La lluvia empezó a la noche y a la mañana, cuando me levanto para ir al aeropuerto, el avión sale al mediodía, sigue cayendo parejito. No es una garúa pero tampoco un aguacero. Lluvia descolgándose uniforme. Me gusta. Después de días calurosos para la época y sobre todo húmedos, cuando salgo de mi casa el aire está fresco, renovado. El agua limpió la calle, los autos que duermen afuera, los árboles pelados. Se llevó la mierda de los perros y el olor a meo de los tipos. No sé si se dieron cuenta, pero de un tiempo a esta parte los varones no tienen ningún empacho en mear en la calle: contra un árbol, una pared o los contenedores de basura.
No me gusta volar con lluvia. No me gusta tomar un avión, mejor dicho. Pero este vuelo tiene dos etapas cortas: dos horas y media hasta San Pablo y otra hora hasta Ribeirao Preto, adonde voy, invitada a la Feria del Libro. Ribeirao Preto es una de las ciudades más grandes del municipio de San Pablo, a unos trescientos kilómetros de la ciudad del mismo nombre. A principios del siglo XX era una de las exportadoras de café más importantes del mundo; ahora sus principales actividades son el cultivo de caña de azúcar y algunas industrias. Es una ciudad rica, me dirán después.
Llega la hora de embarcar y vamos todos en fila hacia la panza del avión. Por los vidrios de la manga vemos la lluvia ahora con viento y tormenta eléctrica. Nos acomodamos en los asientos, el avión no despega, el capitán explica que la tormenta, etcétera, que paciencia, etcétera, que hay que aguardar. Pasan las horas y los anuncios, el aeropuerto está cerrado. Al cabo de tres horas, finalmente nos ordenan bajar y seguir esperando a que se reprograme el vuelo.
Los aviones no pueden despegar y nadie puede salir del aeropuerto. Las sillas de la salas están todas ocupadas, también los cafés, la gente se tira en el piso; en el baño hay colas de varios metros. Doce horas así hasta que finalmente nuestro vuelo sale. Por supuesto ya perdí la conexión, hablé con los organizadores, voy a llegar a las tres de la mañana a San Pablo, ofrecieron mandarme un auto para que me lleve a Ribeirao. Acepto. La otra opción es estar en el aeropuerto hasta que salga un vuelo bien entrada la mañana siguiente. No aguanto estar de nuevo en un aeropuerto.
Cuando aterrizo, el chofer me está esperando. Subo al auto y arrancamos. Los primeros cien kilómetros me duermo, estoy muy cansada. Me despierto y hace rato estamos en la autopista descomunal, plagada de camiones también descomunales. Nuestro coche y alguno que otro más que cruzamos o nos cruza, parecen insectos al lado de los mastodontes llenos de luces. Cuando era estudiante viajé muchas veces en camiones así, las cabinas eran más grandes que la pieza de pensión donde vivíamos mi amiga y yo. Los conductores usaban aparatosos lentes espejados donde veía mi cara toda entera cada vez que giraban la cabeza para atender lo que yo estaba diciendo. Todo era bastante exagerado con los brasileros: sus camiones, sus lentes, su portuñol, la música al palo… y es que había que tener cierto gusto por la exageración para manejar miles de kilómetros, de un país a otro. Entonces en Entre Ríos no había autovías, solo las viejas rutas de dos manos. Viajar con ellos era como ir en una topadora, un Godzilla tronando bocinazos. Todo se veía pequeñísimo desde ahí arriba. Ahora miro por la ventanilla, los pequeños somos nosotros, las cajas de los camiones se levantan como paredes a nuestro alrededor.