OPINIóN
9 de julio

El Congreso de Tucumán y su siempre renovado mensaje

El 9 de julio de 1816 treinta patriotas, sin proponérselo, demostraron que la política puede ser el arte de hacer posible lo imposible.

Bandera
Dos cuestiones medulares conmovían a los hombres sobre los cuales recaería una trascendente victoria o el sinsabor de una agria derrota: la Declaración de la Independencia y la forma de gobierno. | Imagen de Elias Butynski en Pixabay.

Pocos, muy pocos, hicieron posible lo imposible.

"¿Cuándo empiezan ustedes a reunirse? Por lo más sagrado les suplico: Hagan cuantos esfuerzos quepan en lo humano para asegurar nuestra suerte. Todas las provincias están a la expectativa esperando las decisiones de ese Congreso. ¿Hasta cuándo esperamos para declarar la independencia? ¿No es una cosa bien ridícula acuñar moneda, tener pabellón y cucarda nacional, y por último, hacerle la guerra al soberano de quien se dice dependemos…?".

Nada mejor que estas palabras de San Martín en carta a su amigo Tomás Godoy —emulando al más agudo Cicerón en su Primera Catilinaria—, llenas de humanidad, humildad y firmeza, para sintetizar las esperanzas de todo un pueblo en el magno Congreso que nos llevaría a nuestro encuentro con la historia.

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El 24 de marzo de 1816, en la benemérita ciudad de Tucumán, iniciaba sus sesiones la esperanza de los pueblos libres. Era el último suspiro de la Revolución de Mayo, que, debilitada, parecía perderse definitivamente; era la última áncora arrojada en medio de la tempestad.

La revolución del 15 de abril de 1815 había derribado a Alvear del poder y disuelto la Asamblea del año XIII. Asimismo, había impuesto al nuevo gobierno, con carácter obligatorio, la convocatoria de un Congreso General. Cumplimentando dicha imposición, el Director cursó circulares a las provincias, invitándolas a reunirse en congreso. Pocas veces un Congreso Nacional fue convocado ante un cielo cubierto por tan amenazadoras nubes de pesimismo e incertidumbre: la revolución de toda América se tambaleaba.

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En México se había extinguido, con la caída del cura José María Morelos y Pavón. En Venezuela y el Virreinato de Nueva Granada, los realistas habían quebrado la resistencia patriota, y Bolívar se había refugiado en Jamaica. En Chile, la reacción realista obligó a O’Higgins a buscar refugio en Mendoza. El desastre de Sipe Sipe (noviembre de 1815) permitió abrir una brecha en la frontera Norte y la invasión de Jujuy y Salta. La reconquistadora expedición española parecía concretarse con la caída de la estrella napoleónica en Europa, y la Santa Alianza amenazaba en conjunto a los pueblos europeos y americanos. La política imperialista portuguesa no cesaba en sus objetivos de ocupación de la Banda Oriental. Por su parte, el frente interno presentaba profundas y temibles grietas.

El caudillismo había iniciado su acción y sus cabecillas se disputaban la supremacía. El triunfo de Artigas en el Litoral y “sus ideas contrarias a los intereses comunes”, al decir de Emilio Ravignani, encendían la tea de la guerra civil.

Desde el punto de vista económico, la paralización del comercio con Chile y con el Norte hacía sentir sus consecuencias. Santa Fe era asolada por malones e incursiones de la escuadra realista. Jujuy y Salta se incorporaron a la lista de provincias desoladas. El silencio de Buenos Aires ante sus hermanas que sufrían exacerbó los ánimos contra el centralismo porteño.

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Si bien gran parte de los representantes de las provincias eran desconocidos, fueron elegidos entre los más respetables y honestos de cada provincia y los de mejor preparación intelectual. En su mayoría eran abogados y sacerdotes que, en oportunidades anteriores, habían dado muestras de virtudes cívicas y un sólido fervor a la causa americana. Carecieron de representación las provincias de Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe y la Banda Oriental. La influencia separatista de Artigas se concretó en una especie de congreso federal en la localidad de Paysandú. Entre otras, dos cuestiones medulares conmovían a los hombres sobre los cuales recaería una trascendente victoria o el sinsabor de una agria derrota: la Declaración de la Independencia y la forma de gobierno.

No obstante la aparente concordancia, la desunión de los representantes era evidente. Tres grupos definidos frenaban la acción en el seno de la Asamblea. El primero, integrado por los diputados de Buenos Aires, esgrimía el característico centralismo porteño. El segundo, acaudillado por los representantes de Córdoba, aglutinaba a algunas provincias. El tercero, lo componían los diputados del Alto Perú (Chuquisaca, Mizque y Cochabamba). El localismo no había sido desterrado aún, largas y cruentas luchas internas estaban por delante.

Belgrano, recién llegado de una misión diplomática en Londres, explicó al Congreso —en una sesión especial y secreta del 6 de julio— la situación en Europa, y coincidía con San Martín en la necesidad de declarar la independencia cuanto antes, para adquirir respetabilidad en el nuevo orden internacional. Para éste último, ello era indispensable pues abría las puertas de su cruzada libertadora.

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No todas las aspiraciones del histórico Congreso fueron coronadas por el éxito, pero la concreción de una sola de ellas merece la reverencia, admiración y respeto de todas las generaciones posteriores para quienes, sin soberbia, sin vanidad y sin ambiciones personales nos hicieron ingresar en el concierto de las naciones: la Independencia. Priorizaron un interés superior. Muchos años después, Borges nos recordaría que “…nadie es la Patria, pero todos lo somos”.

Esos hombres fueron humanamente grandes, sin mezquindades obraron para la historia. Las realizaciones fueron inferiores a sus sueños, pero supieron, en medio de la tempestad, conducir la nave de la entonces doliente Argentina hacia la realidad de la cual hoy nos enorgullecemos. La imagen del Congreso de Tucumán, de aquel 9 de julio de 1816 que se fijó para siempre, fue, por así decirlo, un instante perenne. Ese día treinta patriotas, sin proponérselo, demostraron que la política puede ser el arte de hacer posible lo imposible.