Justo ocurrió lo que yo más temía”: creo que la frase es así y si no es así es parecida, y creo también que es de Pizarnik, pero si no es de ella, es de algún otro escritor. Como sea, no ocurrió lo que yo más temía, pero sí algo que sabía que, tarde o temprano, iba a pasar: cedió el estante. El estante de casi 5 metros de una biblioteca sobrecargada, agarrada por unas ménsulas a una pared de ladrillos huecos y yeso dubitativo. El incidente no fue en vano, porque permitió que me reencontrase con los libros de la fila de atrás, volúmenes que no frecuentaba hace tiempo, o tal vez nunca. Entre ellos apareció Tiempo de matar, hermosa novela de Ennio Flaiano, que leí de un tirón entre ayer y hoy (Sudamericana, Colección Horizonte, Buenos Aires, 1951, traducción de R. Brughetti). Ni siquiera recordaba que la tenía, pero al abrir la primera página vi que fue comprada en la librería Libertador por $ 20. ¿Cuándo fue que los libros de viejos salían unos 20 pesos? No lo recuerdo. Recuerdo sí, y perfectamente, a la librería Libertador, cuyo cierre hace algunos años fue fuente de desdicha para mí y mis amigos. Instalada en Corrientes al 1300, era un inmenso, inmensísimo salón dividido en tres partes. En una línea central, que iba desde la calle hasta casi el fondo del local, estaban las mesas de saldos y demás objetos saldados del mercado editorial y periodístico (como los coleccionables –muñecas, relojes, etc.– que en esa época sacaban Clarín o La Nación). Los saldos en general no eran muy interesantes y su capacidad de rotación era baja o casi nula: los mismos libros estaban ahí durante meses o años. En los laterales estaban las bateas de los libros usados, donde seguramente debo haber conseguido el Flaiano y otras maravillas. Y al fondo, detrás de una estantería más alta que yo, había un salón al que se accedía por una pequeña abertura, donde se vendían revistas y videos porno. Ese triple público –el de viejos, saldo y porno– que muchas veces podría convertirse en dos o incluso en uno –una misma persona comprando los tres tipos de productos– circulaba por ahí hasta bien entrada la madrugada, hora en que Libertador cerraba. Terminar mi noche en ese salón mal iluminado fue, durante años, uno de mis pasatiempos favoritos.
Volviendo al estante, al lado de Tiempo de matar, estaba Hacia el norte, de Elizabeth Bowen, también hermosa novela que sí había leído (Emecé, colección Grandes Novelistas, Buenos Aires, 1951, traducción de María Antonia Oyuela). Puede ser solo el azar de un estante caído, pero no deja de ser interesante que ambos libros hayan sido publicados en 1951, en editoriales y colecciones, por un lado, rivales, y por el otro, muy parecidas. Tarde o temprano habrá que escribir sobre Horizonte, la colección de Sudamericana en donde se publicó a Evelyn Waugh, Karel Capek, Virginia Woolf, Faulkner o Liam O’Flaherty, al lado de una suma de escritores olvidados y olvidables, y sobre la colección Grandes Novelistas, de Emecé, cuya lista de olvidables es aún mayor, pero que no obstante alcanzó a publicar a Graham Greene, Thornton Wilder, Vera Caspary, y varios consagrados como Kafka, Simone de Beauvoir, Henry James y también a Faulkner. Eran libros estéticamente hermosos, con portadas tipográficas, lejos de esas colecciones horribles que publican lo que se supone que hoy es littérature de qualité.