“Cándido no estaba de acuerdo, pero tampoco estaba seguro de nada. Pangloss, por su parte, confesaba que siempre había sufrido muchísimo pero que, como una vez había defendido que todo estaba perfecto, seguía defendiéndolo aun sin creerlo”
Voltaire (1694-1778); de “Cándido o el optimismo”, Capítulo XXX: Conclusión; (1759).
Cuando comenzaron a privatizarse los caminos de la patria en los años 90, lo primero que hicieron las empresas fue colocar unas bonitas cabinas de peaje. Así, mientras recaudaban en pesos-dólares, bacheaban aquí o allá, repavimentaban, marcaban banquinas, ponían carteles, guardrails, pintaban de blanco o amarillo el asfalto. Todo tranqui, sin riesgos. País previsible. Daba gusto hacer negocios en esos tiempos.
Nada le movía el amperímetro a la pendular clase media nativa, extasiada y comprando de a pares por el mundo gracias a la Mingonomics. Sí lo hizo el brutal 2001, cuando todo estalló y el sagrado uno a uno terminó en menos que nada. Entonces, con los bolsillos sangrantes, ganaron la calle furiosos, codo a codo con el morochaje corta calles y los lúmpenes de lunes al sol, como anarquistas de matiné.
Lógico, piensa uno que, le guste o no, es parte de este colectivo que ama el sol menos por la luz que por ese calorcito acogedor que los impulsa a cambiar de vereda, sin culpas, si el clima cambia. Gente veleta, adoradores de las montañas rusas, puro vértigo en eterno subibaja. Normal, dirían en España, donde la norma es muy importante, sea por herencia del oscuro franquismo, por la Iglesia controladora o por respeto al otro, que lo tienen y más que nosotros, inventores de chistes de gallegos.
Cuando the president Mauri aseguró la gratuidad del fútbol hasta que el contrato con el Estado finalizara, no le creí. Nada grave. En estas pampas de crisis las promesas de campaña suenan como licuadoras, en la mayoría de los casos. La gente mira y no escucha más; por eso tiene éxito el método de Duran Barba, gran decorador de mentes fatigadas.
Otro ejemplo: la pobreza cero. Objetivo inalcanzable, excelente eslogan publicitario para captar consumidores de la marca. O esos tres mil jardines de infantes que se habían comprometido a construir. Bueh, serán cien. Todo no se puede.
Los americanos, el pueblo de la primera potencia mundial, han confiado siempre en la investidura presidencial y en sus instituciones. Al menos así fue hasta la irrupción del Increíble Trump. Por eso, simbólicamente, fue tan grave la caída de las Torres Gemelas. Sin sistema, sin un Estado protector, fuerte, presente, el citizen medio no podría ordenar su vida. Igual que acá, pero al revés.
Pensé que el gobierno macrista, al menos por un tiempo, iba a dejar el fútbol tal como estaba. Imaginaba, oh iluso de mí, una reacción virulenta del público, indignado como un nene al que le quitan el chupete de un manotazo. Me equivoqué, mal. Más del 70% del viscoso ambiente futbolero, los que se tiran con biblias y calefones de platea a platea por un “quítame de allí ese penal mal cobrado” o, en el caso de los barras, con cuchillos y/o armas de fuego para ganar la caja de la pyme; todos ellos, digo, se resignaron mansamente a la reprivatización de la pelota. Mirá vos por dónde.
Cuando los clubes, fundidos, pidiendo rescate desde el Titanic, le rogaron al Gobierno que rompiera ese contrato, se escribió la última parte del guión. Era inevitable. Y con la misma unanimidad que ocho años antes se había celebrado la discutible nacionalización del espectáculo como una conquista social –algo difícil de imaginar fuera del contexto de guerra declarada entre el gobierno de CFK y el Grupo Clarín– hoy, racionales como suizos, se descubre –a coro con el discurso oficial– que el manejo de los fondos era “dudoso” y el gasto, “superfluo”.
Ah. Mejor, entonces, invertir ese dinero –que el Estado de todas maneras gasta en dar a conocer sus obras por la pauta oficial– para construir “más hospitales” y “más escuelas”. Conmovedor.
Pero si acá no llueven inversiones, mucho menos caerán chaparrones de hospitales y escuelas, piensa uno, desconfiado desde el día que supo que los reyes, oh no, eran los padres. No importa. En seis meses, el fútbol recibió sus bonitas casillas de peaje y un banner con la nueva marca: la Superliga. El poético “¡metanseló en el orto!” de Capusotto es parte de las últimas imágenes del naufragio.
El inmenso mar de deudas que ahogaba a los clubes desapareció, explicó con orgullo Chiqui Wall de Moyano y AFA. En seis meses, ¡todos al día y listos para salir a escena! Ni el Plan Marshall ha hecho tanto en tan poco tiempo. ¿De dónde salió tanto dinero, como para convertir al infinito Aleph borgeano en una inocente mancha de humedad en la pared? Mmm… No se sabe. O a nadie le interesa saber. ¡Magia!
Tampoco uno puede pasarse la vida poniendo palos en la rueda. Con lo difícil que es correr esas veloces camionetas de luxe de jugadores/barras/dirigentes/empresarios/representantes/funcionarios/, con un miserable palito y embocarlo justo ahí, en medio de la llanta deportiva, para parar todo. Nah. Por contagio, obediencia, convicción, parálisis o pavor, el público aceptó: consumirá, si puede. Y si no, no, decía el Tata Cedrón recitando Los ladrones, de González Tuñón.
La decisión de prolongar la gratuidad hasta las elecciones es de una audacia notable y puede leerse a voluntad. Como premio consuelo, demagogia sin filtro, guiño cómplice, caricia perdonavidas, demostración de fuerza, tantas cosas. Después, sí: ¡premium y HD o muerte! Con tres Evitas de a cien, listo. Primer Mundo.
Pero si sólo nos queda un Sarmiento de 50 arrugado que no alcanza ni para el delivery de sushi, no problem. ¡Hagamos patria! Basta de consumos superfluos. ¡Desempolvemos la vieja radio Spika y dejemos volar nuestra imaginación!
Como cuando todo andaba mal y nosotros, tan contentos.