La prioridad para el gobierno que surgió de las elecciones del 27 de octubre fue clara: poner a la Argentina de pie. Y detectó el obstáculo número uno: el endeudamiento que, como una bola de nieve, amenazaba arrasar con todo. Una condición necesaria para el objetivo anunciado de hacer de la Argentina un país con futuro.
Para encarar una solución que fuera tal y no mandar la pelota a la tribuna, el foco de atención del Ministerio de Economía fue la renegociación de la deuda: la elección recayó sobre alguien versado en estos temas, con un padrinazgo en Joseph Stiglitz, un economista heterodoxo con un Nobel a cuestas y con búnker académico en la Universidad de Columbia. El siguiente paso fue promover en el Congreso la Ley de Restauración de la Sostenibilidad de la Deuda Pública Externa, lo suficientemente ambigua como para conseguir el apoyo de casi todo el arco político, pero sin el detalle que pudiera entorpecer la estrategia en el tira y afloja. El tercer paso fue establecer un comité negociador para conversar con los dos tipos de acreedores que tiene el Tesoro: el Fondo Monetario Internacional (14% de las acreencias totales) y los bonistas privados (62% del total). La deuda externa pública asciende a US$ 310 mil millones y este año están programados vencimientos por US$ 23 mil millones. Los números podrían llevar a un engaño: ni la deuda en total es la más elevada de la región ni de los países de la OCDE, por ejemplo, ni tampoco desvelaría a cualquier ministro de Economía de cualquiera de esos países. ¿Por qué, entonces, hasta el Presidente lo puso como misión esencial para la supervivencia de su proyecto? La diferencia radica en que la Argentina no tiene acceso al mercado voluntario de capitales y las colocaciones al sector privado fueron puestas siempre con intereses con un riesgo país mucho más alto que lo que aconseja la buena praxis económica. La Nación no tiene más alternativa que convencer a los bonistas de reprogramar sus vencimientos… o pagar.
El gobierno de la provincia de Buenos Aires hizo una prueba piloto con su bono BP21, del que primero dijo que no podía pagar los US$ 250 millones en cuestión. Luego de la negativa de un fondo, la plata apareció y abonó al contado. Un globo de ensayo que permitiría ajustar la estrategia en tres flancos: a) ninguna provincia podrá renegociar sustancialmente hasta que la Nación la haga primero ni puede contar con un pagador de última instancia; b) los bonistas pueden hacer acciones coordinadas entre sí y no es tan seguro que ellos sean los que más pueden perder al ir a un default; c) la decisión de no patear el tablero implica un costo presupuestario y financiero considerable pero se prefiere al default.
La reciente gira presidencial a Europa tuvo como marco indiscutible aceitar las relaciones con los actores principales en la decisión que deberá tomar el FMI cuando discuta la renegociación de la deuda argentina, pero también como gran influencer en el mundo financiero, para que la operación con los bonistas pueda llegar a buen puerto. Queda para el debate la idea primaria que alumbró todas estas conversaciones: una vez aclarado el horizonte de la deuda, la economía podrá crecer y así honrar de manera sostenible sus compromisos. Pero la duda no tarda en aparecer: si haberse endeudado de manera irresponsable fue para tapar agujeros financieros y solventar un déficit fiscal crónico, por qué razón le economía crecerá en la próxima década lo que no hizo en los últimos 50 años. ¿Aparecerá de golpe el ahorro, la estabilidad institucional, mejorará la productividad o serán bienvenidos los que apuesten y ganen de manera legítima? Esta sí es otra deuda pero que todavía no entró en el ranking de prioridades políticas.