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POLITICos Y CRISIS

A las PASO, lampazo

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Es asombrosa la capacidad de los políticos argentinos para estropearlo todo. Hasta donde entiendo –que no es mucho, pues mi confusión aumenta día tras día–, las primarias tienen un sentido democrático y participativo cuando existen partidos políticos consolidados que ofrecen una opción entre varios precandidatos que aspiran a representar a dichos partidos en elecciones generales. Se supone, además, que los postulantes tienen una trayectoria probada en el partido del caso, que convalida su presentación.

Nada de eso ocurre entre nosotros. Durante la crisis de 2001 –primordialmente política y no sólo económica– el reclamo popular generalizado era “que se vayan todos”. “Que se vayan todos y no quede ni uno solo”. La crisis política era ya manifiesta unos meses antes, cuando en las elecciones parlamentarias de octubre los votos en blanco superaron en varios distritos a los positivos y las urnas rebosaban de trozos de salame y papel higiénico.

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¿Qué entendieron nuestros políticos? ¿Cómo interpretaron los acontecimientos, ya consolidados como casta, después de casi veinte años de protagonismo ininterrumpido? Una casta –dicho sea de paso– más cerrada y excluyente de lo que jamás hubiera soñado Platón en su República, con
la notable diferencia de que el derecho a pertenecer a ella se confería en Platón por el conocimiento cabal de la realidad y no por una mezcla extraña de riqueza, poder, herencia y una amplia gama de artimañas inconfesables.

Ante la crisis de 2001, los políticos argentinos entendieron que era hora de decretar la disolución definitiva de los partidos políticos y perpetuarse personalmente en el poder, maniobra facilitada ahora por la ruptura de toda hipotética lealtad o disciplina partidaria que les permitía mudarse cuantas veces se les antojara de las precarias agrupaciones políticas creadas ad hoc. O inventar otras nuevas, de ser necesario. Liquidaron lo poco que quedaba de los grandes partidos políticos tradicionales –radicalismo, socialismo, peronismo– y se instalaron a perpetuidad. A contramano de la consigna popular, se quedaron todos y no se fue ni uno solo.

Así las cosas, arribamos a la situación presente, es decir, a este aquelarre espantoso donde cada grupo de candidatos se presenta como lista única en nombre de una agrupación ignota, provista de los nombres más estrambóticos, aunque los candidatos (perdón, y candidatas…) con más posibilidades de sumar votos son viejas caras conocidas. Ahora bien, al no existir alternativas –salvo contadas y honrosas excepciones– dentro de una misma agrupación (“alianza” o como se llame), ¿qué se elige?

Encima, un ejército de publicistas toma el relevo de la alarmante falta de propuestas serias y viables y nos ofrece a los pretendientes como si se tratase de un detergente, una marca de cerveza o un desodorante de inodoros. Karl Marx jamás podría haber imaginado que el fetichismo de la mercancía llegaría tan lejos.

Pero lo peor de todo ni siquiera es esto, sino que el voto en estas primarias truchas sea obligatorio. Idénticos mecanismos suelen cambiar de sentido con el transcurso del tiempo. En una época ya lejana de nuestra historia, el voto secreto, universal y obligatorio representó un logro de enorme significación, pues ponía fin al reinado de una oligarquía política que manejaba los asuntos del país a su arbitrio –aunque no necesariamente mal– e integraba a la vida política a las grandes mayorías populares hasta entonces excluidas.
Hoy, por el contrario, la obligatoriedad del voto existe sólo en función de la autolegitimación de la casta política, que de esa manera puede pregonar su supuesta representatividad popular, que, por otra parte, nunca coincide con los porcentajes proclamados a partir del expediente de no computar a quienes no votan y los votos en blanco, impugnados, etc.

Sea como fuere, los pueblos siempre encuentran algunos resquicios para expresar su parecer: aunque a los políticos les importe poco y nada, la gélida indiferencia de las grandes mayorías frente al circo montado para el 11 de agosto habla por sí misma.

*Filósofo.