CULTURA

Un libro, y en el blanco

Aunque la literatura en esencia se define por la multiplicidad, en no pocos casos el axioma se ha roto: para algunos autores ha bastado escribir una obra única, genial, que sedimenta su prestigio. Un vistazo a esas piezas elementales que fundan su propia estirpe.

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El reciente anuncio de la publicación de la segunda novela (acaso sólo la primera versión de su famosa Matar a un ruiseñor, publicada en 1960) de Harper Lee, Go set a Watchman, ha convocado a algunos redactores de las páginas culturales de medios gráficos y digitales a recordar autores de una única novela exitosa. Desde luego, es un juego superficial y no va más allá del ejercicio de memoria para lectores voraces, pero ese repaso puede quizá enseñarnos algo del oficio de escritor y del furtivo poder de los libros, tanto sobre aquellos que los escriben como respecto de quienes los leen. De hecho, como Harper Lee o Margaret Mitchell con Lo que el viento se llevó (1936) –llevada al cine en 1938–, hay escritores que con un único libro se hicieron célebres, aunque otros en vez de eso consiguieron una gloria póstuma, el reconocimiento de sus colegas o un lugar destacado en la historia de la literatura, y algunos incluso no llegaron a enterarse del destino de esa solitaria obra que habían escrito.


A estos últimos escritores pertenecen Giuseppe Tomasi di Lampedusa con El gatopardo y John Kennedy Toole con La conjura de los necios. En el caso de Lampedusa, luego de que Einaudi y Mondadori rechazaron su novela, en junio de 1957 murió a causa de un tumor pulmonar y El gatopardo salió a la luz un año después de su muerte a instancias de Elena Croce (hija de Benedetto Croce), quien logró hacerla publicar en la editorial Feltrinelli. En 1959, la novela de Lampedusa ganó el Premio Strega, el más importante para la ficción en Italia, y en 1963 fue adaptada para el cine por Luchino Visconti. En cuanto a Kennedy Toole, en 1969 se suicidó con monóxido de carbono a los 31 años tras el rechazo de su novela –protagonizada por el extravagante Ignatius J. Reilly– por la editorial Simon & Schuster. Después de su muerte, en 1980, por intermedio de su madre, La conjura de los necios se publicó, obtuvo el Premio Pulitzer en 1981, y se convirtió en una novela de culto (salvando las distancias, algo similar le ocurrió al general del ejército prusiano y filósofo de la guerra Carl von Clausewitz. Fallecido en noviembre de 1831, a los 51 años, su viuda publicó un año después los manuscritos que había dejado antes de partir hacia la frontera polaca, donde enfermó de cólera, con el título De la guerra).


Tampoco Alain-Fournier vivió lo suficiente para asistir a la consagración de su única novela, El gran Meaulnes (1913), admirada por los adolescentes franceses de las décadas del 20 al 40, y distinguida por la crítica como una de las mejores novelas del siglo XX. Murió en combate el 22 de septiembre de 1914, a la edad de 27 años, mientras trabajaba en una novela, Colombe Blanchet, cuyos fragmentos aparecieron en 1922 en la Nouvelle Revue Française. Fournier publicó en vida, en varias revistas, textos en prosa reunidos luego de su muerte, junto con poesías inéditas, con el título Miracles (1924). Del mismo modo, la muerte temprana de Emily Brontë a los 30 años, en diciembre de 1848, enferma de tuberculosis, le impidió conocer la suerte de su única novela, Cumbres borrascosas (1847), al principio recibida con frialdad, pero hoy considerada un clásico de la literatura inglesa y adaptada innumerables veces para el cine, el teatro y la televisión.

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Pero además, aparte de Lee y Mitchell hay escritores que conocieron en vida el éxito con un único libro. Por ejemplo, la inglesa Anna Sewell, autora de la novela Black Beauty (traducida al castellano como Azabache) publicada en 1877. Si bien murió de hepatitis a los 51 años, cinco meses después de publicarse su única novela, conoció el éxito inicial de su libro –básicamente un alegato a favor del trato amoroso de los animales, especialmente de los caballos– en Europa.

En este sentido, quizá corresponde recordar a Charles Duchaussois, fallecido en 1991 a los 51 años, que se hizo famoso en los años 70 por su (única) novela autobiográfica Flash ou le grand voyage (1974), conocida en castellano como Flash, la trágica experiencia de la droga, al menos porque se ha traducido a una decena de idiomas y se han vendido más de seis millones de ejemplares. La novela relata los viajes de Duchaussois en un sentido literal y en otro, claro está, figurado.

Entre estos escritores que se hicieron célebres con una única novela, aunque no siempre disfrutaron de ese estado de celebridad, esta nota estaría muy incompleta si no mencionara a Juan Rulfo con Pedro Páramo (1955) y J.D. Salinger con The Catcher in the Rye (conocida en castellano como El cazador oculto o El guardián entre el centeno). En 1951, a los 32 años, J.D. Salinger publicó esta novela de formación protagonizada por el adolescente Holden Caulfield, que alborotó el horizonte literario de la época por el espíritu crítico y la aspereza de su lenguaje. Salinger publicó después relatos y ensayos, pero desde finales de los años 60 se aisló del público y renunció a la exposición mediática hasta convertirse en un misterio vivo.

Si bien Rulfo publicó en 1980 su segunda novela, El gallo de oro, escrita entre 1956 y 1958 –después no escribió más libros– y llevada al cine en varias oportunidades, no cabe duda de que con Pedro Páramo (su única novela publicada por mucho tiempo) se hizo famoso, logró el elogio de algunos de sus colegas más prestigiosos, como Borges o Susan Sontag, y obtuvo un puesto notorio en el panorama de la literatura mexicana de la segunda mitad del siglo XX.

En la literatura argentina, Voces, de Antonio Porchia – un libro de aforismos–, es tal vez el más emblemático de los libros únicos que hicieron famoso a su autor. Publicado por primera vez en 1943, aunque Porchia fue agregando “voces” en algunas ediciones, lo descubrió Roger Caillois (colaborador de Sur por entonces) durante el período de la Segunda Guerra Mundial que pasó en el país. De regreso a Francia, Caillois tradujo el libro e hizo publicar algunos aforismos en el número anual de Dits de Gallimard y en la revista parisina Le Licorne, y lo difundió en un disco que escuchó Henry Miller, quien colocó a Voces entre los cien libros de su biblioteca ideal. Al poco tiempo, en Entretiens (1952), André Breton saludó al libro de Porchia como una pieza excepcional en lengua castellana. En 1956, la editorial argentina Sudamericana publicó Voces que, hasta entonces, circulaba muy restringidamente en las ediciones de autor de 1943 y 1948, con algunas correcciones y agregados. Esta reimpresión, considerada definitiva por Porchia, tiene una dedicatoria a Caillois. En 1979, Borges escribió el prólogo de la edición francesa de Voix de Fayard. Las Voces reunidas de Porchia –fallecido en 1968 a los 83 años– fueron publicadas simultáneamente en 2006 por la editorial argentina Alción y Pre-textos de España e incluye Voces, Voces nuevas, Voces abandonadas y Voces inéditas.

Misas herejes (1908) de Evaristo Carriego, su primer y único libro de poemas publicado en vida, de tendencia modernista, no accedió a la gloria de la gran literatura ni a ninguna anuencia internacional, pero su poesía anticipa notablemente la mayoría de los temas (los guapos, los cafés, el barrio, “la costurerita que dio aquel mal paso”, etc.) y el pathos de las letras de tango. Entre los versos de Rubén Darío y el satanismo de Baudelaire, la obra de Carriego es insoslayable desde el punto de vista de la cultura popular argentina.

Algo parecido quizá podría decirse de Alfredo Varela respecto del cine argentino de temática social. La única novela que escribió, El río oscuro (1943), fue adaptada para el cine en 1952 con el título de Las aguas bajan turbias, protagonizada y dirigida por Hugo del Carril, quien trabajó en el guión de la película junto a Varela mientras se encontraba encarcelado por comunista durante el primer peronismo. Es necesario señalar que Del Carril, que era peronista, intercedió por Varela ante el mismo Perón. El tema de la novela es la explotación de los mensúes (trabajadores de los yerbatales del noreste argentino y del Paraguay) y se organiza en tres complejas líneas narrativas. Además, está escrita fragmentariamente al modo de Faulkner, una técnica introducida por primera vez en la literatura latinoamericana por Varela, aunque suele adjudicarse esta introducción a Rulfo en Pedro Páramo. Varela escribió también varios libros políticos, crónicas de viaje y una biografía de Martín Güemes, y en los años 70 recibió el premio Lenin de la Paz que concedía la Unión Soviética. En 2008, El río oscuro fue reeditado por la editorial Capital Intelectual en la colección Los Recobrados.

Por último, a fines del siglo pasado se publicaron tres únicos libros hoy celebrados por escritores y lectores calificados, por decir así: el volumen de relatos Gente que baila (1993) de Norberto Soares, y las novelas El traductor (1996) de Salvador Benesdra y El desierto y su semilla (1998) de Jorge Barón Biza (ambos publicaron otros libros, pero no novelas), todos ellos periodistas ya fallecidos. Se entiende, el libro de Soares relumbra como una rara joya de la narrativa argentina y cualquiera de sus siete relatos, en especial la nouvelle Luna Cassorla, naranjo en flor (una exquisita historia policial de los suburbios), muestran una fina sensibilidad literaria. El traductor –simplemente una novela erudita notable– fue finalista del premio Planeta de 1995, pero Benesdra aun así se cansó de presentarlo en editoriales. Un año después, su familia y amigos pagaron una edición en Ediciones de la Flor, cuya tirada rápidamente se agotó (Benesdra se suicidó unos meses antes de que apareciera la novela). Escrita en un singular cocoliche, El desierto y su semilla –una novela excepcional, reeditada por Eterna Cadencia en 2013–, se inspira en los episodios de la lenta reconstrucción del rostro desfigurado de Rosa Sabattini (madre del autor, aunque el narrador lo oculta durante las primeras páginas) a causa del ácido sulfúrico que le arrojó el escritor Raúl Barón Biza (padre de Jorge) el 16 de agosto de 1964.
Como sea, el oficio de escritor guarda más de una paradoja y el libro único que ofrenda a su autor (y más aún de modo póstumo) la celebridad o la gloria literaria, siempre ambivalentes y fortuitas, es una de ellas. Y tal vez no la menos irónica.