Hace unos días comencé una somera explicación de los problemas a los que sometía a los actores un sistema democrático tan endeble como el nuestro. Las palabras “representación”, “representativo”, “representar” han entrado en una zona de enorme confusión. ¿Cuál debería ser nuestro trabajo como actores? No hay ni acuerdo ni consenso. Bah, tampoco lo hay en otros aspectos mucho más relevantes de la vida del país.
Las respuestas varían enormemente, pero es poco probable que la única opción sea ésa de simplemente contar buenas historias (“representarlas” es decir, “presentarlas” por segunda vez en un ámbito controlado, sin azar). Como dice mi maestro Kartun, el teatro no es serio. La producción de teatro es seria, pero el teatro en sí, no lo es. Y es un mecanismo lúdico que construirá algunas toscas verdades a posteriori. No mucho más.
La política –y sus cultores profesionales, los políticos– tampoco son serios. Mala leche. Los candidatos pueden mentir todo lo que quieran, y los públicos nos hemos acostumbrado a creerles igual, o a mirarlos sin creerles, sabiendo que son simplemente eso: políticos. Esta mirada pasiva es la misma con la que se sienten mirados los pobres actores. ¿De qué eficacia se habla, qué modelo de realidad debemos “representar”? Es cada vez técnicamente más difícil sostener lo que antes era evidente: que un actor miente, y que el mejor actor es el que miente mejor. Su mentira es existencial: no persigue más objetivo que construir una verdad fugaz y fuera de serie, por bella, por intensa, y porque no es tributaria de la ridiculez profunda que subyace a la organización de lo real. El buen actor pone a la supuesta realidad en ridículo. El buen actor no representa nada.