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Control de lo ajeno

1-11-2020-Logo Perfil
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Quizás no es el problema más urgente ni el más grave que enfrenta la economía argentina, pero claramente, una tasa de inflación alta y sostenida no tiene muchos casos parecidos en el mundo. Hubo otros de fuerte crecimiento de los precios e incluso de hiperinflación, pero que haya estado en los dos dígitos promedio por más de medio siglo es un privilegio singular. Un desequilibrio que desencadena otros en el resto de las cadenas productivas y fue llevando, de a poco, a un estancamiento en casi todas las variables del que cada vez cuesta salir más rápido y, sobre todo, en forma indolora.

Mientras economistas de las más diversas escuelas armaban su propia grieta sobre si la suba incesante del IPC era debido a factores monetarios, reflejaban una puja distributiva o eran la consecuencia de desajustes estructurales, la inflación seguía socavando de a una todas las variables relevantes de la economía. Afectó el ahorro y la inversión, al dificultar el cálculo económico e introducir una variable aleatoria reñida con la racionalidad económica; alteró los precios relativos, en función de la mayor o menor capacidad de adaptación de cada sector; condenó a los salarios y jubilaciones a una pérdida de poder adquisitivo constante; alteró el clima de negocios y la fiabilidad de los contratos; impactó negativamente en la inversión y se constituyó en un lastre para el empleo y un disparador de la pobreza. Las sucesivas devaluaciones y el golpe de gracia de la pandemia empujaron a buena parte de la población bajo la línea de flotación.

En un año electoral como 2021 es uno de los flancos a atacar. Todos los gobiernos han aprendido que el último lapso de tiempo antes de votar es el que más imprime la memoria ciudadana. Por tal razón es que el problema de una inflación creciente desde julio del año anterior mina las chances electorales. La solución sería quitarle presión fiscal y por lo tanto monetaria para desinflar el vector de precios. Pero desde el punto de vista electoral es como una frazada corta: siempre queda algo descubierto. Bajar el gasto o recaudar más en plena campaña no es aconsejable.

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En el último medio siglo,
la inflación ha estado en
promedio en los dos dígitos,
lo que llevó al estancamiento
en todas las variables

Con un IPC que difícilmente termine debajo del 40% anual, la batalla por controlar los precios se enfoca en solo 6 meses: de marzo a septiembre. El diseño de la política económica puede operar en algunas variables relevantes.

El ministro de Economía había previsto una solución al eterno subsidio a los servicios públicos, pero solo fue autorizado un 9% de aumento. Todo esto con muchas dudas y, además, en un porcentaje promedio que implicará muchos pagando poco y unos pocos pagando todo. Matemático. También en el menú de opciones figura continuar con el dólar vigilado y el cepo extendido. Las paritarias estatales, amortiguadas y las privadas, dado el de-sempleo, firmarían el empate o perder otros 5 puntos anuales, si pudieran.

Finalmente, el sector más díscolo y diverso de todos: los bienes y servicios privados. Son los que más se movieron por encima del promedio, tironeado para abajo por los productos cuidados y congelados. Para esto también hay una solución, desempolvada esta semana: planillas de información para aclarar eso de los costos que no se alinean con la gran gesta patriótica. Un método que nunca tuvo otro resultado que la inoperancia. Pero si se trata de ganar tiempo, es una invitación a creer que la inflación tiene un componente perverso.

La paradoja de esta iniciativa es que, si realmente estuviéramos frente a desequilibrios internos que generan inflación, como la cartelización del mercado, las estructuras monopólicas que impiden la sana interacción de la oferta y la demanda, debería reescribirse buen parte de la teoría microeconómica y dotar al Estado de las herramientas para poder operar con la eficiencia y rapidez con la que los operadores privados suelen hacer en su actividad cotidiana. Precisa de mucha información, fehaciente y precisa; una coordinación y una dirección clara sobre los objetivos a alcanzar. Y, sobre todo, transparencia para generar confianza que despeje cualquier sospecha de desvío o corrupción. Un control que el Estado quiere arrogarse sobre la conducta de los agentes económicos privados, pero en el que tropieza cuando se trata de informar de sus propios gastos, contrataciones de personal o una simple lista de prioridades para recibir las vacunas que monopoliza.