Termina la temporada, el equipo es un desastre, pronto se abre el mercado de pases, se quiere una renovación del plantel. Otro arquero, otro nueve, subir a los pibes de las inferiores. La tribuna ruge entonces al unísono: “¡Oh, que se vayan todos! ¡Que no quede ni uno solo!”. En esa escena, en ese contexto, la consigna cobra un sentido claro y necesario. La hinchada sabe lo que canta. Y se lo canta a la dirigencia del club.
Trasladar así sin más a la política los términos del mundo del fútbol suele llevar a simplificaciones banales. No: el país no es como un club y no se maneja como un club. Una elección no se disputa como se disputa un campeonato. No es igual adoptar una posición política, no es igual asumir una ideología política, que hacerse hincha de este equipo o aquel otro.
Las tendencias de la anti política no son solamente argentinas y fueron previas al 2001. Por ser un político avezado, Carlos Menem las detectó muy bien, echando mano con astucia a la motonáutica o a la canción popular. “Que se vayan todos” fue una clara expresión de hastío; en “que no quede ni uno solo”, su corolario, anidaba empero una oscura fantasía de eliminación total. ¿Cómo se piensa una política sin políticos? ¿Cómo se piensa una república sin política? La burda generalización (la misma de “los políticos son todos iguales”), la del “todos” y el “ni uno solo”, la del todos y ninguno, impidió discernir, diferenciar, darles precisión a las críticas, renovar la política con política y no con anti política.
En definitiva, como sabemos, se quedaron más o menos todos. Reforzados por lo demás con otros que se agregaron, pero se agregaron para que nada cambiase. ¿Y eso por qué? ¿Porque nos engañaron? No lo sé, no me parece. Tal vez lo que nos engañó fue aquella famosa consigna, por torpe, por inconducente.