La Argentina enfrenta una serie de desafíos económicos que no son novedosos en términos históricos cuando se considera cada uno por separado. No es la primera vez que las tarifas de servicios públicos se encuentran desfasadas de sus costos de producción. Tampoco es desconocido el carma de la restricción externa. Menos todavía el hecho de asistir a una aceleración de la tasa de inflación, ni el convivir con una brecha cambiaria del orden del 50 %, ni el rojo de las cuentas públicas. Lo que hace poco común a la situación actual es la forma en que se combinan estos fenómenos, lo que obligará a soluciones inéditas.
Es que cada variable que se intente corregir por separado agravará los problemas en otro frente, lo que obliga a pensar en movimientos simultáneos y encadenados, procurando evitar mayores costos sociales. Quizá, como en el cubo mágico, no sea tan sencillo lograr que todas las piezas queden debidamente ordenadas.
Cuando, en la historia reciente, la Argentina decidió enfrentar la inflación, caso del Plan Austral o la Convertibilidad, había una parte de la tarea hecha. En los momentos previos al lanzamiento de estos programas, la economía funcionaba con un stock de moneda local muy reducido, que circulaba a gran velocidad. De allí que, cuando la población confió en la posibilidad de que la economía se estabilizara, comenzó a requerir más australes/pesos.
El aumento vertical de la demanda de dinero hizo que la gente se desprendiera de dólares para canjeárselos al Banco Central, con el consiguiente aumento de las reservas. Así, la estabilización de la economía ayudó a mejorar el frente externo.
En realidad, cuando se lanzó la convertibilidad, la “tarea sucia” vinculada con el ajuste externo había sido hecha, ya que en 1990 la cuenta corriente del balance de pagos registró un superávit de 1,9 puntos del PIB.
Monetario. En cambio, en el presente, el sector externo todavía está en desequilibrio, con una cuenta corriente del balance de pagos (base caja) que registra un déficit equivalente a 1,8% del PIB. En el plano monetario, hay indicadores (M1) que muestran un nivel de monetización cinco veces mayor que el vigente a principios de 1991, teniendo en cuenta el tamaño del Producto Interno Bruto.
En la versión más benigna, esta diferencia implica que la demanda de dinero no podrá ayudar a recuperar reservas. En un enfoque más escéptico, puede decirse que este exceso de circulante jugará como lastre en la tarea de recuperar reservas.
Respecto de la cuestión fiscal, no es la primera vez que la Argentina anota un déficit (después del pago de intereses) del orden del 5% del PIB. Lo que hace diferente la situación es que la presión tributaria es récord y está en el límite, y trabajar por el lado del gasto público implica recortar subsidios, con lo cual las tarifas de bienes, servicios públicos tendrían que ajustarse a un ritmo acelerado.
Aunque los problemas actuales no tengan el condimento crítico de una crisis bancaria (2001), o un nivel de endeudamiento insostenible del sector público o del privado, lo que tienen de complejo se origina en la grave distorsión de precios relativos y sus efectos derivados. Devaluar encarece las importaciones de combustibles y fuerza, o bien a mas emisión, o bien a un sinceramiento tarifario; reducir subsidios para contener la emisión monetaria produce un muy importante efecto alcista sobre los precios regulados; financiar el déficit fiscal con aumento de impuestos hundiría todavía más la competitividad y la capacidad de generar empleos privados formales, que son la base sobre la que se apoya la recaudación. Un arreglo simultáneo de los desequilibrios requiere la misma habilidad que el cubo mágico.
Se arriba a una conclusión similar cuando se compara la situación de la Argentina con las experiencias de países de la región.
Procesos. Por caso, Chile a principios de los 90´ enfrentaba una inflación elevada, superior al 20% anual, y el gobierno de la concertación logró bajarla a 3% hacia fin de esa década, manteniendo un crecimiento sostenido, con ascenso de la tasa de inversión y aumentos sustantivos de salarios (basados en mejores de productividad).
Sin embargo, el Chile de aquella época no presentaba distorsiones severas de sus precios relativos, en el arranque del plan había holgura del sector externo y el tipo de cambio se ubicaba por encima de su nivel de equilibrio.
De hecho, la estabilización coincidió con cierta apreciación de la moneda, aunque sin afectar la trayectoria exportadora. Además, Chile pudo hacer un ajuste fiscal basado en mayor presión tributaria porque, en el inicio, la recaudación impositiva era baja en términos del PIB.
Cuando se busca una referencia vinculada a una crisis externa, aparece en el radar el caso de Brasil a fin de los 90. La caída sostenida de reservas llevó al gobierno a abandonar el tipo de cambio fijo, por lo que, en el contexto de un régimen de flotación, el real se devaluó (enero de 1999) desde 1,20 reales por dólar a una paridad cercana a los 2 reales.
Pese a este salto, la tasa de inflación se movió sólo cinco puntos porcentuales hacia arriba el primer año para descender a 5,3% anual en el 2000. Esta experiencia utilizó la política fiscal como ancla antiinflacionaria (el superávit primario pasó de 0 a 3% del PIB) y se confirió mayor autonomía al Banco Central.
Pero aquí también las “condiciones iniciales” hicieron la diferencia: en buena medida, la baja inflación previa a la devaluación (inferior al 3 % anual) ayudó a que el traspaso a precios del salto cambiario fuera mínimo. Nuevamente, en este caso, las tarifas de los servicios públicos no parecían desalineadas.
Volviendo al presente de la Argentina, y teniendo en cuenta la grave distorsión de precios relativos y las urgencias que impone el frente externo, quizá lo aconsejable sea proponerse armar una de las seis caras del “cubo mágico” antes que apostar todo o nada al juego completo.
Bajo esta idea, pueden concentrarse fuerzas en la normalización de las relaciones financieras y en cerrar el déficit de cuenta corriente, llevando de una vez el tipo de cambio oficial al precio que se considere de equilibrio. Al mismo tiempo, comenzar a desmontar la madeja de los subsidios.
En doce meses, computando energía, transporte y el resto, estas partidas acumulan $ 132 mil millones. Si para 2014 se establece que el monto total no excederá la cifra de 2013, entonces habrá tarifas que deberán duplicarse. El golpe es fuerte, pero peor es entrar en una situación de descontrol. Además, existen suficientes recursos en partidas sociales para focalizar subsidios en las familias más vulnerables, sin llegar a fomentar el derroche de energía. Respecto de la inflación y dado los instrumentos disponibles, lo más realista sería plantearse una política fiscal, monetaria y de ingresos que evite cualquier riesgo de espiralización. Seguir el camino chileno quedará para años subsiguientes.