COLUMNISTAS

Sin hermano

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Siempre me llamó la atención eso que suele definirse como aire de familia. En el colegio había un compañero de clase que se llamaba Ramiro. Sus hermanos iban al colegio también y los veíamos en el patio, en los pasillos. El aire de familia era tan fuerte que todos nos parecían versiones de Ramiro: la hermana era Ramiro travesti, el hermano menor era Ramiro niño, y el padre, al que veíamos a veces en el campo de deportes, era Ramiro viejo. Todos eran Ramiro. Y no era sólo la nariz fuerte lo que los igualaba, era otra cosa, una forma displicente y lenta de andar por la vida, una manera acuática de mover esa estructura ósea que todas las versiones de nuestro compañero compartían. Hay familias así, con una misma impronta, como si conformaran una etnia en sí mismas.

Yo no tengo hermano varón y no se me ocurre cómo podría ser tener un hermano varón. Físicamente me parece imposible de imaginar. Soy, en versión masculina, la exacta mezcla de mi padre y de mi madre, no se me ocurre otra posibilidad combinatoria, y sin embargo mis dos hermanas son muy distintas entre sí. Quiere decir que yo podría haber tenido un hermano muy diferente a mí. O muy parecido, por qué no. Sin embargo nunca pensé en mi falta de hermano varón como una falta. Es quizá la primera vez que me pongo a pensar cómo podrían haber sido las cosas de haber tenido un hermano en mi vida, alguien que me devolviera la pelota. Hace un tiempo escribí un haiku que decía: “Canchas vacías./ La pelota, sin hermano,/ para muy lejos”. La imagen viene de los domingos en que mi padre nos llevaba al club muy temprano, porque tenía salida de golf. Mis hermanas se desparramaban en unos sillones del salón de lectura de ese club inglés. Yo iba con mi pelota y caminaba la mañana entera metido dentro de ese haiku. A veces miraba para atrás y veía mis huellas, todo mi recorrido, marcado en el rocío. Eran unas canchas impecables de arcos olímpicos, que me parecían enormes, y campos verdes perfectos, de criquet. Ese espacio abstracto, ese plano de césped británico, es mi falta de hermano. Después del mediodía, cuando empezaban a llegar otros chicos, nos volvíamos porque mi padre quería dormir la siesta en casa.

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Me pregunto si tener un hermano me habría curado de mi vocación melancólica. Patear la pelota en la cancha y que nadie me la devolviera, ¿definió mi personalidad? Esa patada tenía que ser juego y en cambio se volvía pregunta metafísica, metáfora de soledad. “La pelota que arrojé una mañana en el parque/ todavía no ha tocado el suelo”, dice Dylan Thomas. La vida entera está con uno, el niño que fuimos nos llega a la cintura, nos acompaña, somos él, mínimos, parados junto al adulto extraño que terminamos siendo. La pelota sigue en el aire.

Mi falta de hermano no me llevó a crearme un amigo imaginario. Pero, ahora que lo pienso, quizá la literatura es una manera de jugar (muy seriamente) con otros. Una manera de que nos devuelvan la pelota para generar un movimiento de ida y vuelta. Lo que se llama forma en literatura, es una suerte de frontón donde hacer rebotar la palabra. Si uno escribe un soneto, por ejemplo, primero uno tiene una idea y de alguna manera quiere decirla, hay un deseo, una intención verbal, y ahí es donde la forma parece responder: podés decir eso pero de esta manera, rimando con esto otro, dentro de esta métrica. Uno propone y la forma responde, pone reglas, hace ecos con todo lo leído (las influencias), espera la próxima idea para un verso, juega. Y además están los lectores, que echan a andar ese juego que uno apenas sugirió. La literatura tiene que ver con la soledad (se crea en soledad, se lee en soledad) pero es una apuesta, una apertura a los demás. Un juego en diferido. Quizá en mi infancia, la falta de mi hermano hizo vacío y mi vida se llenó de palabras, poemas, cuentos, novelas. El gran juego de la literatura vino a rescatarme como un vendaval, rodeando a ese chico en la cancha de fútbol que corría sobre el rocío y pateaba lejos la pelota.

No estoy seguro de que sea cierta esta teoría. ¿La literatura como un hermano? Las explicaciones de por qué alguien escribe pueden ser infinitas y todas igualmente ciertas o erradas. Además, a partir de mi imagen de niño triste parado en el escenario vacío del césped inglés puedo construir casi cualquier cosa. Lo que es cierto es que, al final de mi adolescencia, cuando empecé a leer libros y a escribir cuentos, nunca más me sentí solo, nunca más me aburrí. Y la literatura me fue trayendo amigos, me fue reuniendo con otros que andaban jugando solos por ahí.