Es muy probable que ustedes no hayan oído mencionar a Oleg Gordievski. Yo tampoco, hasta que leí en estos días Espía y traidor de Ben Macintyre, que se anuncia desde la tapa como “La mayor historia de espionaje de la Guerra Fría” y habla justamente de Gordievski, nacido en Moscú en 1938 en una familia de la KGB, casado dos veces con mujeres de la KGB y cuya vida transcurría enteramente en las filas de la KGB, salvo por el hecho de que, en algún momento, se convirtió en espía británico y llegó a ser un topo infiltrado en la embajada soviética en Londres. Macintyre había escrito Un espía entre amigos, sobre el legendario Kim Philby, el equivalente de Gordievski en el otro bando. Philby, que llegó a ser primer secretario de la embajada británica en Washington, filtró una enorme cantidad de información secreta y, cuando escapó a Moscú en 1963, se convirtió en un personaje popular y en héroe oficial de la Unión Soviética, donde siguió trabajando en la propaganda y la infiltración en Occidente hasta su muerte.
Se ha escrito mucho sobre Philby y muy poco sobre Gordievski. Tal vez porque este, nacido en 1938, actuó sobre todo en los ochenta, cuando la URSS iba camino a su disolución. Claro que hasta que Gordievski aportó su material clasificado, Thatcher y Reagan no sabían que, durante el gobierno de Andropov (un hombre de la KGB, igual que Putin), en el Kremlin estaban convencidos de que los americanos planeaban un ataque nuclear al que había que anticiparse atacando primero y pudieron actuar en consecuencia.
Como dijo un alto jefe de la CIA: “Nuestras fuentes en la Unión Soviética solían ser las que nos proporcionaban información sobre su ejército y su desarrollo militar. Lo que nos facilitaba Gordievski era información sobre la mentalidad de los líderes, que para nosotros era como buscar una aguja en un pajar.”
Pero hay otra razón para el glamour y el morbo asociados a Phillby, frente al más bien opaco perfil de Gordievski. Philby era parte de la elite social e intelectual inglesa, un hombre de su siglo, es decir, del siglo en el que muchas personas sensibles empezaron rechazando el fascismo y simpatizaron con el comunismo para convertirse en acompañantes, militantes, propagandistas, operadores y, en algunos casos, en espías y traidores a sus países al servicio de un régimen totalitario.
El comunismo fue una pasión de multitudes instruidas y lo sigue siendo (basta mirar alrededor), aunque siempre acabe en hambre, injusticia y genocidio.
El camino de Gordievski, es decir el contrario al del converso al comunismo, es una rareza. Los funcionarios soviéticos no se pasaban de bando por elección ideológica, vivían obedientemente y disfrutaban de sus privilegios burocráticos. En particular los de la policía secreta, que llegó a confundirse con el aparato mismo del Estado. Por eso es difícil definir a ese ruso que funcionó como una anomalía y al que Macintyre trata de acercarse para narrar, sobre todo, la fantástica aventura que concluyó en su espectacular fuga de Moscú organizada por el MI6. El libro es entretenidísimo.