El entrismo es una táctica política instaurada por la izquierda marxista y replicada luego hasta el hartazgo, que consiste en llenar un espacio político rival, o por lo menos ajeno, de afiliados fieles que, desde adentro, coopten al menos parte de esa organización y condicionen su funcionamiento futuro, modificando sus objetivos y atributos originales. En la Argentina, hubo entristas de distinto pelaje, aunque el concepto fue particularmente popular entre los partidos y núcleos intelectuales de izquierda, allá por las décadas del 60 y del 70, convencidos de que la clase obrera era irremediablemente peronista y de que la mejor vía para precipitar una situación revolucionaria consistía en desplegar un esfuerzo de captura del aparato justicialista, aunque fuese parcial, para avanzar hacia la utopía socialista. Este fue uno de los motivos, no el único ni tal vez el más importante, que precipitaron violentos enfrentamientos internos entre facciones del peronismo, como la matanza de Ezeiza el 20 de junio de 1973, en ocasión del regreso definitivo de Perón a la Argentina.
El supuesto teórico y estratégico que justificaba la táctica del entrismo revolucionario a las estructuras del justicialismo era que la clase obrera estaba ontológicamente a la vanguardia de la lucha contra el capitalismo y que su inevitable papel en la historia consistía en profundizar las mortales contradicciones que ese sistema contenía, para constituirse en el agente de una indefectible transformación histórica. El concepto de clase ha pasado de moda y perdido adeptos. Hasta el Partido Obrero habla de “trabajadores” y aspira a seducir a los informales y, sobre todo, a los desocupados.
Así, en los últimos tiempos, las fantasías revolucionarias han cambiado de manifiesto: se ha dado un desplazamiento fundamental en los agentes y en los espacios, en los discursos y en los tiempos. Ahora van por más (fracasaron en el “ir por todo”): se trata de controlar el aparato del Estado, manejar sus presupuestos, acomodándose en agencias existentes o inventando nuevas. Tanto en lo fáctico como en lo ideológico: con Fútbol para Todos llegó Louis Althusser a la Argentina, dos décadas después de su muerte, tres desde que abandonó la producción intelectual. Esa pudo haber sido la contribución tardía de Ernesto Laclau a la historia de las ideas en la Argentina.
De este modo, el poder real, permanente, no reside ya en el proletariado. Es necesario continuar militando en los barrios y en las cárceles para estar cerca de los que menos tienen, de los que más sufren, de las víctimas de la injusticia invariable y constitutiva del sistema. Pero la matriz dialéctica de la nueva religión estadocéntrica dispone que en los pliegues de la burocracia deben establecerse los agentes de la gran transformación. Y por consiguiente, si fuera necesario, también las fuerzas con la capacidad para bloquear una eventual contraofensiva restauradora. Aquellos puños gruesos, esos rostros duros y sufridos que inmortalizó Siqueiros deben convertirse en manos ágiles para figurar un smartphone y en mentes preparadas para resistir nuevos embates de supuestos grupos reaccionarios, antipopulares, antinacionales, imperialistas y neoliberales. Aunque hayan ganado las elecciones.
Hasta en los rincones más olvidados y peor iluminados de los claustros universitarios de ciencias sociales en las facultades latinoamericanas y del Tercer Mundo, el Estado desplazó a la clase obrera como motor de la historia. Esto ha sido llevado a su máxima expresión, tal vez la más grosera y perversa de todas las manifestaciones contemporáneas de esta concepción política, con el grupo fundamentalista sunita Estado Islámico (ese invento de Hollywood, según CFK). Hasta quienes disfrutan con los asesinatos más salvajes y con el robo sistemático de la riqueza petrolera de países soberanos como Irak y Siria prefieren verse a sí mismos como parte de una protoestructura estatal, embrión de un eventual neocalifato.
Lo cierto es que el concepto de entrismo contribuye a entender la peculiar coyuntura que vive Argentina: el Gobierno acelera su voracidad por llevar a la práctica el concepto de “cualquiera al gobierno, Cristina al poder”. Y como éste se construye y controla desde el Estado, ahí apuntan todos los misiles del oficialismo (que son, ciertamente, más difíciles de robar que los escasos recursos que les quedan a las Fuerzas Armadas). Así, se profundiza la “captura” de grandes estructuras, como ocurre en los ministerios de Economía y de Relaciones Exteriores. Ya había pasado en Aerolíneas Argentinas, la IGJ, la Anses y el Indec. Ultimamente, nacieron otros “ravioles” burocráticos, como el caso de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI), que supuestamente debería convertirse en la etapa superior de la vieja SIDE.
Mojón. Esta dinámica creacionista había encontrado un mojón fundacional con la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual (Afsca), producto de la polémica y hasta ahora inocua Ley de Medios (26.522). Otro caso significativo es la reciente Autoridad Federal de Tecnologías de la Información y las Comunicaciones (Aftic), un megaorganismo que regulará las telecomunicaciones y cuyos miembros seguirán en sus cargos bastante más allá del próximo 10 diciembre. Algún semiólogo se entretendrá en el futuro relacionando los nombres de estos nuevos organismos del Estado con el de la AFIP, esa creación de, ejem, la denostada década menemista que constituye un ejemplo de capacidad y eficacia y que, ciertamente, se encarga de recaudar como nunca antes en la historia los recursos para financiar el nivel récord de expansión del gasto público.
El objetivo de esa estrategia consiste en limitar el margen de maniobra del próximo gobierno, gane quien gane. Aún resuena el famoso “a mí nadie me va a marcar la cancha”. De paso, esto le garantiza un ingreso a un gran número de adeptos para que puedan personalizar la nueva resistencia que requiere mantener los supuestos logros de la década ganada. Se trata de “hacerle el aguante” al modelo y a su líder indiscutida desde dentro del Estado, mientras Ella y Máximo se repliegan posiblemente en el Congreso para pergeñar el “operativo retorno” del siglo XXI. Es por eso que La Cámpora adquiere tanto protagonismo. No sin costos ni riesgos: Sergio Massa apuntó a esa agrupación en su lanzamiento oficial. Un blanco fácil, pero no por eso menos interesante. La politización del Estado genera un cúmulo enorme de externalidades negativas. Y hasta puede constituirse en un boomerang que afecte, a la corta o a la larga, la influencia real de las visiones extremas del estatismo fundamentalista