CULTURA
Ensayo

Setenta años después, España no honra a Miguel de Unamuno

El pensador liberal y joven rector de la Universidad de Salamanca, que terminó despojado de su cargo por el franquismo en el poder, no fue rehabilitado post mórtem ni siquiera como concejal del Ayuntamiento, debido a las presiones políticas del Partido Popular de Aznar sobre los socialistas de Zapatero. Lo que, para el autor, es una clara demostración de que las heridas de la Guerra Civil aún continúan dividiendo ideológicamente a ese país. Aquí y ahora, la insólita saga de un vasco que hizo historia.

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Miguel de Unamuno. Fue elegido decano de Filosofa y Letras, y condenado a 16 aos de prisin por injurias al rey. | Cedoc

Con verdadera sorpresa nos enteramos de que Miguel de Unamuno (1864-1936) no fue rehabilitado como concejal del Ayuntamiento de Salamanca, del que había sido despojado por la dictadura franquista, por la completa oposición del Partido Popular, que cuenta allí con mayoría absoluta. Los socialistas habían reclamado que se dejara sin efecto el acta vejatoria, aprobada en una sesión secreta, que dejó al rector de la Universidad de Salamanca sin el cargo obtenido por voto popular. Pero ya nos referiremos a esto, que señala cómo sigue abierta la herida de la Guerra Civil de España, y cómo la situación creada por el frustrado intento de rehabilitación de Unamuno es una clara muestra de lo difícil que es intentar todavía hoy una verdadera conciliación y una sola verdad.

Miguel de Unamuno estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid obteniendo la calificación de Sobresaliente en 1883, con 19 años, y al siguiente se doctora con la tesis Crítica del problema sobre el origen y prehistoria de la raza vasca, en la que anticipa su postura contraria a las pretensiones extravagantes del nacionalismo vasco de la época.

El 31 de enero de 1891 se casa con Concha Lizárraga, de la que estaba enamorado desde niño. Pasa los meses invernales dedicado a la preparación de unas oposiciones para una cátedra de Griego en la Universidad de Salamanca, que obtiene. En 1901 es nombrado rector de la Universidad de Salamanca.

En 1914 el ministro de Instrucción Pública lo destituye del rectorado por razones políticas, convirtiéndose Unamuno en mártir de la oposición liberal. En 1920 es elegido por sus compañeros decano de la Facultad de Filosofía y Letras. Es condenado a dieciséis años de prisión por injurias al rey, pero la sentencia no llegó a cumplirse. En 1921 es nombrado vicerrector. Sus constantes ataques al rey y al dictador Primo de Rivera hacen que éste lo destituya nuevamente y lo destierre a Fuerteventura en febrero de 1924. El 9 de julio es indultado, pero él se destierra voluntariamente a Francia; primero a París y, al poco tiempo, a Hendaya, en el País Vasco francés, hasta el año 1930, año en el que cae el régimen de Primo de Rivera.

A su vuelta a Salamanca, entró en la ciudad con un recibimiento apoteósico.
Miguel de Unamuno se presenta como candidato a concejal por la conjunción republicano-socialista para las elecciones del 12 de abril de 1931. Es elegido y el 14 de abril proclama la República en Salamanca. Desde el balcón del Ayuntamiento, el filósofo declara que comienza “una nueva era y termina una dinastía que nos ha empobrecido, envilecido y entontecido”. La República lo repone en el cargo de rector de la Universidad salmanquina.

Se presenta a las elecciones a Cortes y es elegido diputado como independiente por la candidatura de la conjunción republicano-socialista en Salamanca. Sin embargo, el escritor e intelectual, que en 1931 había dicho que él había contribuido más que ningún otro español –con su pluma, con su oposición al rey y al dictador, con su exilio...– al advenimiento de la República, empieza a desencantarse. En 1933 decide no presentarse a la reelección. Al año siguiente se jubila de su actividad docente y es nombrado rector vitalicio, a título honorífico, de la Universidad de Salamanca, que crea una cátedra con su nombre. En 1935 es nombrado ciudadano de honor de la República. Fruto de su desencanto, expresa públicamente sus críticas a la reforma agraria, a la política religiosa, a la clase política, al gobierno, a Azaña...

Y al iniciarse la Guerra Civil, apoya inicialmente a los rebeldes, porque quiso ver en los militares alzados a un conjunto de regeneracionistas autoritarios dispuestos a encauzar la deriva del país. Sin embargo, el entusiasmo por la sublevación pronto se torna en desengaño, especialmente ante el cariz que toma la represión en Salamanca. En sus bolsillos se amontonan las cartas de mujeres de amigos, conocidos y desconocidos, que le piden que interceda por sus maridos encarcelados, torturados y fusilados.

A principios de octubre, Unamuno visitó a Franco en el palacio episcopal para suplicar inútilmente clemencia para sus amigos presos. Pero ya entonces se arrepiente públicamente de su apoyo a la sublevación. Durante los actos de celebración en Salamanca del Día de la Raza el 12 de octubre de 1936, en el Paraninfo de la Universidad, y tras una serie de discursos atacando a la “anti-España”, Unamuno criticó duramente la rebelión, sentenciando al final: “Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta; pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir”. Le contesta brutalmente el general José Millán-Astray (el cual sentía una profunda enemistad por Unamuno, que lo había acusado inopinadamente de corrupción), gritando “A mí la Legión”, “Viva la muerte” (lema de la Legión) y “Abajo la inteligencia”; Unamuno contesta “Viva la vida” (casi un insulto a la Legión). El general se levanta indignado, y José María Pemán trata de aclarar: “¡Viva la inteligencia! ¡Mueran los malos intelectuales!”. La esposa de Franco, Carmen Polo, toma del brazo a don Miguel y lo acompaña a su casa, rodeados de su guardia personal. Ese mismo día, la corporación municipal se reunió de forma secreta y expulsó a Unamuno. El 22 de octubre, Franco firma el decreto de destitución de Unamuno como rector.

Ahora dejemos los hechos y las circunstancias para hacer una breve aproximación personal e intelectual al autor de El sentimiento trágico de la vida y de Vida de Quijote y Sancho, entre tantos otros estupendos ensayos, novelas (nivolas), obras de teatro y poemarios que produjo durante su riquísima vida intelectual. Pero menciono esos dos títulos porque fueron los que tuve la suerte de leer, gracias al consejo de un buen amigo, cuando tenía 18 años, es decir cuando, tal vez por la edad, uno adhiere a algo o a alguien de una manera total, o lo rechaza del todo. Obviamente, yo adherí de manera absoluta a ese extraordinario pensador y mi admiración intelectual por él no menguó a pesar del paso de las décadas, de todo lo vivido y leído desde entonces. Y creo que dichos textos deberían ser de lectura, si no obligatoria, al menos muy recomendada a los jóvenes en el último año de la enseñanza secundaria, como una escuela de autenticidad de vida, de integridad ética y de pensamiento.

Mucho se ha escrito sobre Unamuno, y no puedo dejar de mencionar el valioso ensayo de Ferrater Mora, el de Ezequiel de Olaso (Los nombres de Unamuno), que le hizo ganar un importante premio y el merecido renombre que lo acompañó hasta el final de su joven vida. O el excepcional trabajo El drama religioso de Unamuno del padre Hernán Benitez, quien decía de don Miguel que tenía un corazón católico y una cabeza protestante.

Tampoco puedo dejar de mencionar la impresión que me causaron en aquella edad algunas frases que subrayé en rojo en los ejemplares de las obras mencionadas, que se publicaban en la Colección Austral de Espasa Calpe a precios muy razonables para el bolsillo de un estudiante.

Por ejemplo: “No suelen ser nuestras ideas las que nos hacen optimistas o pesimistas, sino que es nuestro optimismo o nuestro pesimismo, de origen fisiológico o patológico quizás, tanto el uno como el otro, el que hace nuestras ideas”. O esta otra: “El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se haya dicho que es un animal afectivo o sentimental”. Y cuando le preguntaban quién era, él contestaba con Obermann: “Para el Universo, nada; para mí, todo”.

Así también me llamó mucho la atención su admiración por Kant y por Kierkegaard, que lo llevó a estudiar nada menos que el danés (que para mí, con todo respeto, más que un idioma es como una enfermedad de la garganta). Y su respeto y compasión por Spinoza, de quien decía: “Como a otros les duele una mano o un pie o el corazón, o la cabeza, a Spinoza le dolía Dios. ¡Pobre hombre!”. Pero a él también le dolía Dios.

Ramón Menéndez Pidal decía que con Unamuno, el diálogo se convertía pronto en un monólogo. Y Pío Baroja afirmaba: “Unamuno le hubiera explicado a Kant la filosofía kantiana, a Poincaré lo que era la matemática, a Plank su teoría de los quántums y a Einstein la de la relatividad...”.

Según Fernando Báez, vestía con un ascetismo tal que provocaba la ira: no usaba corbata ni sombrero al uso ni trajes parisinos. Le bastaba un traje color azul de corte clerical, que nunca se supo si fue el único, y unos zapatos bajos. Agrega que con reverencia o audacia sus biógrafos repiten que no fue apuesto y que desafió a los hombres de su época manteniendo un matrimonio leal a su mujer, quien le dio ocho hijos. No fumaba ni bebía. Se bañaba de madrugada, con agua helada. A las ocho de la mañana, invariablemente, daba su clase de Griego, sin seguir ningún programa, apegado al fervor por el texto, y al terminar, contestaba su correspondencia, que no debió ser poca si se considera su anhelo de saber y decirlo todo.

Dice Hernán Benítez que cuando comenzó el estudio de Unamuno creyó que se las iba a ver con un masón redomado, con un sofista de peligro, con un nihilista solapado, con un calamburero tal y como lo pintan tantos libros y artículos escritos en los últimos años (década del 40 al 50).

Pero a medida que avanzaba en el estudio, se fue persuadiendo de que la verdad era todo lo contrario. El temible superhombre nietzscheano, el energúmeno español, pese a sus bramidos y pataleos, en el fondo era un niño, sólo un niño, cuyo corazón moría de miedo de morirse y cuya despabilada inteligencia ardía en ganas locas de verle las tripas a Dios, como otros niños se las querían ver al osito de raso. Y agregaba Benítez que hombre de una pieza y honrado como el que más, por amor a la verdad, había peregrinado por todos los caminos de la sabiduría, tragándose montañas de papeles, llamando a todas las puertas del saber, mendigando luz, más luz, como Goethe moribundo. Y por lo mucho que había trajinado, también mucho había tropezado, pues sólo no da tumbos quien se queda la vida entera orondamente arrellanado en las cuatro ideas en que lo instalaron cuando muchacho. Unamuno, en cambio, se tomó el trabajo de repensar todas las frases hechas y de sacarles el polvo a todos los tópicos, donde hace nidos la polilla del “sentido común” y de la cachaza mental de los mediocres. “¡Y hay que ver cómo se encabritan éstos cuando se atreve alguien a moverles o a patearles el nido!” Termina afirmando Benítez, en un estilo, por cierto, bastante unamuniano.

Por las noches, Unamuno escribía sus artículos y relatos. O leía. Aprendió idiomas para leer los textos directamente y eso le permitió profundizar en latín, griego, inglés, alemán, italiano y, como antes dijimos, nada menos que en el danés para leer a Kierkegaard. Fue asimismo lector asiduo de Ibsen, Melville, Leopardi, Spinoza… Y se adueñó de Cervantes. Pero también conocía muy bien la literatura latinoamericana, sobre la que quiso preparar un volumen dedicado a sus fervores principales: Bolívar y Sarmiento, entre otros.

Afirma Báez que no soportaba a Góngora ni a los poetas de la generación del 27. Tampoco a Camoens. Y si bien le atraía Quevedo, no podía soportar sus chistes ni sus insoportables juegos de palabras. Con José Ortega y Gasset su relación fue sumamente conflictiva, en una inacabada polémica de años.

Borges, que siempre dijo que Ortega era un hombre que pensaba bien pero que escribía mal, en un artículo publicado en El Hogar en 1937, afirmó de Unamuno que era el primer escritor de nuestro idioma, calificando a El sentimiento trágico de la vida como punto capital de las letras hispanas.

Como Ortega y como Nietzsche, Unamuno fue también un filósofo asistemático. Sin aspirar a un sistema, fue un filósofo de combate: “... mi obra... es quebrantar la fe de unos y de otros y de los terceros, la fe en la afirmación... es hacer que vivan todos inquietos y anhelantes...”.

Para él la filosofía estaba en el orden de las preguntas y no de las respuestas, que suelen cambiar con los siglos, de acuerdo a gustos o hallazgos. Por eso supo desde su juventud que su filosofía no sería escéptica ni dogmática y que respondería, ante todo, a un método de cuestionamiento que pondría en la vida el valor supremo. En lugar de avalar la razón, Unamuno legitimó el dolor existencial de la duda.

Epistemológicamente atribuía a la verdad una condición pragmática: “Verdad es lo que se cree de todo corazón y con toda el alma. ¿Y qué es creer algo de todo corazón y con toda el alma? Obrar conforme a ello...”. Verdad no es aquello en sí sino lo que en cada hombre está siendo de modo transformador. Dentro de este orden, la inmortalidad sería la recompensa por el encuentro personal con la verdad.

También señala Báez que como miembro de la generación del 98 compartió las incertidumbres de Azorín, Pío Baroja, Antonio Machado y Jacinto Benavente en el área social y política. Propugnó el europeísmo como oportunidad de superar el aislamiento cultural de España y la voluntad de ratificar un estilo de mayor sinceridad intelectual para la exposición precisa. Posteriormente, y en uno de sus clásicos arranques, renegó del europeísmo y de casi todas las tesis de su primera época. Siempre fue contradictorio y se jactaba de serlo.

Volvamos a los hechos y las circunstancias: los últimos días de vida (de octubre a diciembre de 1936) los pasó Unamuno bajo arresto domiciliario en su casa, en un estado, en palabras de Fernando García de Cortázar, de resignada desolación, desesperación y soledad. A los pocos días, el 20 o 21 de octubre, le dice al escritor Nikos Kazantzakis:

“En este momento crítico del dolor de España, sé que tengo que seguir a los soldados. Son los únicos que nos devolverán el orden. Saben lo que significa la disciplina y saben cómo imponerla. No, no me he convertido en un derechista. No haga usted caso de lo que dice la gente. No he traicionado la causa de la libertad. Pero es que, por ahora, es totalmente esencial que el orden sea restaurado. Pero cualquier día me levantaré –pronto– y me lanzaré a la lucha por la libertad, yo solo. No, no soy fascista ni bolchevique; soy un solitario”.

El 31 de diciembre de 1936, a los 72 años, murió en su domicilio de Salamanca. Los hechos de los años anteriores de su vida lo habían ido sumiendo en el hermetismo, sobre todo por la muerte de su mujer, su sostén moral. Y ese año fue el inicio de la Guerra Civil de España, a la que no dudó en llamar “guerra incivil”. A pesar de su virtual reclusión, en su funeral fue exaltado como un héroe falangista. ¡Cuántas contradicciones!

Pero cuando murió, ya estaba muerto en vida. Como pocos, había amado hasta el delirio su tierra, su lengua, su historia, su Dios… En su lápida alguien se atrevió a plasmar estas líneas: “Méteme Padre Eterno en tu pecho / misterioso hogar / dormiré allí pues vengo deshecho del duro bregar”.