Cada tanto reaparece una vieja discusión en la epistemología, en las ciencias sociales e incluso en la vida misma sobre la cuestión de la objetividad, sobre si existen hechos objetivos. A mí me parece que sí y que es muy fácil demostrarlo. Puedo dar no uno, no dos, sino hasta tres ejemplos si es necesario. A saber: 1) El agua hierve a cien grados en el llano. 2) El sol sale por el Este. 3) El gran capital, los medios hegemónicos, una parte central del brazo político de esos grupos –también conocido como Juntos por el Cambio– e inmensos sectores del 41% que votó a Macri están haciendo todo lo posible –que es mucho– para voltear al Gobierno. No para debilitarlo, contradecirlo, oponerse para ganar las próximas elecciones presidenciales, sino para que no se llegue a esas elecciones, para que el Gobierno caiga, para que se vaya antes, para derrocarlo (puede ser a la brasileña o a la boliviana, lo mismo da. De hecho, el gobierno de Macri no condenó el golpe de Estado en Bolivia y fue el primer gobierno en el mundo en reconocer oficialmente a Temer como presidente). Se vienen tiempos muy, muy difíciles, aun peores que los que conocimos en estos meses. ¿Estará Albertibio Fernández a la altura de las circunstancias? Tengo tantas dudas… En fin, volviendo al tema, podría avanzar con un cuarto ejemplo inobjetable de objetividad: el arte y la literatura de mediados del siglo XIX hasta los años 30 del XX es insuperable. De Flaubert a Joyce, de Balzac a Henry James, de Melville a Proust, nunca más se escribió así. O dicho a la inversa, buena parte de lo que se conoce hoy como “literatura contemporánea” no califica ni siquiera como para ocupar un lugar en nuestras bibliotecas privadas al lado de esos escritores. Otro tanto pasa con el arte, aunque ese esplendor quizás haya arrancado antes, hacia fines del XVIII, o incluso mucho antes, en el Renacimiento.
Como sabemos, Marcel Duchamp pertenece al final de ese ciclo extraordinario. Conocemos también que entre 1918 y 1919 pasó nueve meses en Buenos Aires, desde donde escribió varias cartas. Transcribo fragmentos de algunas de ellas: A Louise y Walter Arensberg, 8-11-1918: “Conozco la ciudad de memoria. Muy de provincia, muy familia. La sociedad, mucha importancia y muy cerrada (…) no hay vida de hoteles como en Nueva York. Aquí el Plaza es un pretexto para reunirse en familia los domingos en apoyo a la Cruz Roja de algún país”. En otra a Jean Crotti, del 26-10-2018: “Como te dije antes, aquí no hay rastros de cubismo ni de cualquier elucubración moderna. (…) Por mi parte, no tengo intenciones de exponer aquí. Vi a algunos pintores. Nada interesante, solo una especie de somnolencia”. Y finalmente una del 12-11-2018, a Carrie Ettie y Florine Stettheimer: “Buenos Aires no existe. Apenas una gran ciudad de provincia llena de gente rica sin el menor gusto: todo traído de Europa, hasta las piedras de sus casas. Acá no fabrican nada, cuestión que hasta consigo pasta de dientes francesa, a la que hacía tiempo había renunciado en Nueva York. De noche nadie sale: la gente ‘bien’ se reúne entre sí, y no tiene el menor interés en conoce a nadie que no sea de su entorno. Son muy arrogantes en todo lo que hacen. Creen que Nueva York está empedrada en oro y sienten gran respeto por las personas que hablan inglés, aunque sea mal”.