COLUMNISTAS

Pobre angelito

Las curiosas reacciones que generó la aparición del pequeño Casey con su apasionamiento kirchnerista hablan mucho y mal de lo que somos y de cómo estamos.

Casey, acompañado por Luis D'Elía.
| Facebook

El espacio público es un ring donde los ciudadanos apenas escuchan algo más que el eco de sus propias quejas o el picadillo de insultos que la web reproduce en continuado; los vaivenes del humor presidencial alternan con el meloso oportunismo que un par de candidatos exhiben ante las figuras del espectáculo y el deporte.

Y un buen día apareció Casey, el chico blanco y cool que quiere ser presidente en 2050. Su infantil deseo me recuerda lo que decían los varones de mi generación y mi sector social: oscilaban entre policía, astronauta, jefe de bomberos y (también) presidente. En todo caso, prefiero escuchar a Casey que a chicos enfrascados como monomaníacos en el fútbol o en la televisión basura, que histeriza a las niñas (porque también hay que hablar de ellas) con las monerías de alguna botinera o de las novias de los políticos, más seductoras que la militancia del rubiecito.

Se armó un tumulto mediático con Casey, subido a la apertura de todos los portales periodísticos, como si fuera la prueba de un adoctrinamiento difícil en la época en que vivimos. Mi padre me adoctrinaba en los años 50. Me enseñaba el significado de la palabra “demagogia” cuando la Fundación Eva Perón repartía bicicletas y, de manera un poco insensata, me sacaba a pasear de noche para arrancar carteles peronistas. El resultado fue una infancia divertida y mi conversión al peronismo a los 16 años. De mi padre no heredé las ideas sino el interés por la política.

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Verdaderamente, no es sensato armar ese lío con Casey ni dar clases de pedagogía cívica o psicología evolutiva, cuando hay decenas de miles de chicos en escuelas atrofiadas por carencias primarias. A Casey, su madre lo está preparando para la rebeldía adolescente bastante mejor que si se dedicaran juntos a escuchar música pop o decidir cuáles son los programas de televisión que verán después de hacer la tarea para el hogar.

Casey puede repetir lo que le enseñaron en su casa, no en la escuela (eso nos llevaría a otra discusión). Sus dichos no prueban que su destino sea un camino directo a nada, pese al activismo de su progenitora, movida por el eros pedagógico tanto como por el eros político. El socialismo llamado real creyó ser bastante eficaz en su adoctrinamiento de masas juveniles. Sin embargo, en una semana de 1989 cayó el Muro y Europa oriental se volvió libertaria, impulsada precisamente por esos jóvenes adoctrinados en las escuelas del Este. Y antes del Muro fueron jóvenes educados por escuelas “socialistas” quienes marcharon en Budapest y en Praga.

Si esto sucedió con el adoctrinamiento masivo cuando se debilitó la represión y desaparecieron las condiciones materiales de su hegemonía, ¿alguien puede sensatamente preocuparse por Casey, niño libre de clase media, cuyo futuro será la universidad, una banda de rock, el deporte, lo que se le ocurra, porque podrá elegir aquello que responda a su vocación o su capricho?

Seguramente Casey va a una escuela de un barrio acomodado donde simpáticos camporitos, en lugar de filmar con sus celulares la pelea entre dos chicas, hablan de política: una escuela muy distinta de las que atienden a los chicos que viven en la miseria y la violencia. Casey es un pibe agrandado y sabihondo, que quiere tener todos los teléfonos cuando sea grande y no sólo el último modelo de celular ahora. No es la prueba crucial del hegemonismo vernáculo aunque, por supuesto, es más sencillo decir que lo es.

Cuando la Presidenta se pasea como una reina entre los pobres (en cadenas nacionales donde los pone a hablar y los interpela con el paternalismo de una señora rica de provincia), la escena es socialmente intolerable porque ejerce la fascinación del poder estatal sobre adultos que dependen o creen depender sólo de ella. Esto indigna moral y políticamente. Pero el rubiecito Casey no da para tanto. Con él no se puede armar un relato porque sonaría, en primer lugar, ridículo: “Las madres kirchneristas convierten a sus hijos en loritos políticos”. No da.

El “relato” fue pensado, en análisis demasiado veloces, como la causa eficiente de los entusiasmos kirchneristas y se convirtió en el objeto de odio de sus opositores. Tanto como un triunfo del relato fue una prueba de lo fácil que es hacer análisis discursivos después de que sus métodos se difundieron masivamente en las carreras de comunicación y en los talleres académicos de formación periodística. A todo tipo de discurso se lo llama relato. Todo acto de gobierno se inscribiría en la esfera narrativa. Y todo relato adoctrina. Si ésta fuera una ley de la ideología, miles de nosotros deberíamos seguir siendo católicos después de haber pasado por el catecismo y aprendido la vida de Cristo.

El adoctrinamiento necesita de muchas otras condiciones. Si no se toman en cuenta, probablemente se incurra en una versión semiológica extrema de la política. Eliseo Verón, un gran semiólogo de verdad, prefirió hablar de distintas modulaciones del discurso, ya que su formación académica y su inteligencia le impedían confundir interpelación y relato, imposición y relato, mentira e invención.

También sabía Verón que no toda propaganda política es simplemente un relato. Es discurso emocional, orden y consejo, definición del propio campo no sólo lograda de manera narrativa, sino por argumentación, imagen y símbolo. Por ejemplo, no es “relato” la propensión decorativa de la Presidenta: es intervención en el espacio público, que tiene justificaciones narrativas mínimas. Se saca la estatua de Colón porque representa algo menos preferible que la (futura) estatua de Juana Azurduy. Más que “relato”, hay en este gesto una fuerte inversión simbólica. Los kirchneristas son expertos en trasmutar el discurso en poder.

Pero el relato no explica que la presidenta Kirchner haya ganado ampliamente su reelección en 2011. Allí intervinieron de manera más preponderante otros factores: la viudez inesperada y la prosperidad económica del momento le acarrearon los votos de muchos que hoy no la votarían. Cuando esa prosperidad económica disminuye o directamente se evapora, el kirchnerismo retrocede a territorios más conocidos, desde siempre, por el justicialismo, su roca madre de la geología política de la pobreza. Haya relato o verso, la materialidad pone sus límites.

Oficialistas y opositores coinciden en la capacidad del relato para configurar la realidad. Es una colonización soñada de la semiología sobre la práctica política. Duran Barba y otros de su oficio deben de estar contentos, porque no les faltará conchabo. El narrativismo que difunden los estudios culturales como una clave de la dominación o de la sujeción pasó de ser una hipótesis académica a una costumbre. Y como Cristina es la que habla más y mejor, todo el tiempo y por todos los medios, el narrativismo estuvo de su parte. En muchos análisis políticos venció la relatomanía. Incluso cuando Cristina calla, la ausencia de relato vale para señalar la importancia de seguir contando algo.

Esta semana, la obsesión por magnificar la potencia de los relatos nos trajo el “meteorito Casey” (para los que ya se aburrieron, enseguida caerá del cielo otro fenómeno del relato, con cualquier otro nombre). Bueno sería que los escandalizados por lo que le enseñan a Casey pensaran en las condiciones materiales (el tipo de escuela, el medio familiar) que hacen posible que el chico K pronuncie frases completas, bien construidas, con sujeto y predicado. Esa destreza, hoy cada vez más rara, no depende del relato ni de la ideología sino del capital cultural.