COLUMNISTAS
HOMO SACER

La nuda vida

La condición del inmigrante ilegal es asimilable a la de la que se vivía en los campos de concentración de la guerra. De hecho hay hoy en Europa lugares donde se agrupan a los inmigrantes ilegales para su posterior deportación y mientras están allí confinados viven en una especie de limbo legal. Muchos de ellos sin documentos, son homo sacer, sólo cuerpos sin derechos. El concepto de nuda vida y homo sacer es el opuesto exacto de lo que consideramos derechos humanos.

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Los griegos no disponían de un término único para expresar lo que nosotros entendemos con la palabra vida. Se servían de dos términos, semántica y morfológicamente distintos, aunque reconducibles a un étimo común: zoé, que expresaba el simple hecho de vivir, común a todos los seres vivos (animales, hombres o dioses) y bíos, que indicaba la forma o manera de vivir propia de un individuo o un grupo. Cuando Platón, en el Filebo, menciona tres géneros de vida y Aristóteles, en la Etica Nicomáquea, distingue la vida contemplativa del filósofo (bíos tbeoretileos) de la vida de placer (bíos apolaustikós) y de la vida política (bíos politikós), ninguno de los dos habría podido utilizar nunca el término zoé (que significativamente carece de plural en griego) por el simple hecho de que para ellos no se trataba en modo alguno de la simple vida natural, sino de una vida cualificada, un modo de vida particular. Aristóteles puede hablar, desde luego, con respecto a Dios, de una zoé aríste leai aidios, vida más noble y eterna (Met.1072b, 28), mas sólo en cuanto pretende subrayar el hecho nada banal de que también Dios es un viviente (de la misma manera que, en el mismo contexto, recurre al término zoé para definir, de modo igualmente poco trivial, el acto del pensamiento); pero hablar de una soepolitiké de los ciudadanos de Atenas habría “carecido” de todo sentido. Y no es que el mundo clásico no estuviera familiarizado con la idea de que la vida natural, la simple zoé como tal, pudiera ser un bien en sí misma. En un párrafo de la Política, 0278b, 23-31), después de haber recordado que el fin de la ciudad es el vivir según el bien, Aristóteles expresa con insuperable lucidez esta consciencia: 

Esto (el vivir según el bien) es principalmente su fin, tanto para todos los hombres en común, como para cada uno de ellos por separado. Pero también se unen y mantienen la comunidad política en vista simplemente de vivir, porque hay probablemente algo de bueno en el sólo hecho de vivir (kata to zen auto monon), si no hay un exceso de adversidades en cuanto al modo de vivir (kata ton bion), es evidente que la mayoría de los hombres soporta muchos padecimientos y se aferra a la vida (zoé, como si hubiera en ella cierta serenidad (euemería, bello día) y una dulzura natural. 

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  No obstante, en el mundo clásico, la simple vida natural es excluida del ámbito de la polis en sentido propio y queda confinada en exclusiva, como mera vida reproductiva, en el ámbito de la oíkos (Po1.l252a, 26-35). En el inicio de la Política, Aristóteles pone el máximo cuidado en distinguir entre el oileonomos (el jefe de una empresa) y el despotés (el cabeza de familia), que se ocupan de la reproducción de la vida y de su mantenimiento, y el político, y se burla de los que imaginan que la diferencia entre ellos es de cantidad y no de especie y cuando, en un pasaje que se convertiría en canónico en la tradición política de Occidente (1252b, 30), define el fin de la comunidad perfecta, lo hace precisamente oponiendo el simple hecho de vivir (to zén) a la vida políticamente cualificada (to eu zén) ginoméne mén oún toü zén béneleen, oúsa de toü ea zén, “nacida con vistas al vivir, pero existente esencialmente con vistas al vivir bien” (en la traducción latina de Guillermo de Moerbeke, que tanto Santo Tomás como Marsilio de Padua tenían a la vista: facta quidem igitur vivendi gratia, existens autern gratia bene vivendi). 
Es cierto que en un celebérrimo pasaje de la misma obra se define al hombre como politikon zoon (1253a, 4); pero aquí (al margen del hecho de que en la prosa ática el verbo bionai no se utiliza prácticamente en presente), político no es un atributo del viviente como tal, sino una diferencia específica que determina el género zoon (inmediatamente después, por lo demás, la política humana es diferenciada de la del resto de los vivientes porque se funda, por medio de un suplemento de politicidad ligado al lenguaje, sobre una comunidad de bien y de mal, de justo y de injusto, y no simplemente de placentero y de doloroso). 
Foucault se refiere a esta definición cuando, al final de la Voluntad de saber, sintetiza el proceso a través del cual, en los umbrales de la vida moderna, la vida natural empieza a ser incluida, por el contrario, en los mecanismos y los cálculos del poder estatal y la política se transforma en bio-política: “Durante milenios el hombre siguió siendo lo que era para Aristóteles: un animal viviente y además capaz de una existencia política; 
el hombre moderno es un animal en cuya política está puesta en entredicho su vida de ser viviente... (Foucault I, p. 173). 
Según Foucault, “el umbral de modernidad biológica de una sociedad se sitúa en el punto en que la especie y el individuo, en cuanto simple cuerpo viviente, se convierten en el objetivo de sus estrategias políticas. A partir de 1977, los cursos en el (Collége de France comienzan a poner de manifiesto el paso del “Estado territorial al “Estado de población” y el consiguiente aumento vertiginoso de la importancia de la vida biológica y de la salud de la nación como problema específico del poder soberano, que ahora se transforma de manera progresiva en “gobierno de los hombres” (Foucault 2, p. 719). “El resultado de ello es una suerte de animalización del hombre llevada a cabo por medio de las más refinadas técnicas políticas. Aparece entonces en la historia tanto la multiplicación de las posibilidades de las ciencias humanas y sociales, como la simultánea posibilidad de proteger la vida y de autorizar su holocausto.” En particular, el desarrollo y el triunfo del capitalismo no habrían sido posibles, en esta perspectiva, sin el control disciplinario llevado a cabo por el nuevo bío-poder que ha creado por así decirlo, a través de una serie de tecnologías “adecuadas” los “cuerpos dóciles que le eran necesarios”.  
   Por otra parte, ya a finales de los años cincuenta (es decir casi veinte años antes de la Volonté de sauoir) H. Arendt había analizado, en The Human Condition, el proceso que conduce al horno laborans, y con él a la vida biológica como tal, a ocupar progresivamente el centro de la escena política del mundo moderno. Arendt atribuía precisamente a este primado de la vida natural sobre la acción política la transformación y la decadencia del espacio público en las sociedades modernas. El hecho de que la investigación de Arendt no haya tenido prácticamente continuidad y el de que Foucault pudiera emprender sus trabajos sobre la biopolítica sin ninguna referencia a ella, constituye todo un testimonio de las dificultades y de las resistencias con que el pensamiento iba a tener que enfrentarse en este ámbito. Y a estas dificultades se deben, probablemente, tanto el hecho de que en The Human Condition la autora no establezca conexión alguna con los penetrantes análisis que había dedicado con anterioridad al poder totalitario (en los que falta por completo la perspectiva biopolítica), como la circunstancia, no menos singular, de que Foucault no haya trasladado nunca su investigación a los lugares por excelencia de la biopolítica moderna: el campo de concentración y la estructura de los grandes Estados totalitarios del siglo XX. 

La muerte impidió a Foucault desarrollar todas las implicaciones del concepto de bio-política y también mostrar en qué sentido habría podido profundizar posteriormente la investigación sobre ella; pero, en cualquier caso, el ingreso de la zoé en la esfera de la polis, la politización de la nuda vida como tal, constituye el acontecimiento decisivo de la modernidad, que marca una transformación radical de las categorías político-filosóficas del pensamiento clásico. Es probable, incluso, que, si la política parece sufrir hoy un eclipse duradero, este hecho se deba precisamente a que ha omitido medirse con ese acontecimiento fundacional de la modernidad. Los “enigmas” (Furet, p. 7) que nuestro siglo ha propuesto a la razón histórica y que siguen siendo actuales (el nazismo es sólo el más inquietante entre ellos) sólo podrán resolverse en el ámbito –la bio-política– en que se forjaron. Unicamente en un horizonte bio-político se podrá decidir, en rigor, si las categorías sobre las que se ha fundado la política moderna (derecha/izquierda; privado/público; absolutismo/democracia, etc.), y que se han ido difuminando progresivamente, hasta entrar en la actualidad en una auténtica zona de indiferenciación, habrán de ser abandonados definitivamente o tendrán la ocasión de volver a encontrar el significado que habían perdido precisamente en aquel horizonte. Y sólo una reflexión que, recogiendo las sugerencias de Benjamin y Foucault, se interrogue temáticamente sobre la relación entre la nuda vida y la política, que rige de forma encubierta las ideologías de la modernidad aparentemente más alejadas entre sí, podrá hacer salir a la política de su ocultación y, a la vez, restituir el pensamiento a su vocación práctica. 
 
 Una de las orientaciones más constantes de la obra de Foucault es el decidido abandono del enfoque tradicional del problema del poder, basado en modelos jurídico-institucionales (la definición de la soberanía, la teoría del Estado) en favor de un análisis no convencional de los modos concretos en que el poder penetra en el cuerpo mismo de los sujetos y en sus formas de vida. En sus últimos años, como pone de manifiesto un seminario de 1982 en la Universidad de Vermont, este análisis parece haberse orientado según dos directrices de investigación diferentes: por una parte, el estudio de las técnicas políticas (como la ciencia de la policía) por medio de las cuales el Estado asume e integra en su seno el cuidado de la vida natural de los individuos. Por otra, el de las tecnologías del yo, mediante las que se efectúa el proceso de subjetivación que lleva al individuo a vincularse a la propia identidad y a la propia conciencia y, al mismo tiempo, a un poder de control exterior. Es evidente que estas dos líneas (que prolongan, por lo demás, dos tendencias que están presentes desde el principio en la obra de Foucault) se entrelazan en muchos puntos y remiten a un centro común. En uno de sus últimos escritos, el autor afirma que el Estado occidental moderno ha integrado en una medida sin precedentes técnicas de individualización subjetivas y procedimientos de totalización objetivos, y habla de un auténtico “doble vínculo político, constituido por la individuación y por la simultánea totalización de las estructuras del poder moderno” (Foucault 3, pp. 229-32). 
  El punto de convergencia entre esos dos aspectos del poder ha permanecido, sin embargo, singularmente adumbrado en la investigación de Foucault, tanto que se ha podido afirmar que el autor rechazó en todo momento la elaboración de una teoría unitaria del poder. Si Foucault se opone al enfoque tradicional del problema del poder, basado exclusivamente en modelos jurídicos (¿qué es lo que legitima el poder) o en modelos institucionales (¿qué es el Estado?), e invita a “liberarse del privilegio teórico de la soberanía” para construir una analítica del poder que no tome ya como modelo y como código el derecho, ¿dónde está entonces, en el cuerpo del poder, la zona de indiferencia (o, por lo menos, el punto de intersección) en que se tocan las técnicas de individualización y los procedimientos totalizantes? Y, más en general, ¿hay un centro unitario en que el “doble vínculo” político encuentre su razón de ser? Que haya un aspecto subjetivo en la génesis del poder es algo que estaba ya implícito en el concepto de seruitu de uolontaire en La Boétie; pero ¿cuál es el punto en que la servidumbre voluntaria de los individuos comunica con el poder objetivo? ¿Es posible contentarse, en un ámbito tan decisivo, con explicaciones psicológicas, como la que, no carente desde luego de atractivo, establece un paralelismo entre neurosis externas y neurosis internas? Y ante fenómenos como el poder mediático espectacular –que hoy está transformando en todas partes el espacio político– ¿es legítimo o incluso simplemente posible mantener la separación entre tecnologías subjetivas y técnicas políticas? 
Aunque la existencia de una orientación de este tipo parezca estar lógicamente implícita en las investigaciones de Foucault, sigue siendo un punto ciego en el campo visual que el ojo del investigador no puede percibir, o algo similar a un punto de fuga que se aleja al infinito, hacia el que convergen, sin poder alcanzarlo nunca, las diversas líneas de la perspectiva de su investigación (y, más en general, de toda la investigación occidental sobre el poder).  
 La presente investigación se refiere precisamente a ese punto oculto en que confluyen el modelo jurídico-institucional y el modelo biopolítico del poder. Uno de los posibles resultados que arroja es, precisamente, que esos dos análisis no pueden separarse y que las implicaciones de la nuda vida en la esfera política constituyen el núcleo originario –aunque oculto del poder soberano. Se puede decir, incluso, que la producción de un cuerpo biopolítico es la aportación original del poder soberano. La biopolítica es, en este sentido, tan antigua al menos como la excepción soberana. Al situar la vida biológica en el centro de sus cálculos, el Estado moderno no hace, en consecuencia, otra cosa que volver a sacar a la luz el vínculo secreto que une el poder con la nuda vida, reanudando así (según una correspondencia tenaz entre moderno y arcaico que se puede encontrar en los ámbitos más diversos) el más inmemorial de los arcana imperii. 
 Si eso es cierto, será necesario considerar con atención renovada el sentido de la definición aristotélica de la polis como oposición entre el vivir Czén) y el vivir bien (eü zén). Tal oposición es, en efecto, en la misma medida, una implicación de lo primero en lo segundo, de la nuda vida en la vida políticamente cualificada. Lo que todavía debe ser objeto de interrogación en la definición aristotélica no son sólo, como se ha hecho hasta ahora, el sentido, los modos y las posibles articulaciones del “vivir bien” como télos de lo político; sino que, más bien, es necesario preguntarse por qué la política occidental se constituye sobre todo por medio de una exclusión (que es, en la misma medida, una implicación) de la nuda vida. ¿Cuál es la relación entre política y vida, si ésta se presenta como aquello que debe ser incluido por medio de una exclusión? 
 La estructura de la excepción, que hemos bosquejado en la primera parte de este libro, parece ser, dentro de esa perspectiva, consustancial con la política occidental, y la afirmación de Foucault, según la cual para Aristóteles el hombre era un “animal viviente y, además, capaz de una existencia política” debe ser completada de forma consecuente, en el sentido de que lo problemático es, precisamente, el significado de ese “además... La singular fórmula “generada con vistas al vivir, existente con vistas al vivir bien” puede ser leída no sólo como una implicación de la generación Cginoméne) en el ser (oüsa), sino también como una exclusión inclusiva (una exceptio) de la zoé en la polis, como si la política fuera el lugar en que el vivir debe transformarse en vivir bien, y fuera la nuda vida lo que siempre debe ser politizado. La nuda vida tiene, en la política occidental, el singular privilegio de ser aquello sobre cuya exclusión se funda la ciudad de los hombres. 
 No es, pues, un azar que un pasaje de la Política sitúe el lugar propio de la polis en el paso de la voz al lenguaje. El nexo entre nuda vida y política es el mismo que la definición metafísica del hombre como “viviente que posee el lenguaje” busca en la articulación entre phoné y lógos.

Sólo el hombre, entre los vivientes, posee el lenguaje. La voz es signo del dolor y del placer, y, por eso, la tienen también el resto de los vivientes (su naturaleza ha llegado, en efecto, hasta la sensación del dolor y del placer y a transmitírsela unos a otros); pero el lenguaje existe para manifestar lo conveniente y lo inconveniente, así como lo justo y lo injusto. Y es propio de los hombres, con respecto a los demás vivientes, el tener sólo ellos el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto y de las demás cosas del mismo género, y la comunidad de estas cosas es la que constituye la casa y la ciudad. 1253a, 10-18) 

 La pregunta: “¿En qué forma posee el viviente el lenguaje?” corresponde exactamente a esta otra: “¿En qué forma habita la nuda vida en la polis”, El viviente posee el lagos suprimiendo y conservando en él la propia voz, de la misma forma que habita en la polis dejando que en ella quede apartada su propia nuda vida. La política se presenta entonces como la estructura propiamente fundamental de la metafísica occidental, ya que ocupa el umbral en que se cumple la articulación entre el viviente y el logos. La “politización” de la nuda vida es la tarea metafísica por excelencia en la cual se decide acerca de la humanidad del ser vivo hombre, y, al asumir esta tarea, la modernidad no hace otra cosa que declarar su propia fidelidad a la estructura esencial de la tradición metafísica. La pareja categorial fundamental de la política occidental no es la de amigo enemigo, sino la de nuda vida-existencia política, zoé-bios, exclusión-inclusión. Hay política porque el hombre es el ser vivo que, en el lenguaje, separa la propia nuda vida y la opone a sí mismo, y, al mismo tiempo, se mantiene en relación con ella en una exclusión inclusiva. 

Protagonista de este libro es la nuda vida, es decir la vida a quien cualquiera puede dar muerte pero que es a la vez insacrificable del homo sacer,* cuya función esencial en la política moderna hemos pretendido reivindicar. Una oscura figura del derecho romano arcaico, en que la vida humana se incluye en el orden jurídico únicamente bajo la forma de su exclusión (es decir de la posibilidad absoluta de que cualquiera le mate), nos ha ofrecido la clave gracias a la cual no sólo los textos sagrados de la soberanía, sino, más en general, los propios códigos del poder político, pueden revelar sus arcanos. Pero, a la vez, esta acepción, que es quizás la más antigua del término sacer, nos ofrece el enigma de una figura de lo sagrado que está más acá y más allá de lo religioso y que constituye el primer paradigma del espacio político de Occidente. La tesis foucaultiana debe, pues, ser corregida o, cuando menos, completada, en el sentido de que lo que caracteriza a la política moderna no es la inclusión de la zoé en la polis, en sí misma antiquísima, ni el simple hecho de que la vida como tal se convierta en objeto eminente de los cálculos y de las previsiones del poder estatal: lo decisivo es, más bien, el hecho de que, en paralelo al proceso en virtud del cual la excepción se convierte en regla, el espacio de la nuda vida que estaba situada originariamente al margen del orden jurídico, va coincidiendo de manera progresiva con el espacio político, de forma que exclusión e inclusión, externo e interno, bies y zoé, derecho y hecho, entran en una zona de irreductible indiferenciación. El estado de excepción, en el que la nuda vida era, a la vez, excluida del orden jurídico y apresada en él, constituía en verdad, en su separación misma, el fundamento oculto sobre el que reposaba todo el sistema político. Cuando sus fronteras se desvanecen y se hacen indeterminadas, la nuda vida que allí habitaba queda liberada en la ciudad y pasa a ser a la vez el sujeto y el objeto del ordenamiento político y de sus conflictos, el lugar único tanto de la organización del poder estatal como de la emancipación de él. Todo sucede como si, al mismo tiempo que el proceso disciplinario por medio del cual el poder estatal hace del hombre en cuanto ser vivo el propio objeto específico, se hubiera puesto en marcha otro proceso que coincide grosso modo con el nacimiento de la democracia moderna, en el que el hombre en su condición de viviente ya no se presenta como objeto, sino como sujeto del poder político. Estos procesos, opuestos en muchos aspectos, y (por lo menos en apariencia) en acerbo conflicto entre ellos, convergen, sin embargo, en el hecho de que en los dos está en juego la nuda vida .del ciudadano, el nuevo cuerpo biopolítico de la humanidad. 
 Así pues, si hay algo que caracterice a la democracia moderna con respecto a la clásica, es que se presenta desde el principio como una reivindicación y una liberación de la zoé, es que trata constantemente de transformar la nuda vida misma en una forma de vida y de encontrar, por así decirlo, el bies de la zoé. De aquí también su aporía específica, que consiste en aventurar la libertad y la felicidad de los hombres en el lugar mismo –la nuda vida– que sellaba su servidumbre. Detrás del largo proceso de antagonismo que conduce al reconocimiento de los derechos y de las libertades formales, se encuentra, una vez más, el cuerpo del hombre sagrado con su doble soberano, su vida insacrificable y, sin embargo, expuesta a que cualquiera se la quite. Adquirir conciencia de esta aporía no significa desvalorizar las conquistas y los esfuerzos de la democracia, sino atreverse a comprender de una vez por todas por qué, en el momento mismo en que parecía haber vencido definitivamente a sus adversarios y haber llegado a su apogeo, se ha revelado de forma inesperada incapaz de salvar de una ruina sin precedentes a esa zoé a cuya liberación y a cuya felicidad había dedicado todos sus esfuerzos. La decadencia de la democracia moderna y su progresiva convergencia con los Estados totalitarios en las sociedades posdemocráticas y “espectaculares” (que empiezan a hacerse evidentes ya con Tocqueville y que han encontrado en los análisis de Debord su sanción final) tienen, quizás, su raíz en la aporía que marca su inicio y la ciñe en secreta complicidad con su enemigo más empedernido. Nuestra política no conoce hoy ningún otro valor (y, en consecuencia, ningún otro disvalor) que la vida, y hasta que las contradicciones que ello implica no se resuelvan, nazismo y fascismo, que habían hecho de la decisión sobre la nuda vida el criterio político supremo, seguirán siendo desgraciadamente actuales. Según el testimonio de Antelme, lo que los campos de concentración habían enseñado de verdad a sus moradores era precisamente que “el poner en entredicho la cualidad de hombre provoca una reacción cuasi biológica de pertenencia a la especie humana” (Antelrne, p II). 
  La tesis de una íntima solidaridad entre democracia y totalitarismo (que tenemos que anticipar aquí, aunque sea con toda prudencia) no es obviamente (como tampoco lo es la de Strauss sobre la convergencia secreta entre liberalismo y comunismo en relación con la meta final) una tesis historiográfica que autorice la liquidación o la nivelación de las enormes diferencias que caracterizan su historia y sus antagonismos. Pero, a. pesar de todo, en el plano histórico-filosófico que le es propio, debe ser mantenida con firmeza porque sólo ella puede permitir que nos orientemos frente a las nuevas realidades y las imprevistas convergencias de este final de milenio, y desbrozar el terreno que conduce a esa nueva política que, en gran parte, está por inventar.  

Al contraponer en el pasaje citado más arriba la “bella Jornada” (ettelería) de la simple vida a las “dificultades” del bíos político Aristóteles había dado la formulación política probablemente más bella a la aporía que está en el fundamento de la política occidental. Los veinticuatro siglos transcurridos desde entonces no han aportado ninguna solución. que no sea provisional o ineficaz. La política, en la ejecución de la tarea metafísica que la ha conducido a asumir cada vez más la forma de una biopolítica, no ha logrado construir la articulación entre zoé y bíos, entre voz y lenguaje, que habría debido soldar la fractura. La nuda vida queda apresada en tal fractura en la forma de la excepción, es decir de algo que sólo es incluido por medio de una exclusión. ¿Cómo es posible “politizar” la “dulzura natural... de la zoé? Y, sobre todo, ¿tiene ésta verdaderamente necesidad de ser politizada o bien lo político está ya contenido en ella como su núcleo más precioso? La biopolítica del totalitarismo moderno, por una parte, y la sociedad de consumo y del hedonismo de masas, por otra, constituyen ciertamente cada una a su manera, una respuesta a esas preguntas. No obstante, hasta que no se haga presente una política, completamente nueva –es decir que ya no esté fundada en la exceptio de la nuda vida– toda teoría y toda la praxis serán aprisionadas en ausencia de camino alguno, y la “bella Jornada” de la vida sólo obtendrá la ciudadanía política por medio de la sangre y la muerte o en la perfecta insensatez a que la condena la sociedad del espectáculo. 
 La definición schmittiana de la soberanía (“soberano es el que decide sobre el estado de excepción”) se ha convertido en un lugar común, antes incluso de que se haya comprendido qué es lo que en esa definición estaba verdaderamente en juego, o sea, nada menos que el concepto-límite de la doctrina del Estado y del derecho, en que ésta (puesto que todo concepto-límite es siempre límite entre dos conceptos) limita con la esfera de la vida y se confunde con ella. Mientras el horizonte de la estatalidad constituía todavía el círculo más amplio de toda vida comunitaria, y las doctrinas políticas, religiosas, jurídicas y económicas que 10 sostenían eran todavía sólidas, esa esfera más extrema no podía salir a la luz verdaderamente. El problema de la soberanía se reducía entonces a identificar quién, en el interior del orden jurídico, estaba investido de unos poderes determinados, sin que eso supusiera que el propio umbral del ordenamiento fuera puesto en ningún momento en tela de juicio. Hoy, en un momento en que las grandes estructuras estatales han entrado en un proceso de disolución y la excepción, como Benjamin había presagiado, se ha convertido en regla, el tiempo está maduro para plantear descle el principio, en una nueva perspectiva, el problema de los límites y de la estructura originaria de la estatalidad. Porque la insuficiencia de la crítica anarquista y marxiana del Estado ha sido precisamente la de no haber ni siquiera entrevisto esa estructura y haber así omitido expeditivamente el arcanum imperii, como si éste no tuviera consistencia alguna fuera de los simulacros y de las ideologías que se habían alegado para justificarlo. Pero ante un enemigo cuya estructura se desconoce, siempre se acaba, antes o después, por identificarse con él, y la teoría del Estado (y en particular del estado de excepción, es decir, la dictadura del proletariado como fase de transición hacia la sociedad sin Estado) es precisamente el escollo en que han naufragado las revoluciones de nuestro siglo. 
 Este libro, que había sido concebido inicialmente como una respuesta a la sangrienta mistificación en un nuevo orden planetario, se ha visto, pues, abocado a tener que medirse con algunos problemas –el primero entre todos el de la sacralidad el de la vida– que no habían sido tenidos en cuenta en un primer momento. Pero, en el curso el estudio, se ha revelado con claridad que, en un ámbito de esta naturaleza, no era posible aceptar como garantizadas ninguna de las nociones que las ciencias humanas (de la jurisprudencia a la antropología) creían haber definido o habían propuesto como evidentes y que, muy al contrario, muchas de ellas exigían –en la urgencia de la catástrofe– una revisión sin reservas.

*Fragmento del libro Homo sacer: el poder soberano y la nuda vida, de Giorgio Agambem, filósofo italiano.