CULTURA
entrevista a carlos manuel alvarez rodriguez

Festival Basado en Hechos Reales: Ojos de millennial

El joven periodista y escritor cubano llegará esta semana a Buenos Aires para participar en una nueva edición del festival. Crónicas duras y descarnadas.

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ADN. Alvarez Rodríguez y su libro. Ha publicado artículos en medios gráficos como The New York Times, Gatopardo y El Malpensante. | C.M.A.R.

Invitado al festival Basado en Hechos Reales –que tendrá lugar los días 1, 2 y 3 de noviembre en el Centro Cultural Kirchner– para dar un taller sobre crónica y participar de un panel cuyo título, “Negar la ficción”, en principio, piensa discutir, Carlos Manuel Alvarez Rodríguez es el autor de un extraordinario libro de crónicas sobre Cuba, La tribu, por donde desfilan personajes de una tragedia personal y colectiva con la que se propuso exhibir una “puesta en escena de un país” único, el último reducto de la Guerra Fría. Cuando a fines de 2014 Cuba y EE.UU. reanudaron relaciones diplomáticas después de 53 años, su autor se sintió pertenecer a una tribu que debía “enterrar su dialecto”, porque a partir de ese momento el relato en el que estaban viviendo se quebraba. “Somos un pueblo blindado que al interior tenemos muchas facetas distintas y de ahí viene un poco la idea de tribu”.

—El libro abre con un epígrafe: “Nada es más duro que ser hijastro del tiempo”. Ser hijastro implica tener un lugar al margen, no ser heredero, y me preguntaba si ese es el lugar en el que te situaste para escribir sobre tu país.
—A mí me gustaría merecer ese lugar, ser capaz de sostenerle el pulso a un lugar así. En cualquier caso, yo de lo que estoy hablando es de los personajes del libro, ese es para mí el estado de todos los personajes respecto de la época que les está tocando vivir. Tiene que ver con estar viviendo un tiempo que los maltrata y que termina marginándolos, entonces yo siento que ellos hablan desde los márgenes de un país y de una época.

—Un lugar periférico que las sociedades latinoamericanas compartimos.
—Por eso esto de la exclusividad habría que ponerlo entre signos de interrogación. Yo viajé bastante por Latinoamérica y la importancia de Cuba en el imaginario de la izquierda latinoamericana es avasallante. A veces lo vivo como una fortuna y a veces como una suerte de desgracia. Es que estoy adentro de ese relato, tanto para negarlo como para legitimarlo.

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—Cuando a mediados de los 80 la URSS anunciaba la perestroika, alguien llamó a la versión cubana, “la espera estoica”. Toda una metáfora de la sociedad cubana que vos describís muy bien en tus crónicas. ¿Cuál es la perspectiva de una sociedad así?
—Yo creo que el peligro más inmediato es la pérdida de perspectivas hasta desaparecer. La idea de sacrificarse por un mañana mejor, algo que nunca pasó, lo que produjo fue la renuncia a cualquier tipo de perspectiva. Los cubanos vivimos muy anclados de una manera peligrosa al presente, con un sentido de la supervivencia y con una tendencia al individualismo, como una respuesta a cualquier idea de colectividad que para el cubano está ligada a la idea de engaño. A mí me cuesta mucho trabajo mirar en perspectiva lo que pasa en mi país porque necesito una mirada que se articule de manera colectiva. El cubano está anclado en esa “espera estoica”; me gusta esta idea que resume, en buena medida, este tiempo histórico del que yo hablo mucho en el libro.

Archivo 2017 | Llega ‘Basado en Hechos Reales’, el festival de no ficción

—Cuando uno llega a La Habana, el primer lugar que visita es el Museo de la Revolución y choca el oxímoron, esa idea de una revolución estática. Y para cambiar esto se necesita que la sociedad tome en sus manos su destino, lo cual pareciera muy difícil.
—Lo que ha habido es una renuncia de parte de la sociedad a hacerse cargo de ese derecho. Y hay algo más llamativo, y es que cuando uno vive en Cuba uno tiene la sensación de ser una pieza del museo, de que todo el país se ha convertido en un parque temático de ese suceso. Nosotros vivimos en el tiempo de la efeméride. Cuando Michelle Bachelet vino a Cuba, el 8 de enero de este año, abrí el periódico, y como el 8 de enero del 59 fue el día que Fidel entró en La Habana y triunfó la revolución, toda la portada hablaba de ese hecho. Esa es la lógica de la realidad en Cuba, y eso es muy grave. La fractura entre el relato del país y el país es tal que ya entra en un terreno tragicómico.

—Cada vez que aparece en el libro la palabra “revolución” está en mayúscula. Como si se hubiera transformado en un sustantivo propio. ¿Eso habla de una relación particular de la sociedad cubana con este proceso?
—Absolutamente. Es el nombre de alguien, es probablemente el nombre de nosotros. Está nombrando algo que en Cuba es casi físico, que tiene cuerpo. Yo la verdad que no estaba consciente de esto, pero tienes razón. De todas maneras, me doy cuenta de que forma parte de mi educación sentimental e intelectual.

—El libro termina con la muerte de Fidel. ¿Cómo imaginabas Cuba después de su muerte?
—La muerte de Fidel fue una muerte paulatina. Nadie imaginó que fuera a morirse fuera del poder. Cuando Fidel se enferma y deja el poder pasa los últimos diez años como un espectro escribiendo una suerte de reflexiones ininteligibles. Ahí se vuelve irónicamente un estereotipo, en el reverso del Fidel firme, carismático. La muerte política ya había ocurrido pero la muerte histórica es algo que no va a ocurrir nunca. Es una figura más grande que el país y es el relato de Cuba.