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El hombre polilla

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Estamos caminando con mi amigo Duncan y me dice que mire la Luna. Está casi llena, muy blanca. Duncan dice que escuchó que mañana la Luna va a estar todavía más brillante. Es un fenómeno que pasa pocas veces, me dice. Yo me acuerdo de El hombre polilla, un poema extraordinario de Elizabeth Bishop que leí miles de veces porque está construido con el material de los sueños, que habla de alguien que vive en las profundidades y que trata de llegar a la luz, imantado por ella, pero que no lo consigue y cae. Para el hombre polilla, la Luna es un agujero a través del cual se ve una claridad que para nosotros, los que estamos despiertos, está vedada. Los que caminamos, como Duncan, como yo, no sabemos que existe esa posibilidad de alcanzar la luz. Para el hombre polilla –según Bishop–, ese es un conocimiento que lo condena a intentar trepar y caer.

Bishop formó parte de una generación de desquiciados –Robert Lowell, John Berryman– que terminaron en hospicios o se tiraron de puentes. Todos subyugados por la maestría de Ezra Pound, que pasó una larga temporada en el sanatorio de Santa Elizabeth; Bishop lo visitaba, y produjo este poema hermoso: “Esta es la casa de los locos./ Este es el hombre/ que está en la casa de los locos./ Esta es la hora del hombre trágico/ que está en la casa de los locos./ Este es el reloj pulsera que da la hora/ del hombre parlanchín/ que está en la casa de los locos”. Bishop buscaba con pasión de ornitóloga el Conocimiento, que es “oscuro y salado, móvil, plenamente libre”, y que “siempre fluye y se retrae”.