A partir de cierta edad deberíamos festejar el día del otoño como los estudiantes el de la primavera. Allá ellos en septiembre, amorosos, alterados, de picnic, tendidos en el pastito, regando la vida de risas y endorfinas. Y acá nosotros en abril, a la espera de un sol tibio oculto detrás de esas nubes y del café, sentados a una mesita en la vereda, abriendo el libro del tiempo donde se ha hecho el doblez en la solapa de la página, interesados en saber cómo sigue.
Con los cuerpos en pausa, la mirada en espera, abrazados a nosotros, celebraríamos el aroma, la espuma del cortado, el aire diáfano y esos cálidos rayos que ya se insinúan. Por una jornada más nos permitiríamos la indolencia y la despreocupación propias de las vacaciones. El mensaje de los días previos promovería la calma y el abandono de toda inquietud: “Día del otoño: mañana también será ayer”.
Hacia el final del verano, en alguna playa desierta el guardia nocturno cerraría una solitaria ducha pública alimentada con agua de mar. Una gota por minuto continuaría cayendo exactamente hasta el último día. Los canales de noticias destacarían móviles para dar testimonio a la audiencia del “milagro” anual. El engorde y la caída de cada gota serían vistos por millones de personas en todo el país y el conteo en reversa de las diez últimas podría seguirse en una enorme pantalla colgada de la cima del Obelisco. Al llegar a cero, la imagen explotaría en estrellitas y, sobre un fondo rojo, en letras de imprenta blancas se anunciaría: ¡Estalló el otoño!
Las facturas interpersonales acumuladas vencerían en el transcurso de ese día. Se darían por pagadas y cobradas. Las conversaciones o tratos pendientes con personas que nos resulten desagradables se postergarían hasta el próximo invierno. En las radios pasarían temas musicales alusivos que remitan al sentido de lo que se conmemora. Iríamos por las calles cantando Donde manda marinero, a coro con Andrés Calamaro: “No sé qué quiero pero sé lo que no quiero/ sé lo que no quiero/ y no lo puedo evitar/ puedo seguir escapando y aún lo estoy pensando/ lo estoy pensando pero estoy cansado de pensar”.
A los adultos que superen el piso establecido en el proyecto de ley para acceder al beneficio de asueto por Día del Otoño se les animará a cumplir desde la mañana con una rutina física basada en altas dosis de fiaca y bostezos, de brazos y piernas estirados sin orden alguno, con intermedios de mate y bizcochitos para que se relajen los esfínteres y puedan disfrutar de un día sereno, sin sentir molestos calambres o retortijones.
En lo que respecta a sentimientos y deseos, las personas quedarían libradas a suerte y verdad. Un ciudadano argentino de cierta edad ya ha vivido lo suficiente en este país como para tener derecho a no saber todavía lo que carajo quiere, pero al menos debe estar convencido de lo que ya no quiere. En el transcurso de los festejos por el Día del Otoño no estará permitido alterar la calma con gritos o insultos a quienes se acusa de ser los supuestos culpables de todo lo que nos pasa. Aun cuando se los mencione a modo de ejemplo de lo que no se soporta más. En una silenciosa retrospección, cada uno sabrá si tiene, o no, que hacerse cargo de algo.
Los jóvenes con edades por debajo del piso previsto harán su vida normal, estudiando, trabajando, teniendo sexo lo más protegidos posible y abrigados, o bajo una mantita porque ya comenzará a refrescar. Será tarea de ellos compensar, con ganas, energía y actitud, la entrañable melancolía que por un día disfrutarán solo los mayores.
De viralizarse la idea, todos juntos podremos encontrarnos el próximo año en los bares que ofrezcan promociones el Día del Otoño. Quienes se sientan solos por circunstanciales o definitivas pérdidas, recibirán invitaciones, llamadas y mensajes solidarios de otoñales amigos que les ayudarán a pasar el día y a comprender que, al fin, la “soledad” no es más que eso: un poco de “sol” y un poco de “edad”.
*Periodista.