La otra noche, muy tarde, mientras volvía en el 108, me encontré con Luciana Bata, vieja amiga a quien no veía desde hacía años, probablemente desde que ella se graduó de socióloga (UBA). Nos pusimos a charlar sobre esto, lo otro y lo de más allá y, en una de esas curvas que el 108 suele tomar a alta velocidad, se le cayó del bolso el libro que llevaba: La lengua en disputa. Un debate sobre el lenguaje inclusivo (Ediciones Godot, 2019), conversación entre Beatriz Sarlo y Santiago Kalinowski. Le pregunté si ya lo había leído, respondió que acababa de terminarlo. Me dijo que le resultó sumamente interesante, con argumentos sólidos y bien fundamentados de ambos lados. Y que, aunque se sentía más cercana a las posiciones de Kalinowski, le parecía que faltaba una tercera posición. Es decir, que mientras Kalinowski piensa el problema básicamente desde la lingüística y Sarlo desde la historia cultural y la crítica literaria, había un espacio vacante que era precisamente el de la sociología, es decir, una reflexión que ponga en primer plano el problema del poder, en este caso el del poder en la lengua. Ese asunto (central en Barthes, autor que Sarlo conoce como pocos, sin que haya extrañamente acudido a él. Transcribo entonces largamente la frase de Barthes que citó Luciana: “En la lengua servilismo y poder se confunden ineluctablemente. Si se llama libertad no solo a la capacidad de sustraerse al poder, sino también y sobre todo a la de no someter a nadie, entonces no puede haber libertad fuera del lenguaje. Desgraciadamente el lenguaje humano no tiene exterior: es un a puertas cerradas. Solo se puede salir de él al precio de lo imposible: por la singularidad mística (...); o también por el amén nietzscheano, que es como una sacudida jubilosa asestada al servilismo de la lengua (...) Pero a nosotros, que no somos ni caballeros de la fe ni superhombres, solo nos resta, si así puedo decirlo, hacer trampas con la lengua, hacerle trampas a la lengua. A esta fullería saludable, a esta esquiva y magnífica engañifa que permite escuchar a la lengua fuera del poder, en el esplendor de una revolución permanente del lenguaje, por mi parte yo la llamo: literatura”), el tema del poder, entonces, es clave para pensar estos temas. No es el clásico asunto de la relación entre norma y uso, sino la tensión entre lo instituido y lo instituyente en la lengua. O dicho de otro modo, la pregunta de por qué instituciones legitiman la lengua y forman ideología. A una reflexión crítica sobre el estado de la lengua se le debe agregar la pregunta por el habla de los medios de comunicación en el siglo XX (de Frankfurt a Guy Debord y más allá), y sobre las (auto) denominadas redes sociales en el XX; se les deben agregar las disputas sobre la semiosis social y sobre eso que, de Nietzche a Barthes, se nombra como doxa; es decir, la mirada genealógica sobre batallas en la lengua, en la que el habla ganadora borra las huellas de la existencia de la propia batalla y se presenta como habla naturalizada (los punto y coma son un homenaje a lo que dice Sarlo sobre ellas, de lo más agudo del libro).
Y cuando Luciana estaba en lo mejor de su argumentación, bajó del bondi y yo volví a la lectura del Horóscopo Chino 2020, de Ludovica Squirru, actividad a la que estaba entregado antes de encontrarme con la socióloga.