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¿Acaso no matan a los conejos?

Pimentel tiene humor, su cultura es amplia y su prosa, elegante. Estrella solitaria, especialmente, es un libro con encanto.

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Fui al Festival de Lima. Vi películas y comí. Compré novelas. Volví. Leí nueve este fin de semana. El primer día en Lima, Juan Carlos Fangacio, periodista de El Comercio, me recomendó dos autores: Katya Adaui y Jerónimo Pimentel. Compré dos libros de Adaui y descubrí que el primero era del grupo Planeta y el segundo de Penguin Random House. Alguien me explicó que Pimentel, que además escribe en El Comercio, era ahora director editorial de Penguin Perú y se había llevado a varios escritores al sello. Me pareció que Pimentel (n. 1978) era un nombre clave. Empezó como poeta y publicó dos pequeñas novelas. Las leí. La primera, La ciudad más triste, es una serie de cartas apócrifas que Herman Melville le escribe a Nathaniel Hawthorne desde Lima, en las que cuenta una serie de episodios delirantes. Esa ciudad infernal le inspira Moby Dick. La segunda, Estrella solitaria, tiene como centro una excursión a Buenos Aires plagada de violencia y guiños literarios. Pimentel no sólo gestiona la literatura peruana sino también, imaginariamente, la chilena: “Los chilenos, a quienes odiamos con la excepción de su poesía entera y el gran Alvaro Bisama, que en el fondo es peruano”.

Pimentel tiene humor, su cultura es amplia y su prosa, elegante. Estrella solitaria, especialmente, es un libro con encanto. De Adaui (n. 1977), en cambio, leí Nunca sabré lo que entiendo y me pareció un ejercicio de autopromoción bastante pomposo. Pimentel empieza su libro citando a José Carlos Yrigoyen (n. 1976), a quien también edita. De Yrigoyen leí Orgullosamente solos, sobre su abuelo Carlos Miró Quesada, periodista y político fascista. Tanto el personaje como el libro resultaron muy chatos. Otro joven de la escudería Penguin es Francisco Angeles (n. 1977), que acaba de publicar su tercera novela. Leí la anterior, Austin, Texas 1979, que le debe mucho a Paul Auster y está escrito en una prosa agradable, tersa y fluida, pero termina con la descripción detallada de la ejecución de un conejo. Es el pasaje más cruel, estúpido y gratuito que leí en años. A esta altura, formulé una hipótesis (casi seguramente exagerada): Pimentel administra una generación pasota, que quiere dejar atrás tanto la influencia de Vargas Llosa como los horrores peruanos de las últimas décadas (Bisama hace algo de eso en Chile, pero es mi amigo). No cambia esa impresión cuando leo No soy tu cholo, de Marco Avilés (n. 1978), rutinario ejercicio sobre la discriminación a base de lugares comunes.

La misma generación tiene otros escritores fuera de la órbita de Pimentel. Por ejemplo, Richard Parra (n. 1977, vive en Nueva York), de quien leí dos nouvelles agrupadas en un libro (La pasión de Enrique Lynch / Necrofucker): divertidas, inspiradas, llenas de hallazgos de lenguaje, no evaden el peso de la historia. Otro escritor en la tradición de Vargas Llosa como Parra es Diego Trelles Paz (n. 1977), cuya reciente novela, La procesión infinita, podría ser una actualización de Conversación en La Catedral) y es de una fuerza narrativa y lingüística considerable. Para salir un poco de la generación mid 70, terminé leyendo la recién reeditada La conciencia del límite último, de Carlos Calderón Fajardo (n. 1946), una novela policial brillante que me recomendó Alonso Izaguirre, el hombre más dark de Lima.

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