yo le haré avisar.

G.G.M. no era de darse pronto. Relojeaba. Ya famoso, no iba a fiestas en casa de amigos sin la promesa de que no habría pedido de firmas de sus libros ni acoso textual. Lo había conocido (sólo meramente) la noche en que celebramos a Daniel Moyano, flamante 1er. Premio de Novela Primera Plana 1962. Años después, hubo otra ráfaga casual, en Barcelona. Le propuse hablar de sus diez pecados capitales, le adelanté que tenía ya los de Borges…

-Ajá. ¿Y qué respondió sobre “la gula”?

-Que le gustaba más la comida seca que la mojada. Que era de arroz diario.

Ni comentó ni sonrió. Y de modo volátil, como al pasar, prometió:

-Pues bien, la llamas a Carmen Balcells (su representante) y te dirá.

No bien resonó la campana del Nobel '82 tramité un encuentro breve pero exclusivo con fotos que haría la Agencia Gamma de París. Hablé con su hijo Rodrigo y, por él, me confirmó que tendría los 30 minutos suecos suyos “para la Argentina” y 15 para un pantallazo de imágenes.

Vini. Vidi. Y… fue sin alzarse de la silla que suspiró, dijo estar cansado, hizo un chiste sobre el protocolo y los relojes y decidió, seco, tipo decreto, “esto mejor lo vamos a dejar para Madrid”.

Puede parecer una tontería, pero no. Si la espina pulsó ¡hasta este 2014!, es porque queriendo mucho su palabra escrita, me jodió que incumpliera su primera palabra, la matriz, la hablada. No fui el único y no es consuelo. No encontré razón más que una: G.G.M. recién tomó entera cuenta de que era Premio Nobel cuando arribó a Estocolmo.

Recibido con la parafernalia más insólita, descendió en un aeropuerto que parecía serlo de Macondo. Con cuidada sorpresa que su país dispuso y su embajada organizó, no menos de una docena de cuartetos musicales se le habían anticipado. También su amiga Gloria Triana, quien acercó un grupo de 62 músicos. A una hora acordada, varios grupos de vallenato y cumbia transformaron la ciudad del Báltico en Barranquilla. Suecos blancos y suecas rubias se les fueron sumando en su paseo musical por el puerto, entrando a un shopping o descendiendo al Metro. Hasta la reina Silvia se sumó a las palmas caribes cuando Totó la Momposina arrancó con “Viejo pueblo Aracataca/ pedacito de Colombia/ tierra donde yo nací/ entre rumores de cumbia/ a quererte yo aprendí”.

G.G.M. lo vivía como un rey. Por la tarde, su saco azul y pantalón oscuro se convirtieron en enterizo blanco bordado, rosa amarilla prendida en el pecho y algunas lentejuelas guiñando desde el ojo de las solapas. Así vestido fue como bailó la noche anterior y la posterior a la del acto en el Palacio Real de Estocolmo en donde le escuché su fantástico discurso sobre América Latina. Uno de los textos más lúcidos que se recuerde en la oratoria histórica del Nobel.

Mi mufa la fui aplacando de a poco. Me abrí del espeso clima caribeño y durante tres días entré en un delirio Pigafetta. Lo mágico también lucía entre esos japoneses del frío que son los suecos. Un país en donde sus mujeres son como Greta Garbo hasta los 25 y se arrepollan después. Y sus hombres capaces de inventar el cojinete a bolilla pero nunca imaginar al Quijote. Aire limpio. Mecánica gloriosa. Moral de acero. De respetar fondo y forma. De no “hacerse” los suecos. De creer que matar a la madre es menos grave que no pagar impuestos. De cuidar el nosotros sin dejar de amar su yo. Los datos recogidos me lo dejaron claro: el día que consigan más sol y menos nieve, más utopía y menos razón, ese día Suecia será el campeón social del planeta o…

Un viajecito en tren a la cercana Upsala me serenó el ánimo. Me quedé una tarde en la casa chacra de Linneo recorriendo, ante centenares de canteros, los nombres en tres idiomas de las plantas más raras del mundo. Un homenaje indirecto a mi tía Paula que, en Berisso, coleccionaba semillas en frascos de mermelada y según fueran su color y su forma les escribía en la etiqueta los nombres que le venían en gana.

Cuando volví a la capital, visité el Teatro Dramaten en donde actores jóvenes ensayaban El Padre de Strindberg. En los espejos vi relampaguear láminas con los rostros de “Las hijas del mercader de caballos” y otras sagradas féminas del arte sueco. Esperé hasta ver aparecer el de mi preferida Ingrid Thulin. “La Thulin” como le decíamos por aquí cuando Ingmar Bergman reinaba en Buenos Aires.

En tantos años pasó mucha agua bajo los 40 puentes de Estocolmo. Esta nota “perdida” me reclamó turno estos días. Y se lo dí.

De aquí en más esa espina no tendrá quien le escriba.

 

(*) Especial para Perfil.com